jueves, 30 de agosto de 2018

Caniche Toby

por Gregorio Marman











- Compañero, la igualdad implica en lo que concierne a la riqueza, que ningún ciudadano pueda ser tan rico como para comprar a Otro, ni tan pobre como para verse forzado a venderse-, escuchó.

Oh, qué náusea. Se sentía enfermo, Tobías. No le gustaba ese comunista de Juan Santiago, eso de la igualdad y la riqueza era de una blandenguería inaceptable, al menos para este rincón del mundo. Por suerte, hay cosas que van proscribiendo en la reescritura del orbe, barcos que se estrellan en la Nada, antes, justo antes de llegar al puerto.

Nos dicen oligarcas, ¡ja!, ¿Qué saben de la oligarquía? Más metros cuadrados de tierra y cabezas de ganado que familias, más empleados a los que bautizamos con el apellido de papá. Y guita… no sé por qué pero los billetes de ahora con los colores y los animalitos quedan más lindos. Emprendedor, como los grandes de la Patria, se dice Mëdric, mirándose al espejo. Debería afeitarme el bigote, ya me están creciendo los vellos otra vez, piensa.

Titubea, camina solo por el chalet alquilado. Piensa que estar a cargo de 17 de Octubre lo está envejeciendo rápidamente. En vez de hacer un fútbol cada siete días debería jugar dos o tres veces por semana, mientras puede. Salir disfrazado para ver a Juniors los domingos y los jueves de Copa no le gusta mucho, pero es un vicio que no puede dejar, la cancha, y por el momento el horno no está para bollos, con todo el movimiento que hay dentro y fuera del matadero.

Recuerda que había intentado relanzar el equipo de la empresa pero en el torneo interempresarial les fue como el culo, y tuvieron que rajar al Peludo, el genial técnico que su asesor les robó a los Mapuches. No había feeling con los jugadores, escuchó que le decía Jung Acevedo, el famoso delantero, con quien se mensajeaba en la concentración. Siempre le gustó la información privilegiada. Después de todo, era su equipo. Encima jugaron en Siberia, ni Fiodor había podido salir airoso de esas tierras áridas, y eso que tenía más pasta de jugador que su amigo Mick Ferragutto. Qué manera de hacerse mala sangre, ¡deus!

Ah, el matadero no es el cuco, dijo. Se moría de la risa con las confusiones que el mismo incitaba, todo a su alrededor era confusión, en la confusión reinaba, en la confusión se sentía cómodo. 

Bla, bla, bla, hablaba de las nuevas formas, pero era tan torpe, se le caían las palabras que tan bien le habían ordenado en la estantería de su boca, hablando de las nuevas formas, de las variantes de la energía, de los cambios de estado climatológicos, de un pasado iluminado con sus focos, un pasado execrable que como todo pasado no existía más que dentro del discurso del evocador. Y de sus parlantes.

Asustado cuando se iban los parlantes, oía las voces en sus auriculares. El pasado no existe, le decían, el pasado puede ser modificado. En el quincho de su country alquilado al Estado se paseaba con los auriculares puestos, aprendiendo de memoria el orden de la estantería que iría a derramar en los parlantes.

No existe el cuco, dijo, están mal informados. No los culpo, la lluvia torrencial debe haber dañado las telecomunicaciones. Lluvia de mierda, decía, mirando el piso. Si hubiera mirado hacia arriba tal vez hubiera visto el defecto en el sistema de riego del patio. Pero miraba al piso, un piso enchastrado donde se plantaban los yuyos. Le gustaba la medicina de antes, las plantas verdes, bien verdes, pero aparentemente no se afirmaban bien, sólo conseguían brotes de maleza, el ojo del jardinero engorda el plantado, o eso escuchó alguna vez que decían los que sabían. Entonces los jardineros se las llevaban lo más rápido que podían. Van a un lugar más acorde, tranquilo, no pasa nada, decía uno de los cultivadores, cargando el camión, mientras se despedía.

