La Literatura es básicamente un oficio peligroso, dijo Bolaño. Aquí estamos, sin timón y en el delirio.
lunes, 4 de marzo de 2024
Facundo contra el Pibe Porrno y los Vampiros
domingo, 18 de febrero de 2024
— E: Chango, ¿qué onda con todo esto?— ¿Para dónde se dispara cuando por la espalda te disparan? —dijo el chorrito de la esquina (ChE).— E: Eso que dijo estaba fuera de lugar, después de veinte puñaladas, se justifica cualquier uso de la fuerza.— ChE: Vos bailabas y decías cheques, cheques, cheques.
(Señala al entrevistador con sonrisa irónica)
— E: Oh, Dios, ¿qué puedo hacer?— ChE: La calle se complica, con tanta basura tapando los ojos de las personas, de la “gente de bien”, que no ve el agua acumulada en las orillas de la vereda y se queja de las inundaciones. Cosas así, caminatas sin sentido buscando un símbolo de pan, unos mangos, básicamente, en bolsillos ajenos.— E: Un cúmulo de violencia se subraya en el fresco de la Comedia Humana.— ChE: Acá robamos, allá nos roban. Acá matamos —y nos matan, señala— por un mendrugo de pan, por un gramo de soma, por un ardiente despertar en un hoy que sea distinto, ¡por favor!, que sea distinto; esta vida no se puede llevar, no se puede transportar. Me gustan los saqueos, eso sí: antes que llevar veinte kilos de pan, prefiero llevarme veinte lucas verdes, con los que puedo nublarme los días por unos días, y además comprar los veinte kilos de pan.
(Se detiene a fumar un cigarro armado, con aroma extraño. El discurso censurado del otro no lo deja hablar y se nota, de vos a vos con la propia voz; no permite visibilizar la miseria en la que nos sumergen, a él y a este entrevistador por igual, los de arriba. Por suerte están los socios del desierto: todo esto no es el paraíso)
— ChE: (prosigue)…Dios nos atiende en todas partes, y no está en ninguna. Los reclamos al libro de quejas, por favor, nos dicen, pero no sabemos escribir. No nos interesa escribir más que lo que nos importa tapar los dos agujeros, en del medio de la panza y en del centro de la espalda, donde nos muerden las balas.— E: La tecnología al servicio del orden y del hambre, solarísticas balas que no son metáforas, más bien, son dulces amantes de lo real, del mundo real.— ChE: Las cadenas se cortan por el eslabón más débil y las señoras de bien y los bigotudos de siempre sólo ven al pibe chorro en el espejo. No se ven, vampiros, despojándonos la sangre de los días.— E: (reconoce y divaga) Somos hermanos terribles, comiéndonos la carne del invisible, que se agolpa en las villas, al costado de ciudades y autopistas que recorren continentes de sur a norte, el trafico imparable de hormigas, moviendo hojas verdes hacia el hormiguero, donde descansan las rémoras…— ChE: (acota) …los zánganos que se quieren coger a la reina, una gorda que no mueve un pelo pero digita los movimientos del colectivo pueblo, favoreciendo la pornografía interespecie de abejas y hormigas, de lobos y ovejas, de parásitos y huéspedes, amigables sin saberlo y, a la vez, mostrando los dientes…— E: (concluye)… entre los que quedan pedacitos de carne cruda.— ChE: (tararea) Yo sé que algún día me iré a un planeta sin nadie, y no veré más calles. Sé que algún día me tapará la sombra, la cárcel o el cajón, tapado por la tierra.— E: ¿Entonces terminará el lamentable oprobio hacia el que los vemos arrojados?— ChE: Cada cual en su rol, culpa del guión inmanejable de la Comedia.
