El
Centro de Misterios se reunía, de forma clandestina, en lugares dispersos del
pueblo. Funcionaba como motor revolucionario, disfrazado de grupo de autoayuda,
con terapeuta y todo. Siempre se llevaban dos tareas al hogar, la tarea
superficial y la profunda. Nunca sabían cuál era cual, a veces se tonificaba
una sentencia y otras la otra, y se hacía difícil distinguir entre consignas
idiotas y los fuegos de octubre, nombre en código con el que delimitaban las
acciones enmarcadas en el acto libertario. Algunas veces, por ejemplo, salían
en grupos de dos a realizar actos de vandalismo. Básicamente, pintar paredes.
Lo que puede parecer fácil, pero bajo una lluvia torrencial nada es lo que
parece. De todas formas, tenían a Magoya. Acciones poéticas, les decían, para
disimular. A veces, de madrugada, para pasar el frío, entre sorbos de whisky y
cigarros mojados, le preguntaban a Fidel por sus orígenes. Respondía cosas
diferentes cada vez, siempre igual de inverosímiles, mágicas. La que más les
gustaba oír era una que luego de algunos carraspeos arrancaba más o menos así:
“Una noche me fui, por la
tangente de la cerca. Seguí, bordeando el vallado transitorio que abríamos y cerrábamos como forma precaria de delimitar una propiedad, y me perdí en la
noche. Vagué interminablemente, en una huida sutil, hacia el olvido de todo lo
conocido. Aquella noche nací de nuevo. Lo único que conocía del mundo era ese
lugar que desplazábamos cada cierta cantidad de tiempo, ese lugar que
llamábamos hogar, con su cálida luz de reflectores, con sus banquetas de
madera, con su estructura arenosa en el centro, que aunque cambiaba de locación
siempre era la misma, siempre brillante y verdosa por las noches, cuando se
iban los visitantes, visitantes a los que mostrábamos un poco del otro lado de
un espejo hundido, a cambio de retazos pintados de papel, que el administrador
juntaba en una cajita oculta en su remolque, y que nunca veíamos ni
necesitábamos mirar, aunque sabíamos que era lo que estructuraba nuestro mundo
con el de ellos, lo que nos permitía vivir como brumas en olvidados baldíos de
periferias de ciudades que veíamos, desde la ventana de colectivos viejos, como
entre sueños líquidos. Tanta pomposa sinfonía envolvía ciertos ritos, como el
armado del hogar, un trabajo de mil manos amorosas, o al menos necesitadas de
amor, que se extendían abiertas para extender la lona, para clavar las estacas,
estacas que eran nuestro punto más débil, nosotros, vampiros escondidos de la
moderna civilización, intercambiando trapos, risas y aplausos por pedazos de
energía, el motor que mueve al mundo, disfrazada de tantas cosas. Pequeños
ritos que ya no compartiré, ahora que he partido, y que sin embargo observo
casi con nostalgia, una fresca nostalgia de zapatos mojados bajo una tormenta
interminable, casi cuarenta días lloviendo en este pueblo perdido, al que no
podemos sacar una miserable mueca, estancado como está bajo la tormenta el
pueblito, estaqueado como está el pueblito, cercado por monstruos más temibles
que nosotros. A veces ando perdido por las calles más alejadas del pueblo, mientras
miro para adelante, y pienso para atrás, intentando reordenar un conjunto de imágenes
que tal vez pueblen un recuerdo, que tal vez hagan ver la dirección hacia la
que me dirijo. Vampiros somos, decía, y nos escondemos tras disfraces y caras
pintadas, circulando marginales por un mundo que ya nos ha dejado atrás aunque,
se sabe, el mayor truco del diablo fue convencer al hombre que no existía. No
nos comparo con tal bestia, que deambula por otros rincones, pero el fraseo se
apresta para mojar un ejemplo, como si hiciera falta. Tan ricos y jugosos
retazos de energía tomábamos del otro, tanta falta nos hacía, como respirar.