Distante pero fiel, Patricio Cow le guardaba las espaldas, nada de medidas “a la brasileña”, le decía a Don Tobías Mëdric –y repetía para los parlantes-, como si los brasileros hubieran inventado la pólvora. Siempre con la jerga roquefort, militaroide, que tanto le gustaba –y le gusta- al Pato. Y a Tobías, por supuesto. En los ratos libres miraban series de Netflix, o buscaban tesoros enterrados por John Silver en el patio del Matadero, containers hechos de rastis llenos de botellas de ron.

Ignífuga la situación, una carcelaria cacofonía invadía las calles, volvía a circular el miedo entre las góndolas. Venecia está tan lejos, pensaba melancólico. 

Si me pongo loco puedo hacerles mucho daño, dijo en una rueda de prensa, y muchos entendieron. Algunos se asustaron con el grado de psicopatía, a otros les pareció más bien triste la pantomima. Pero, ¿cómo podría saber cómo actuar? Nunca tuvo la dicotomía moral de ceder el asiento, nunca viajó parado, porque nunca se subió al colectivo para volver a casa.

- Tobías, ¡Tobías!

- Abuela, no jorobe, por favor.

- Señor Mëdric, disculpe... tendremos que filmar de nuevo, la idea es que se vea cansado pero preocupado y amable. 



sábado, 25 de agosto de 2018

sábado, 18 de agosto de 2018

Pinturas de guerra






Alguien construyó la alfombra. El periodismo produce hechos, ya no los comenta. Se habrán aburrido. Dice un dolape que donde hay poder, hay resistencia, es cierto. Todo se va plegando simétricamente, las cosas que existen perviven sobre la alfombra. Al ángel redentor de la historia hay que ir a buscarlo al tacho de basura.

La resistencia existente es aquella que necesita ése poder para persistir, para ser. Las luces alumbran a los tocados, esos buenos muchachos tienen respuesta para todo y nunca se bajan del caballo, aunque realizan sus visitas higiénicas a los pobres nunca les faltó un mendrugo. Visitas que, por otra parte, luego de realizadas repugnan sus inconscientes, tan privados y personales, pero es algo que hay que hacer, se dicen mientras se limpian los dientes blancos, una necesidad, pintar de cartón el mundo para moverlo por detrás, ese estilo de historias para dormir de noche. Luego de cada timbreo lavarse las manos con alcogel, la cabeza con nieve nasal, los ojos con retiros en Chapadmalal. Otra que la máquina de pescar pájaros, la eterna profilaxis histórica, que no se nos vaya a pegar la miseria.

Y mientras tanto los de abajo siempre deambulamos a pie, las plantas gruesas y descalzas, las manchas de viejo barro. El deseo es el motor del cambio, el instante previo a despertar. La resistencia se realiza deconstruyendo la dialéctica esclava del poder, un poder que no ha cesado de vencer. Ojo con dejar que se privatice la libertad, con creer que la sangre derramada será la bebida de los de abajo. Darle lumbre a la esperanza, eterna fumanchera en las esquinas, acompañante de utopías y sueños populares, blanquicelestes.

jueves, 9 de agosto de 2018

Una historia en tres actos

Presentamos un escrito de nuestro nuevo colaborador, el señor Sebastián Trujillo.





I. ORIGEN y FE

Creo en vos DIOS
aunque se que no EXISTES.

Porque si creo en el sol,
porque si creo en la flor,
habrá luz y calor,
habrá perfume y color.

Creo en vos DIOS hermano
porque sos vos
el que me ayuda cuando me caigo
¡Ya sé que no es EL¡
Yo sé que no EXISTE.

Déjenme con mi extraña fe,
feliz y engañado vivir como sé,
déjenme…. ya sé,
DIOS no EXISTE……pero ES.


Cuando en los albores de mi adolescencia, el “mono” Sotelo Borderes me entusiasmó con la lectura de la filosofía, allá en la “Sucursal del Cielo” como se conoce a mi pueblo natal, entre tantas cosas que leímos en el refugio de su pieza escuchando a Gieco, al “flaco” Spinetta, Hendrix, Led Zeppelín o Deep Purple, se encontraba esta poesía que nunca supimos de quién era.