(Reenciende su cigarrillo. Reconoce que está fumando marihuana. Un silencioso musical fluye entre las hojas. Matamos árboles para imprimir billetes y libros para que lean los pudientes, para que se tapen los ojos los hermanos más críticos que no salen a hacer presión para que cambie la malaria, presos en su torre de marfil. ChE continúa)
— ChE: Cuando el agua le llegue al cuello, a usted y a los de su calaña, van a ver que diluviaba para todos, tal vez, y tal vez sea demasiado tarde. Nosotros vamos a lo del transa, donde por lo menos me ven hasta que pago el salario obtenido de la tracción a sangre del mundo. Nadie me tapa los agujeros…— E: Algunos levantan muros, circulan fármacos y opio tecnológico. revolviendo el caldo del guiso elemental de la humanidad, agolpada en cárceles de miedo que se erigen para esconder las almas…— ChE: Para que nadie las vea, que nadie consuma, salvo un insecto terrible: el que vive en cada oscuro rincón, desde tiempos inmemoriales, desde antes de los almanaques.— E: Todo siempre estuvo en el mismo lugar, la selva nunca fue civilizada.— ChE: La civilización es un grotesco teatro de cartón, el hombre devorándose al hombre, al mundo, a las cosas, víctima y esclavo de elementales leches, de la voluntad como representación del ser, de la falta de compasión del hombre sobre el hombre; Adán cogiéndose a su hermana para multiplicar la raza. Hasta ahí todo bien, ninguno tenía ombligo, aparentemente, el incesto estaba aprobado por los de arriba. En un planeta azul se da el experimento en el cual la pena de muerte es lo único cierto, lo que cambia es el método de administración. Dependiendo del grosor de las cuentas, los números de siempre, cambian los muros, los fármacos, el opio.— E: Pero la cárcel es la misma para todos: la muerte siempre al final del túnel, el sinsentido siempre al servicio del poder que otorga el sentido, que dice esto es bien y esto es mal y vos sos un hijo de puta al que tienen que tirar cucarachicidas los ratis.— ChE: (retruca) Está mal el canibalismo, si vamos a ver mirémonos todos en el mismo espejo. Hay venenos que queman más rápido que otros, hay venenos pacientes, hay venenos deliciosos. El mundano mundo lleno de venenos que sólo unos pocos no beben, o creen no hacerlo. Prefiero pintar una pared, dejar un testimonio, vivir al contado, en el eterno presente, el dolor decadente nos susurra que no hay después, que el fuego nos devorará a todos. El mundo nació para acabarse. No me justifico, algún día, ese perro que llaman dios hará justicia, una justicia que no se aplicará vertical, entre dos hermanos separados por una chapa y un caño, y entonces sí daré cuenta de mi violencia, cada cual dará cuenta de su violencia, y nos iremos apagando en el silencio que prolifera en el universo y todos seremos el mismo polvo de estrellas ninguneadas por la nada.
Siempre solos, es la verdad. La decadencia del abrazo, se lee en los diarios. Ya casi nunca salimos, casi nunca atisbamos otro ser: los compañeros de vigilia están, tal vez, tan ciegos como nosotros, pero les funciona el olfato y se dibujan los problemas de una forma divertida que es como sonreír con la lengua afuera, o con la boca inmóvil, o sonreír sin boca, si acaso se pudiere, en una música trémula, silenciosa.
Siempre solos, en la decadencia del abrazo, en estos tiempos violentos en que deambulamos como zombis, recorriendo calles post-apocalípticas, rodeados de pestilencia y desidia de los restos de mundo que se olvidaron de llevar, en el saqueo, los Conquistadores de la Materia.Deambulamos como zombis en la soledad existencial de corazones ausentes sin aviso, con las suficientes millas acumuladas, en interminables viajes narcóticos, como para no volver más del sueño de una utopía posible —sueño que soñamos para no dar lugar a esta distopía radical que es ya un delirio colectivo: la humanidad con las riendas del mundo, a cargo su narrativa, repartiendo y circulando miseria.(As above as below, they say, and it’s a rotten alchemy taking place, to make poverty from working class heros).Civilización, ¿por qué nos inunda la tristeza?La lúcida ironía alienta el deseo de que algún fuego barra con todo esto, con este barro mal cocinado, la descendencia del primer mono sobre la Tierra, que en un explosivo cóctel de amnesia y megalomanía se denominó rey de la creación, desatando este perverso dominó megalítico, del que ahora, ahorita no más, quiere desprenderse, antes de que le caiga la penúltima ficha en la cabeza.¿Por qué nos agarra la garrotera cósmica al pensar en la maqueta de la materia, en la verborragia de calles vacías, de dedos ávidos de tacto, de ojos rojos, bocas vacías, huyendo de la hegemonía conservadora que ensalza el pan, y lo entroniza, y lo pone sobre el altar, sobre la vidriera, lejos del hambre del hombre?Guau, cómo ladran los perros.Los convidados de piedra de la historia, quedándose a contar lo que puedan (deducir) de los escombros del mundano y vacío mundo corporativo, lleno de grietas, de plásticos rotos, de latas oxidadas, de papeles sucios. Pieles raídas por la intemperie y la indiferencia, satenes fluorescentes, llenos de nada; condimentos insulsos, derramados en las veredas.Es difícil caminar sin pisar un entierro. La vida, como un sendero de cadáveres sin nombre, el abono del futuro ofrece la suela a las voces del pasado.Al final, había que beberse todos los venenos del mismo supermercado; eso era el arte, un sendero despintado, cubierto de malezas, antiguo, cansado, vencido, lleno de huellas extrañas, difícil de caminar, pero vos, imaginario lector, que ves en el cielo una armonía fantasmática que cae para recircular el juego que anda dando vueltas, vas a volver a vibrar. Hay ejercicios espectrales que obligan a susurrar, a pasar sin dejar huella, a desatar la enredadera entre los cables. Trabajar de jardinero, poniendo a punto el jardincito por el cual pasean los caminantes, como para que puedan figurarse un destino o su comedia, maravillándose del círculo o encaramándose a caparazones de terror.Cerramos por obligación (que esto se diga).¿Quién se acordará, si aquí hubo algo más que un paréntesis?En eso, el muchacho que monta el viento se propuso llenar de rayas algo que sería como tachar, como el desmoronamiento anual del Perito Moreno o del Día de la Marmota. Todo muy seteado, acartonado. Jamás salimos, no hay diferencias entre dentro y fuera. No se ve que hemos pasado infinita cantidad de veces, ofreciendo el hígado al Cajero, águila calvo americano, y sólo compramos la ilusión del fuego — compramos la ilusión del fuego, en una relectura inagotable del Cantar de los Cantares, un pasar la lengua pérfida por el anillo del Sabio— en un eco que rebota en la Nada.