Una gran familia éramos, cada cual cumpliendo un acto, mostrando su acto, en
parte, pero siempre escondiendo los lugares donde ocurría la magia, la
prestidigitación vulgar y mecánica donde ocurría lo importante, el tránsito
entre mundos de la energía. Brujos, vampiros, bebedores de la sangre oculta en
el aire, en la firma de las cosas, tomábamos lo que necesitábamos de cada
individuo, en una transa que el otro siempre hacía con gusto, con domesticado
placer, creyendo que el papelito pintado con rostros y números era lo que
importaba, nos llevábamos siempre un poco más, un eco en la nada, un acorde
inacabado, el susurro final de las noches cuando todo se apagaba. Nací en ese
lugar, crecí en ese lugar, abordar a los seres fue mi primera instrucción, me
enseñaron los mayores a dibujar una sonrisa, a escamotear la atención mientras
los demás laburaban, nadie puede negarle los ojos a un niño, nadie puede
escindirse de su magnetismo, decían, y tenían razón, era como un foco ambulante,
con la cara pintada, primero por papá, un espejo distorsionado, enorme, de mis
días, luego por cuenta propia, el maquillaje para reforzar los rasgos
compradores, el polvo blanco para esconder la pálida y fría piel, los labios
rojos, las mejillas con rubor, los ojos delineados, las ropas agujereadas,
enormes, heredadas, los zapatos que todavía se llenan con agua y chillan, las
pelotas y las cartas escondidas en los bolsillos, la chanza fácil, en la punta
de la lengua, las lágrimas tragadas con la saliva, entre infusiones amargas,
cuando todo se apagaba, fumando las noches con los grillos y los trapecistas,
mujeres y hombres de altura, algunas noches las cenas ensanguchadas con los
muchachos de seguridad, cargados con modernas espadas, pequeñas, que entran
bajo el sobaco y dejan besos que queman hasta la muerte, y que nunca usaban ni
usarían porque no había ganas de intercambiar nada por un par de balas, pero
que servían de potente disuasor a los que temían quedar bajo las redes del
ultimo velo de la araña tejedora de los cuentos, muchachos que se hacían los
duros y que más de una vez mientras crecía vi llorar, cuando un aroma los
llevaba de vuelta al patio mojado de su casa, una casa de la que fueron
arrebatados por la aventura y el misterio o de la que simplemente huyeron en la
firma del contrato, el mismo contrato que he roto porque nunca he firmado, yo,
nacido y crecido bajo estas lonas, pisando aserrín, besando las hierbas de la
noche. Ciertamente era un mundo mágico en el que vivía, con pequeños, minúsculos,
excéntricos grupos que en este grupo nada tenían de excéntrico, algo que era
como un manto de ortodoxa heterodoxia cubría el desvarío de ser distintos a una
masa humana de la que nos nutríamos -y a la que despreciábamos entre actos, al
observar lo mansos que se perfilaban al matadero-. Ladrones de ganado, éramos,
a las almas perdidas las llevábamos con nosotros, había algo en su roto brillo
que las atraía fuertemente hacia donde estábamos, donde quiera que fuese,
aumentábamos en número en cada poblado, cada vez mayor el contingente que
llamábamos familia que, como toda familia, tenía secretas leyes, rigideces,
prohibiciones. Hasta la niebla se aglomera, y tantos seres brumosos no podían
ser más que una sola nube, una nube que crecía y que lloraba su silenciosa e
invisible lluvia en cada pérfido rincón de la materia, magnetizando, seduciendo
a los marginales como nosotros a sumarse, a perderse en el oscuro arcón del
olvido, intentando calmar una sed, un ansia de eternidad que, tarde o temprano
descubrirían, como todos nosotros hicimos, que el exquisito placer del filo de
las cosas se desdobla y se muerde la cola, siempre pide más sangre, más
eternidad. Ojos cansados, ojos vivaces.
A medida que vamos creciendo vamos aprendiendo nuevos trucos, alguien tiene que
maniobrar el fuego, otro tiene que abrir el quiosco, un tercero vender los
boletos, y así. Los leones viejos van quedando en el camino, misteriosamente,
pero nunca los habíamos añorado, que yo recuerde, más bien degustábamos la médula de sus huesos con los dientes antes de juntar todo para irnos a otro
lugar, como un homenaje a los caídos, que siempre vivirían dentro nuestro. ¿Por
qué he escapado? Un poco por curiosidad. Otro por tedio. Puede decirse también
por amor, por qué no, esa larva habita en cada minúsculo resquicio de las
cosas, y además de payaso tengo la maldición de ser poeta, un condenado entre
los condenados, un marcado entre los marcados. Todo me llamaba, desde allí
afuera, algo como un intento de beber de la copa de la muerte, un deseo urente
de apropiarse del manto de las cosas para desnudarlas, me arrojaba a las calles
que para mí eran un misterio, más de una vez el deseo me arrojaba a seguir los
pasos de desconocidos hasta misteriosas callejas y silenciosos umbrales, metiéndome en el saco
de su vida como polizonte comía en sus mesas, dormía en sus mesas, amaba sus
cuerpos. Alguna vez iba a pasar que no iba a querer regresar. Presiento, de
todas formas, que ya han puesto en marcha los mecanismos para buscarme. Todavía
tengo mucho que darles, todavía les sirvo. Por suerte me han enseñado todo lo
que saben, puedo esconderme, escindirme, moverme gris entre los seres grises y
jamás volver a pisar un arrabal, aunque sepa cuánto tientan las luces cada vez
que se anuncia en los pueblos que ha llegado el circo.”