Finalizada la secundaria él partió a La Plata a estudiar filosofía y yo a Corrientes a cumplir con el mandato de la clase media: tener un título universitario.

Papá bohemio y mamá docente, mezcla explosiva por las miradas diferentes en cuanto al orden de importancia que tenían para nuestra formación y nuestro futuro el culto a la amistad, el desinterés por lo material, la solidaridad, el cumplimiento de la palabra, la formación profesional, la responsabilidad.

Creo que por suerte nuestros ADN tienen dosis muy equilibradas de las inquietudes de mi madre y de la bonhomía y bohemia de mi padre. Fue esa parte de bohemia la que me empujó a la búsqueda despreocupada de las verdades de la vida y al culto absoluto de la amistad hasta que, en un punto, la visión de mi madre respecto al futuro adquirió preponderancia y me tomé el tren a Corrientes.

Rápidamente quedaron atrás los delirios del ser o del no ser y me metí de lleno en la aventura universitaria y, entre las tantas cosas que quedaron desatendidas y olvidadas en algún rincón con telarañas de mi cabeza adolescente, se encontraba esta poesía hasta que….





II. FRANCISCO, SU MAMA y “EL CHENTE”

En Corrientes, me reencontré con mi hermano mellizo que, varios años antes, había salido de la “Sucursal del Cielo” para terminar la secundaria, internado en una escuela agropecuaria, y al concluir, ingresó a la Facultad de Veterinaria. Las características de su carrera determinaron que la mayor parte del tiempo use un amplio guardapolvo blanco, el que junto con su figura de un metro setenta, flaco de barba y pelo largo le daban un aspecto muy semejante a aquel que murió en la cruz y rápidamente el de “Jesús” fue uno de sus apodos.

Pasamos un muy un corto tiempo viviendo en pensiones, pero pronto decidimos alquilar una casa junto con otros amigos, para que sea nuestro propio espacio, nuestro propio universo. La casa era amplia, luminosa, con un living-comedor grande, tres piezas, baño, cocina, un amplio patio y una loza hecha, seguramente, con la esperanza de algún día construir uno u dos pisos más. Sorteamos las habitaciones y en la grande nos ubicamos los hermanos mellizos, en la del medio Juan Carlos y el “enano” Gazzo y en la de atrás Marito y el “mono” Tognola. El “mono” era el único de los habitantes de la casa que no era de la “Sucursal del Cielo”. Estábamos muy contentos con nuestra casa, tanto que hasta le dimos un nombre: “Casablanca”.

Enfrente de Casablanca había una manzana con innumerables casas que no respetaban ningún tipo de urbanización y sobre la cual circulaban versiones respecto de la calidad de sus habitantes, algunas tenebrosas, oscuras que relacionaban a los mismos con el lado más temible y sórdido de los seres humanos. Se comentaba que había ladrones, borrachos, prostitutas y hasta asesinos.

No pasó mucho tiempo hasta que nos dimos cuenta que gran parte de las versiones eran infundadas, si existía una gran pobreza, la que en la mayoría de los casos iba asociada a un alto nivel de ignorancia que a su vez llevaba a que nuestros vecinos tengan pautas culturales muchas veces no compatibles –según nuestra visión de clase media-con el siglo en que vivíamos.

Una de las cosas típicas de nuestros vecinos era la gran cantidad de hijos que tenían las familias. Con suerte muchos de ellos eran de un mismo padre y éste a su vez convivía con la madre. En otros casos el padre era ausente –algunos presos, otros fueron a probar suerte a Buenos Aires y se “olvidaron de su familia” – y en algunos casos era padre y abuelo a la vez, taxativa y no figuradamente hablando.