EL INTRANSIGENTE
San
Ramón del Talar, XX de XXXX del XXXX
Sección:
El oído indiscreto escuchó…
Delirios
del arca, Noé, y lo que no é’, no é’.
Sabiduría
popular.
Lo imposible
no existe, en tanto no tiene posibilidad de ser. La falta de concentración no converge
en interés por la dilución del éter mental en sustancias vaporosas, sino que se
expande hasta borrar el sentido de límites y hacer de la angustia el campo de juego
de la vida, el desierto vacío sobre el que el humano vuelca las representaciones.
Algunos
seres no pueden manejar la desnudez del mundo, el acompasado acordeonaje de las
olas de la historia, contándose siempre igual, porque la rueda nunca se movió y
seguimos en la misma hoguera, contemplando la primitiva noche de los tiempos.
Algunos
seres no pueden soportar el horror vacui de lo real, por lo que sobre ello
arrojan, echan a batallar en un duelo mortal, dos bichos, dos plásticos alfiles
—blanco y negro, lo simbólico y lo imaginario (nombrados, petulantemente bautizados
durante la exploración abisal que un piojoso francés, con pasaporte y todo,
hacía de su propio miembro laberíntico, no pueden soportar lo real y le arrojan
al vacío hasta la explicación que un francés hace de su pija, jatefi vos; qué vamos
a saber nosotros de superestructuras imaginarias, acá el sol sale por allá, se
pone por allí, aquélla es la estrella del alba, eso de ahí abajo es un sauce,
ése otro, un caballo bayo, eso un río, esto una mano, y eso que sentís dentro
tuyo es dios, y está dentro tuyo, en el río, en el caballo, en la estrella, en
el transcurrir del tiempo).
Largos
caminos de tierra nos separan… o tal vez, como acordes armónicos discurrimos
por el mismo camino, por veredas diferentes. En la vereda del sol ocurren cosas,
porque no puede no ocurrir nada, entonces una voz, como arrugada, nos comenta
cómo van cayendo las gotas de luz al baile y es el sol y es la pintura
representada por el charco soleado de la estrella —el foco del artista estaba
en alguna parte para poder mirar y entonces fue el sol; así se hizo la luz, y
el cliché del aplauso.
Lujuria
por la vida. Como cortar una flor invisible (que sin embargo puede verse) es
esta charla, este parloteo solitario, este ninguneo de uno mismo en un intenso bullying mental; se van peleando los pensamientos,
de una forma tremenda, salvaje, darwiniana. Tan salvaje que conceptos humanos
como los del Mono Carlos quedan infinitamente chicos, y el sentido de la
gramática no tiene ningún sentido, más que para nombrar como desorden a las
actividades extracurriculares del tercer ojo, o cosas por el estilo, y algo
como un torrente de baba cae sobre la nada, sobre el piso polvoriento de calles
que nadie barre, a las que no llega el personal de alumbrado, barrido y
limpieza del universo, y sobre las que las fieras y las plantas más hermosas
encuentran su libertad terrible. Cae la baba de placer, más allá de su
principio, de su porosa frontera, cae y se divierte, en el encuentro con la poesía;
se deleita, presurosa para terminar, volcánica, derramándose en otra boca,
sonriente, que, sin sospecharlo, sin recordarlo, se había dado cita con un
chamanauta en las profundidades del desierto.
La
idea sería instalar la tropofilia.
Trópicalia.
Cuántas
veces lo dijo, sólo para poder pensarlo después, trayendo la imagen, montada en
una rueda cósmica, el deseo siempre
prefigurando al placer —siempre: aún esos placeres repentinos, sorprendentes,
son precedidos por un largo deseo, una especie de predisposición para la magia,
para el ofrecimiento de una vida que se come como viene, bien cruda, sabrosa.
Trópico
de cáncer.
Con lo
que le gusta que le laman la punta de la pija, al gatito. Lo dijo, lo
prefiguró, y el salto...
Se
detiene ahora en tímidas alegorías, para
decir que no dijo, que no pensó en el acto, que no precedió al salto, el
lujurioso cuadro de la diosa, paseándose, deteniéndose curiosa por su falo, mojándolo
a lo largo y a lo ancho de su frenético latir; casi imposible detener la imagen
que estalla en un soporoso vaivén.
Pero
no lo dijo, no lo pensó, es algo que viene por añadidura al acto de dibujar una
imagen, se dijo, la freudiana imagen del principio del placer. Un ejemplo
paroxístico, para entrarle por algún lado al ladrillo, las obras completas de aquel
chinchudo pelado cocainómano.
Prólogo
a la edición del año 302 después del Cisma; hubo obras que se han perdido para
siempre, y, más importante, el hombre entró en el tramo final de su masivo plan
para cagarse en el mundo y destruirlo, matando árboles a granel, fumigando
especies, desmalezando al planeta de su barbarie dejando, eso sí, al mono más
cruel de todos a cargo del asunto.
En un
principio los árboles miraban con cierta ternura cómo los hombres renegaban de
su naturaleza terrenal —de su ser hermanos con todo lo que los rodeaba—, y no
se preocupaban en demasía, por verlos enfrascados en el acto de esconderse en
cuevas, o de fabricar hogares, o también en cierto momento, luego haber
visto cómo un rayo partía a uno de los suyos, comenzar sus intervenciones para
manipular y creer domesticar al Fuego —aquella divina entidad habitante de otra dimensión que en ésta tiene la función de activar el
Movimiento y también la Purga—. Entendían que se encontraban con un ser todavía
en la cachorrez del sentirse Vida. Pero en algún momento, sin que ellos dieran
cuenta del asunto, empezó la Caída.
Todavía
no sabían cuál había sido el movimiento que la aceleró, pero desde entonces,
todo lo que el hombre tocaba se diluía en la podredumbre, en un charco de
mierda. Hasta sus esfuerzos por evitar que se cayera la estantería aceleraba el
proceso —aunque aparentando jamás
llegar a terminar el castillo, una kafkiana pesadela tropofílica de Aquiles y
la Tortuga, nene, el deseo prefigurando el placer, el hombre rondaba la vida (que
prefiguraba la muerte, que prefigura a la vida; la rueda que empujaba Sísifo,
bailando desnudo, atrás de las colinas).
Cosas
así, una comedia siestera de enredos labiales, un relinchar contento luego de
haber posado los cascos en el fondo de los charcos de la Garganta del diablo, un…
¿cómo llamarán los caballos a su deambular? ¿Cabalgar? ¿Caminar?, bueno… un
eso, erguidos, con el cogote estirado, con las orejas en constante movimiento,
la risa, todavía no saber si lo dijo o no lo dijo, todavía no entender que el
olfato era otra forma de comunicarse y que incluso los fluidos corporales
podían utilizarse para enviar mensajes, para decir un nombre, una ubicación,
enviar y recibir datos sobre diversas actividades y roles en el mantenimiento
de los grupos; los vínculos filiares.
Chamigo,
qué delirante el aire que se respira en estos comicios. Cosas de tener al
viento de amigo. Amantes de los cambios, del ingreso a chapotear en los lagos
subterráneos del desierto para salir más frescos a agitar palmeras dormidas,
proféticamente nos desplazamos de acá para allá, intentando estirar al máximo un
hilo muy delgado, que encontramos deshilachándose del tatuaje de las cosas,
para desnudarlo a sus ojos, señor, señora, para ofrecerle una mano servicial,
una sonrisa inocente, unos ojos cansados pero alegres, que le dicen bienvenido,
bienvenida, al desierto de lo real.
Existen
entre los mundos seres a los que llaman traficantes de palmeras. Hay algunas
que dan noticia de fenómenos climáticos; son el tesoro más íntimo de los traficantes.