Una de esas familias numerosas estaba formada por Cleto, que era el proveedor de la familia con su actual profesión de albañil, su esposa (se habían casado por civil y por iglesia en Colonía Carlos Pellegrini donde vivieron hasta que las leyes lo obligaron a dejar su oficio de mariscador y vinieron a la capital para mantener a los tres hijos que ya tenían) y sus actuales ocho hijos –cuatro varones y cuatro mujeres-, el mayor de quince años y la menor de sólo meses.

El hijo mayor se llamaba Francisco y era un adolescente retraído, sin amigos, siempre acompañado de un perro al que él llamaba “el chente”. Rápidamente se enchamigó con mi hermano, quizás porque se enteró que estudiaba veterinaria y veía con que amor y paciencia trataba a los perros –todo lo contrario a mí que cuando más lejos están, mejor-.

“El chente” era de raza indefinida, oriundo como la mayor parte de la familia de los Esteros del Iberá, y nació –según cuenta Francisco el mismo día que él- un 29 de febrero de 1970. Es decir que para un perro, era una edad avanzada la que tenía al momento de desarrollarse los hechos que estoy relatando, podría hasta decirse que era muy longevo.

La mamá de Francisco era una agradable mujer que aparentaba tener unos muy bien llevados cincuenta años. Menuda fue la sorpresa que tuvimos cuando, al tiempo de conocernos y festejando el cumpleaños de alguno de la casa, en un asado hablando de bueyes perdidos, al preguntarle la edad nos contestó que tenía solamente treinta y dos años, pero como le habían anotado dos años después que nació, en su documento figuraba que tenía treinta.

No salíamos todavía de nuestro asombro, cuando las mellizas le preguntaron como se había conocido con su esposo y todas esas cosas que les gustan saber a las mujeres. (Me había olvidado contarles que para esa época los mellizos andábamos de novio con dos hermanas mellizas que estudiaban medicina y que se hicieron muy amigas de la mamá de Francisco y ella les correspondía con su absoluta confianza y les hacia –a las “doctoritas” como las llamaba- depositarias de sus secretos más íntimos.)

Decía que no salíamos de nuestro asombro cuando la respuesta de la mamá fue:” Yo ya les conté que había nacido el Laguna Galarza y que el padre de los guríses era mariscador y que siempre lo miraba pasar con su canoa, hasta que un día yo estaba lavando en la orilla de la laguna y él paró la canoa y sin bajar me preguntó -¿Queré vení a vivir conmigo?-, yo le miré y le pregunté a mi vez -¿No me vas a pegar vó?, entoncé él serio, con cara de ofendido me dijo –No pué- y ahí nomás yo le dije –Bueno y me subí a la canoa y me fui con él-.

Sin salir de nuestro sorpresa por el modo o quizás por la simpleza y la naturalidad con que contaba como había decidido vivir con él y sabiendo que en realidad ella estaba legalmente casada, las chicas le volvieron a preguntar cuando se había casado con papeles y por iglesia. Su respuesta no fue menos simple, comentó que rápidamente quedó embarazada y que la preñez “no fue fácil, parece que el gurí no quería quedar”, se fue a hacer ver en una salita en Colonia Carlos Pellegrini en la que había un médico muy exigente (“mal llevado” fue su expresión) y que le dijo que no le iba atender sino estaba casada como Dios manda y que medio le obligó a que vaya por la iglesia y por el registro civil cosa que el Cleto y ella hicieron rápidamente. Contó además, que inmediatamente de nacido el Francisco, ella volvió a quedar embarazada de la “mayora” de sus hijas y que después que nació, ahí nomás volvió a quedar embarazada del segundo de los varoncitos y que cuando nació éste, fue el tiempo en el que el Cleto no pudo trabajar más de mariscador por culpa de “la ley de la reserva de los estancieros” y se tuvieron que mudar.

“Primero me regresé con los tres chicos a Galarza y el Cleto entró a trabajar en una estancia, donde rápidamente se “desgració” con el capataz y este le denunció y entonces se tuvo que ira changuear a Curuzú Cuatiá y recién me vino a buscar cuando el Francisco tenía como siete u ocho años. Estuvimos muy poquito con mi mamá y pronto un amigo de el Cleto le dijo que en Corrientes había mucho trabajo de albañil porque los milicos estaban construyendo muchas casas. Juntamos nuestras pocas cositas y a nuestros tres hijos y nos venimo para acá.”