Por la
corriente fatídica de lo cotidiano hay un surco, un pequeño sentir, una fluente
subterránea, profunda, que discurre dando forma o sosteniendo el correr —el
sentir— del agua en movimiento. Hacerse el muerto para ver quién llora, en
otras palabras.
Afuera
vinieron a buscarme, dicen que son de Transportes Ambientales; no sé qué pude
haber hecho. El teléfono suena. El timbre suena. También golpean la puerta, que
suena. Violentamente. Un gato me muerde los pies; todavía no conoce su
verdadero nombre. Tal vez nunca llegue a ofrecerle la posibilidad de la
muestra, ahora que vinieron por mí. Quién sabe si no volverán por él también.
Me
había hecho el boludo, como pez fuera del mar. Todo el mundo quiere olvidar,
decían en la calle, y la calle se sumía en un olvido silencioso. Todavía recuerdo
el zumbido del viento, acercándose clandestino, por la espalda, hombre solo y
loco hacia el sur en la continuidad de los por qués. Cómo mata el viento Norte,
psycho killer taladrando las baldosas
de las plazas, levantando las barreras pérfidas.
Me
patean la puerta y ya empiezo a sentirme perseguido. Afuera suenan bombas de
estruendo, bocinas y sirenas. El ordenado caos del hombre cocinándose, todavía cocinándose, pobre hombre,
desconociendo la verdadera naturaleza del caos, dejándolo a un lado, haciendo
el sonso porque el gato, el gato está mordiéndonos los pies.
Los de
Transporte están pasando a la segunda fase de su molesta invasión: ahora golpean
las ventanas, molestan a los vecinos, juntan firmas, arman focus groups, para preguntar si revientan la tapuer a patadas o simplemente
se hacen pasar por algún familiar preocupado y llaman a mi psiquiatra de
confianza, al que le tengo tanta confianza que le dejo manejar el cloruro de
potasio con el que me hago las correcciones endovenosas de mi hipokalemia
severa periódica (hipokalemia que, por otra parte, el mismo doctor me
diagnosticó de forma absolutamente abnegada).
Bueno,
ya es demasiado, voy a abrirme. El golpeteo se traslada a la cabeza de una
forma sensual pero casi masoquista, y empieza un dolor delicioso, una cósmica saudade por un árbol que agitaba en una
caricia muda y necesitada, en busca de bajar hasta la última fruta para
compartir entre los hermanos.
Me
pasan una mano por el cuello, áspera. Otra mano se desliza a mi muñeca, me toma
el pulso, me coloca una esposa, me aprieta suavemente la mano en un saludo
final. Saludan primero, disparan después… la mayoría de las veces.
Transportes
Ambientales, mucho gusto, me dice, mi nombre es P.B., soy RR.PP. de la empresa,
éstos dos hombrecitos tan jóvenes y fuertes y guapos son mis acompañantes terapéuticos
y asesores en la dura realidad de la calle. Recibimos una llamada anónima que
nos dice que usted tiene uno en su domicilio.
sábado, 17 de febrero de 2024
Magoya
“La humanidad nació el día en que la mujer y el hombre decidieron dormir juntos por primera vez”.
Lo
firmaba Magoya. Un eco rumbo a la oscuridad, la pared blanca, pintada por los
pibes del barrio, los caballos mascando restos de bolsas de basura, marcas de
la civilización, como una mueca en la cara tiesa de la humanidad, heraldos del
desierto fumando sus desapariciones en la pared, los nuevos trapos, los
mecánicos temps modernes… el hijo de
puta del clochard lo volvió a hacer: se
había desabotonado los pantalones y orinaba con el miembro entre las manos
grasientas, imprimiendo su particular código poético, sui generis, eau de
riñones maltrechos por la carne y el alcohol.
La
carne es triste y todo lo he leído, dijo el lumpen que orinaba con la pija
sucia sobre la pared. Todo eso era el eco rumbo a la oscuridad y era una poesía
esférica, de disco ochentoso, una especie de libro rojo con la foto de una cara
mirando por la ventana de la nada, recostada en la pared, fumando contra un espejo,
y del humo del cigarrillo se forman cientos, millares de cuentos del desierto
post-apocalíptico de América Latina; la consigna Patria o Muerte transmutando
en un verso del profeta francés; el diablo jugando a la pelota en la plaza
calurosa de rincones olvidados; el santo durmiendo sobre la copa del árbol,
junto a todos los pájaros y las hojas rojas de un otoño delirante descansaba el
santo, que se cansó de bajarle nubes al vendedor de algodón de azúcar y se
dispone a descansar mirando llegar el alba.
Nada que
agregar a la versión de Borges, había dicho el lumpen, es ineludible.
Un
comodismo, como decir el final de la historia, entre otros hitos posmo recopilados
por Lafcadio Hearn. Había de todo en el mural: una pipa que no era una pipa,
también tabaco y por supuesto, el desierto; el ahogo sulfúrico de la humanidad en
un oasis de horror fabricado por un duplicado de Edgar Alan Pauls, contando
historias del pelo, aventuras clase B, de cine de trasnoche. La cosa, el
entrevero bellísimo de la salvaje bestia que es el amor, enrarecida,
enlentecida, iluminada por la luz del ojo clínico de un experto en pornografía.
La
poesía brotaba en cualquier resquicio, en cualquier hueco se abría espacio el
hueco de la Nada: la figuración de la náusea ya da su imagen, cínica, certera,
en un mundo en llamas sobre el que la gran bestia pop, el Artista antes
conocido como el Amor, exhibe los atributos de la heroína de la noche de la
humanidad, su vengadora, su infame redentora, sin más placa conmemorativa que
la solemnidad del cielo en cada cambio de guardia que los hombres hemos
bautizado para separar el día de la noche, el Yin del Yang.
Esos
bordes son tan finos que tienen distintos nombres: amanecer, atardecer… se
llaman distinto las dos llamas que enciende el sol, para irrumpir y desaparecer,
en un solo acto de magia en nombre del Amor.
El
Amor, tan sagrado que se guarda en la cajita donde quedó instalado el Instante,
respondí al ka’ú, una caja que dos griegos han dejado al cuidado de una nena traviesa,
y de la que han escapado todos los males —y todos los bienes—, y en la que sólo
ha quedado la esperanza, esperando al Amor, ahí se ha guardado el Fuego,
abriendo un surco en la caja para expandirse y hacer de la Caja el Hueco por el
que el Tao penetra y donde él mismo se construye, por esa ergástula oscura en
la que Borges nos pide coraje, porque sabe que el Amor es la palabra con la que
los hombres han disfrazado a Dios, para confiar en la fatalidad, para nombrar
la flecha.
Andá a
contarle esto a Magoya, masculló mientras se iba.
Pero… ¿alguien
se tomó el trabajo de preguntarse quién es, este tipo, Magoya? ¿Cuál es su
situación vital corriente, si está sano o enfermo, si es social o solitario, si
vive o mora un cementerio, si sueña o tiene sueño? Básicamente… ¿alguien se
preguntó en qué anda, si está bien, el pobre Magoya?
Déjenme
decir que no era fácil de encontrar. De esto deduje: no quiere ser encontrado o
merece ser olvidado, cualquiera de las dos, indicios de ser solitario, con unos
cuantos lustros de experiencia. Pero, como dice el dicho: si Magoya no va a la
montaña, la montaña irá a Magoya. Un ser como uno, un investigador privado muy…
tenaz, alguno diría hasta obsesivo, neurótico al punto de filmar películas de
apartamentos sobre misterios entre vecinos —en la onda del pibe aquel, Jorge
Allen (pero un poco más gore, como
para adaptarse a estos tiempos berretas, tan faltos de gusto; qué falta de
pereza, comenzamos y ahora estamos gobernados por gorilas) —. En fin… ¿dónde
iba? Sí, ¿usted, por casualidad, no sabe dónde vive Magoya?
El
tachero me pegó un boleo en el orto que me dejó frente al Locutorio, como si
Magoya, el pobre Magoya, hubiera venido por error, entrado sin querer, pidiendo
permiso para hacer una llamada, hola, ¿qué tal?, venía a conversar un rato, y
ya te empujan para adentro, con carpa se realiza el movimiento reiterativo del
pie hacia el culo, esta vez para empujarnos al pabellón de agudos del
Locutorio, ¡tanta gente hablando por teléfono!
— …pero
los locos somos los de adentro —dice Magoya, sonriendo brevemente— Ahora… ¿qué
quiere?
— Mire,
Magoya, me mandaron acá para contarle un chiste —respondo— pero como no tengo
gracia ni memoria, voy a balbucear dos o tres boludeces, usted sonría, cada vez
más, y finalmente suelta una carcajada, ¿le parecería bien hacerme el favor?
Así parecemos entendernos, a lo mejor hasta parecemos cuerdos, lo que sea que
sea eso.
El
negro Magoya, sonrie. Así que lo
habían descubierto. De su largo trajinar por las calles pintando murales
corrosivamente subversivos desde la cordillera del mundo hasta el sol de los
aztecas, sólo conservaba el acto instintivo de firmar. “Murales piqueteros”, como
él los llamaba. Había pasado a la clandestinidad del encierro en un hospicio de
Salud Mental, para disimular, ahora que la policía tenía la costumbre de
tocarte la espalda con una bala para preguntarte después.