Las mellizas, en parte por su curiosidad de mujeres sin hijos y en parte por estar adquiriendo conocimientos médicos por la carrera que estaban cursando, volvieron a la carga con las preguntas y le inquirieron porque tenía tantos hijos. Se pusieron en la piel de dos médicas con experiencia y le aconsejaban respecto a la necesidad de que no tuviera más hijos, que ocho ya eran muchos, que debería cuidarse y que de seguir teniendo hijos podría, incluso, poner en riesgo su salud.

En ese punto quedaron las mujeres conversando entre ellas y la mamá de Francisco, por la confianza que tenía con las “doctoritas”, les comentó que su madre le había enseñado que debía siempre respetar a su hombre, que ella no quería tener más hijos y que en realidad siempre creyó que cuatro hijos, “dos pares de casales”, era el número ideal para una familia. Las chicas insistieron, preguntando porqué tuvo entonces ocho chicos y la respuesta las dejó pasmadas: “Yo la verdá trato de cuidarme, pero viene el hombre y me dice -Dese vuelta que la voy a necesitar-y yo le doy lo que e de él, eso sí ni me muevo, ¡pero igual quedo preñada¡”.

Cómo el ambiente era estimulante, dentro de las confesiones y luego de pedirles la más absoluta de las reservas, les confió que el Cleto era un buen hombre pero que los años, las penurias y la miseria lo fueron cambiando y que últimamente era cada vez más violento, quizás porque ya no había tanto trabajo y pasaba más tiempo sin hacer nada y la junta lo estaba “acorralando” en el alcohol. Tanto cambió, que ni se acuerda de la promesa de amor que le hizo cuando la invitó a vivir con él, cuando le prometió que no le iba a pegar (No pué) y cada vez que el “trago le puede, me desconoce y feo angá. En realidad yo le entiendo al hombre, porque es feo no poder alimentar a tu familia, los que me preocupan son los gurises y sobre todo el Francisco que ya empieza a ser un hombrecito y tengo miedo que se enfrente al padre”.

Cuando después del asado quedamos los cuatro solos y las mellizas comentaron la conversación, reflexionamos sobre la vida que llevaba, su pobreza, la gran cantidad de chicos que tenía, sobre el peso cultural que cargaba siendo en muchos casos sólo la sombra de “su” hombre, que le llevaba a aguantarse los castigos que éste le propina o a obedecerlo cuando tiene necesidades sexuales e incluso no permitirse siquiera tener un orgasmo porque su ignorancia le llevaba a relacionar que, cuando los tuvo, éste fue el causante de sus embarazos.

Fue en este punto que comenzamos embrionariamente a entender porque esta agradable mujer de unos, aparentemente, bien llevados cincuenta años, tenía en realidad treinta y dos. Y en ese momento percibimos que no sólo a la mamá de Francisco le ocurría esto, sino que muchas otras mujeres llevaban una vida similar, y que eso no era justo. Que nunca más cierta la frase “todo depende con el cristal con que se mire”, y que fue una bendición poder mirar con ese otro cristal para así, puestos en la situación del otro, del semejante, empezar a hacer algo al respecto.

También comenzamos a entender por que Francisco, que de todos los chicos era el que más andaba por la casa, era un chico tímido, retraído y que nos haya comentado, en una de las pocas ocasiones que tuvimos alguna conversación, que él no creía en nadie ni en nada, porque si existiera algo, un Dios o algo semejante, éste tendría que haberse acordado de ellos, que no tendrían porqué vivir como vivían, que no era justo que otros tuvieran todo y ellos nada.






III. EL DRAMA DE FRANCISCO Y SU CONVERSION

El adolescente que se estaba convirtiendo, según su mamá, en hombrecito, el adolescente que renegaba de todas las creencias y que sólo creía en “el chente” porque él nunca le falló, porque siempre fue cariñoso y lo acompañaba desde que nació y vivían en los esteros, pronto tuvo una amarga experiencia.

“El chente” tenía ya quince años, pero quince años de perro que es como, en los humanos, tener noventa o cien años. Es por eso que comenzó a moverse con dificultad, chocaba todos los objetos que había en el camino, se negaba a comer, si comía devolvía la comida, ya no quería jugar y cuando se le insistía se ponía gruñon e incluso agresivo. Esto descolocó a Francisco y corrió a consultar al estudiante de veterinaria a, quizás, la única persona que podía entender lo que estaba pasando.

Mi hermano lo revisó y con infinita paciencia le manifestó lo que era evidente, que “el chente” se estaba muriendo, pero que como siempre fue muy fuerte la muerte sería un tránsito doloroso, lento, casi insoportable, de allí la reacción que tenía cada vez que se le propinaba cariño o se le incitaba a jugar. Le explicó que sería mejor para “el chente” que se le realizara la eutanasia, que se le ayudara a morir sin sufrimiento. Le explicó detalladamente como sería la forma y le dijo que él creía, como dicen los libros sagrados, que “todo tiene un tiempo bajo el sol” y que el tiempo de “el chente” se estaba terminando y que debería aceptarlo y que seguramente aquél en el que él no creía, tenía previsto algo hermoso para su perro y también para su dueño, su hermano, su amigo.

Francisco, con una mirada dura llena de desazón, miró a ese flaco de barba y pelo largo con un guardapolvo blanco grande que lo envolvía como una túnica, como si lo viera por primera vez y levantó a su perro con infinita ternura y salió lentamente de Casablanca.

Pasó un tiempo sin tiempo y regresó con el rostro sufrido, con marcas de haber llorado mucho, habló con mi hermano y le dijo simplemente –Lo que deba ser será, ya me despedí de “el chente”, hacelo- y antes de marcharse le entregó un arrugado papel con marcas de mil lecturas. Mi hermano lo abrió y leyó :

Creo en vos DIOS
aunque se que no EXISTES.

Porque si creo en el sol,
porque si creo en la flor,
habrá luz y calor,
habrá perfume y color.

Creo en vos DIOS hermano
porque sos vos
el que me ayuda cuando me caigo
¡Ya sé que no es EL¡
Yo sé que no EXISTE.

Déjenme con mi extraña fe,
feliz y engañado vivir como sé,
déjenme…. ya sé,
DIOS no EXISTE……pero ES.

jueves, 2 de agosto de 2018

Caso Artaud: Nuevas perspectivas


por Juan Milton



I.