— Sr. Magoya,
mi nombre es Esteban Veloso, trabajo para el gobierno, soy Inspector Provincial
de Paredes. Eso públicamente, pero hoy… vengo de parte de un hombre, del hombre.
Algunos lo llaman Fidel, cuando salgamos le adelanto lo que sé. Mientras tanto,
no levante el avispero, no haga preguntas.
— Matías
Goya. Ma.Goya, mucho gusto.
El Intransigente
EL
INTRANSIGENTE
San
Ramón del Talar, XX de XXXX del XXXX
Sin título
Rojos
llantos de ojos
rojos,
perforados
por
la flecha
Destino,
hurgando
en
el espíritu, la bifurcación
de
cuatro manos,
de
camellos salvajes,
de
la linterna ciega, ciega
compañera
del bastón, ciego,
sin
cruz
el
ave renace, sabia,
blanca
y dorada, llena
de
fuego,
quemando
telas,
mantos,
velos
en
el camino de hierbas
de
arena y piedra,
tornasolados
rayos
donde
el ángel va
a
posar las alas,
los
lagos,
para
tensar el arco
que
se dice Espacio-Tiempo
y
es
otro
vestido,
otra
piolita,
en
la que danza la estrella
llena
de luz,
de
Universo,
de
Caos.
¿Qué
versos puede escribir Uno en colinas ausentes, arrancado a silencios absurdos y
burdos, que cubren los campos del Miedo?
“El
Amor empapa Todas las Cosas: hasta en este campo yermo ingresa el Viento”,
silban los Árboles su canción aterciopelada, llena de savia. Escúchame, en el
Silencio, en el ruido sordo que hacen los grillos por encima de motores y
gritos; escúchame, en la Piel Desnuda, que escribo sólo para un par de ojos,
con las plumas tornasoladas del ave aquel
que viene a picotearnos la inseguridad, alumbrando, intercambiando sal por arena;
dolor, por Agua sabia; limpiando, acariciando, solemne, dichosa, los lomos de
la Tierra.
Tontas
promesas, violetas, que valen más que el papel en que se inscriben, y perfuman
sueños; lágrimas de barro, de este
cuerpo de hombre, que intenta dejar de darle migas de pan y carne al insolente
ego. Este hombre, uno que crece y nace, sin orden, sin anverso ni reverso,
simplemente desnudo, verso, crece, y
ama, y llama, compañero, a compartir, placeres y sabores, del espíritu y de la
sangre, desnuda, verso, toca con los
dedos la Piel del Ser, el Verso, y besa, el Aire; besa el Suelo, pasa la escoba,
limpiando el Jardín, para recostarnos, llegando lejos, tendernos entre las
hojas.
Cómo
se ríe, la mente, del lamento ante una plaza vacía. Se ríe, al otear de reojo,
porque sabe: vacía de gente, los verdes entes, espíritus o seres, hablan entre
sí, mientras susurran los grillos su música (nocturnos que harían sonrojar a
Chopin y su piano) para los hombres y sus ruedas, para sus bancos, llenos de
zetas al revés. Ríen las zetas, creciendo a la sombra de los árboles, en sus
húmedos y silenciosos hogares, los pastos y los yuyos crecen.
Definitivamente
sospechar que la Naturaleza sobrevivirá al Hombre, rebelde muchachito que va de
casa en casa poniendo techos a sus noches.
¿Cómo
se prescribe la receta? ¿Habrá que curarse de Humanidad, de aquellos vicios
malentendidos como progresos, o entendidos como mal menor, una mala hierba que
podría eventualmente arrancarse?
Frescas
semillas guardan un futuro, juegos de luces y hojas, viniendo por las mañanas o
las tardes a introducirse en estructuras de hojalata, en sospechosos toboganes,
en musicales hamacas, en calesitas mandálicas que guardan en reposo, siempre
potencial, la energía, para movilizarse hacia un lado, hacia el otro.
Hay
que ver los carteles, ejercer este periodismo silencioso, tímido, entre
ladridos y siluetas de gatos que se encuentran siempre por las noches, en mitad
de calles grises y mojadas. Hay que hacerlo: el cuerpo pide, instintivo, el
movimiento del rodillo de la mente, que se retuerce de risa, se desternilla
entre canteros y sospechas para llenar de palabras las ausencias (porque
siempre son varias, y múltiples como los fantasmas), arrojando el humo fresco
de los nuevos trapos rellenando los pulmones, intercambiando sólidos las
minúsculas partículas de átomos que rodean los cuerpos y llamamos atmósfera.