Es absurdamente triste vivir en esta época, donde nada queda ya por inventar y los silencios tienen más valor que las palabras, que parecen zurcidas a la lengua, en un burdo intento de no estropear momentos coreografiados para la maqueta en la cual vivimos.
Hace bien tanto como hace mal.
Entonces descubrís dos lados de la palabra: tan chata, tan plana, bidimensional, para contar algo que abarca todo un cosmos, y a la vez, tan necesaria para hacerlo, para pensar el mundo, para relacionarnos con él y en él.
Surgirá la pregunta en los labios —más bien ya lo hizo y estos labios y estos dedos y esta tinta intentan recrearla, reflotarla porque vale la pena plantearse una vez más y anotarse en la lista de espera para golpearse la cabeza ininterrumpidamente contra una invisible pared, a ver si en algún momento de la historia logramos terminar con ella, con la pared (y con la historia también, ya que estamos), reducirla a polvo, molerla hasta que el viento o como se llame (touché) sin palabras, la sople sobre una tierra virgen de significado—. Mejor dicho, surgirá la arcaica pregunta en algunos labios sensibles: ¿Qué hacer, cómo tomar contacto con la verdadera realidad, a la que no llegan las palabras, si no es por la palabra misma? ¿Qué caminos hay por andar?
Antoja pensar en el viaje, irremediablemente solitario (y sin retorno), y en la condena a la soledad, a la incomprensión. Es imposible volver tras los pasos como un moderno Prometeo y regalar el fuego a los hermanos. Es imposible volver curado de pasado, de presente y de futuro desde ese otro lado. Imposible, im-po-si-ble.
En todo caso, si no fuese imposible, se vuelve todavía imposible la transmisión: modular, en forma de palabras, gestos, o cualquier herramienta de comunicación, aquella vieja visión de paraíso.
Es por este pensamiento articulado por el que sé que es un viaje de ida del que estoy muy lejos.
Es por este pensamiento articulado por el que sé que me encuentro en franca anhedonia, por que los verdaderos sentimientos, lo que es real, está allá, del otro lado, tapado por la pared, y esto que está acá, este corazón, es sólo ilusión, un pequeño esbozo de lo que espera.
Sé que estoy acá porque no he llegado, porque no he partido o quizás he partido pero estoy ahí nomás de la salida, porque no sé buscar. Quizás no hay que buscar, porque no es un viaje y es algo que se encuentra solo, un interruptor que hace clic en algún momento del camino, de la vida, de los pensamientos. La mente quedará en blanco, el sol dejará de llamarse sol y el cielo, cielo. Pero el sol será infinitamente más Sol que antes, y el cielo, infinitamente más Cielo que antes.
Surge el impulso de buscar indicios, pistas, trazos de esa otra realidad. Movido por el fuego — ¿heredado de Prometeo? —, tan propio de mi raza, de mi humanidad, voy caminando sin rumbo, trazando la misma hipérbole por la que han caminado ya otros fulanos, dibujando sobre el aire un garabato que siento original, pero que está tan gastado, tan remendado en su intangibilidad (y a la vez es tan mío que lo hice con pedazos de mi alma, que duele la tinta mientras se forma en el aire).
Este garabato es camino, es viaje, es indicio y pista, pero nunca llegada, nunca solución de La pena existencial. Pienso en la locura, en la incapacidad de comunicar, en esa libertad tan dolorosa. Surge el miedo del error de cálculo, y qué tal si…
Pero no, mejor no pensar consecuencias funestas e imaginarnos regresando con toda pompa como profetas en propia tierra.



II.

Entre cuatro paredes blancas estoy, pensando, vestido todo de blanco, pensando. Con dos manos (parecen las mías…) tan limpias y blancas, pensando. No sé por qué estoy descalzo, pero adoro la arena húmeda entre los dedos, el sonido a mar detrás de los granitos mojados de arena salada, el sol tan cerca de los ojos (parecen los míos…), el cielo tan cerca del suelo. Todo parece una tela, un pañuelo que puedo quitar de un manotazo y lo que está detrás está tan al alcance de la mano, pero… después de un parpadeo, ya no hay arena: estoy preso tras los ojos (¿éstos son mis ojos?), entre cuatro paredes blancas mi yo pensando, todo blanco, tan blanco.
Trato de gritar: no sale la voz; parece amputada, cortada de raíz. No sé dónde estoy, cómo llegué aquí. Entonces sonrío de miedo, horrorizado viendo a la gente pasar a mi lado, tan blanca. Me muevo, o me mueven.
El enfermero (porque que es un enfermero), devuelve condescendiente la sonrisa que le arrojo, mientras balbucea noséquérreferenciaaunprocedimiento y me lleva, porque ahora estoy seguro que me lleva, a una habitación ya no tan blanca, ya no apacible. Definitivamente sin mar, sin arena, sin cielo. Sin sol.
Me mueven otra vez, me recuestan; parece una cama, pero es tan incómoda… No sé por qué me atan, no sé por qué los cables en mi cabeza. No sé por qué.



III.

Los relojes de Dalí:
fiel representación del tiempo,
la eternidad circular de Nietzche
en el minutero
de relojes de bolsillo

vuela un pato
escapando
de tu pulóver

¿Cómo despegarse,
cómo salir del circuito?
¿Cómo detener
algo que no existe
pero corre en la muñeca?

Novela interminable,
la vida.

Y un pato
volando
escapando
de tu pulóver.