Entonces
izamos una bandera invisible, sonrojados tiernamente ante la infantil
perversión de rellenar los instantes. Jugamos, nos deslizamos, ronroneantes, entre
plumas y hojas secas, saboreando a cada paso extremos inmensos de túneles que
se forman sin necesidad ni de piedras ni de remover tierra. Se ríe, elegante,
la mente, escarbando peldaños abusivamente absurdos, que ni siquiera piden
lógica para existir; existen, simplemente, se perciben, se sienten, cuando uno
es verdaderamente Uno y pone abiertamente la oreja abierta contra el suelo.
El
aroma universal del Todo nos empapa y nos dibuja, nos mueve, nos mece
lentamente, y las palabras cumplen su función y tocan, verdaderamente, la cosa.
O más bien, la cosa las traspasa, las transfigura, las limpia, hasta hacerlas
transparentes, como la hache, que la tiene clara y se pronuncia casi siempre
sin pronunciarse, a menos que se junte con buchones como la ce, para chamuyar
chancha sus chismes, o cantar llorona los chamamés de la Tierra, dulce Taragüí
de lenguas y fuelles que acarician los nervios de dos o tres gauchos machotes y
machados, dándoles caricias de hormiga al alma.
¡La
pucha con el Hombre!, dijo uno, y apagó las luces.
jueves, 15 de febrero de 2024
.Inundaciones.
La
función de la Poesía es volver más puras las palabras de la tribu. Vienen a
buscar al paria, al condenado al olvido y el silencio, cuando la suciedad se
apodera del discurso y se desempolvan palabras caídas en los rincones más
oscuros de los estantes de la morgue.
¿Quién
lo busca? ¿O acaso surge espontáneamente, como pústula a punto de reventar con
la decadencia del colectivo pueblo cargada a sus espaldas, cántaro lleno y
vencido en el que abreva su lengua para limpiar todas las lenguas?
Juan,
el orate, bautiza con agua, gritando, clamando durante lo que parecen cuatro
centurias en el desierto de San Ramón del Talar, naciendo y muriendo, naciendo
y muriendo, interminablemente.
Predijo
la llegada del Diluvio, que lleva hoy ya sus cuantos días sin cesar. Predica
también su final.
Juan,
el loco del pueblo, tátara—tátara tátara, cae la lluvia— descendiente de
Casandra, grita. Y llora, sucio y solo, congelado de lluvia en la plaza sin que
nadie lo escuche. Lo oyen, pero no lo escuchan.
— Pobre
Juancito, desde que sus padres se murieron no tiene a nadie, no tiene quién lo
cuide.
— Siempre
fue un poco raro, pero antes lo tenía a don Zacarías.
— Trabajando
a destajo en la librería para que no le falte nada. Un santo.
— ¿Y la
Isabel, que lo mimaba en la casa?
— Una
pena lo del accidente, la verdad.
— Y los
dos así, de un saque, ¡plaf!
— Ay,
¡Mabel! ¿Tan cruda hay que ser? ¡Dios mío!
— Está
el tío, ¿no? No es que está solo… El periodista… ¿cómo es que se llamaba? El
dueño del diario… ése le mantiene la casa y todo, no sé por qué Juancito se fue
a vivir a la plaza…
Las
señoras parlotean ante la mirada del párroco, que asiste silencioso al
espectáculo, y asiente; los tres, desde el interior de la parroquia sólida, ven
al muchacho temblar con el agua en las rodillas.
“Todo
verdadero cambio de experiencia del Tiempo es un ritual que requiere víctimas
humanas”, lloraba Juan, disfrazando replicante, sus lágrimas en la lluvia, “he
visto cosas que ustedes no creerían”.
¿Tan
mal está?, preguntan las empolvadas al cura, que parece darles la respuesta polisémica
del silencio. También estaba la opción del silencio como cierre del abanico y
gesto del mago, dando ilusión de apertura mediante la selección de tres o
cuatro escenarios probables del que estudiar sus algoritmos y ante los cuales
ofrecer respuestas mecánicas, ensayadas.
Cuarenta
días antes de la lluvia, un miércoles cualquiera, nublado, Juan dejó para
siempre una casa ya vacía sobre la calle Taragüí y se instaló a balbucear en la
plaza, desde la aparición del lucero hasta la reaparición del lucero.
Conversaba solo, en realidad. Al principio llamó la atención de todos en San
Ramón, y en tandas de diverso número a lo largo de los días el pueblo entero asistió
a la novedad. Luego, aburrido, indiferente, pasaban de ella.