lunes, 14 de noviembre de 2022

De aviones y aeropuertos

 

Vamos a Bolivia, sin muchos planes más que trepar a un avión rumbo a La Paz, previa escala en Santiago de Chile, y luego que sea lo que sea. Tenemos cuarenta y cinco días, una hoja en blanco, y unos pocos pesos. El mundo se abre, transversal, como la punta plana de un bolígrafo, sondeando un garabato sordo, en la oscuridad de la garganta de una niña, tocando con dedos afilados la vitalidad de sus cuerdas vocales, abriéndose paso hacia la vida.

 

Pensar que en cada cuadrícula de extensión de oscuridad, la Nada, es penetrada por trazos luminosos de hormigas en el aire, zurciendo lo que se percibe, llevando y trayendo aparatosas vibraciones sutiles, bajo la invisible matriz del universo. Hay una sola forma de que el trazo se escriba en el grito acartonado de la Materia y es penetrando el estrecho resquicio de minúsculos laberintos que seguimos como ciegos, hasta ver, hasta sentir, hasta nacer.

 

En el plano en que somos observados nos movemos, rodando por el planisferio, de Córdoba a Santiago, de Santiago a La Paz, siguiendo un viaje corto en términos de horas de desplazamiento, aunque largo en términos relación espacio-tiempo. Siento una lástima residual, relativa, al pensar que perderemos dos días dentro de instalaciones portuarias.

 

Seguimos un lenguaje silencioso, uno que es el de la espera y nos traspasa, nos transforma, nos utiliza como claves o signos, como un código subliminal, que habita y penetra distintas redes o realidades. Seguimos fluyendo, siguiendo la corriente, sin noción (más bien sin certeza), de movernos o ser movidos por alguna entidad superior, habiendo sugerencias de una y otra cosa a cada paso, a cada signo de pregunta.

 

Como siempre, lo que se dice, el mensaje, es siempre el mismo. Cambiando de formas, la verdad es una sola; es una antorcha, encendiéndose, llamando a otra, en la otra punta de la montaña; un pájaro trasnochado, silbando serenatas nocturnas; una polilla cenicienta, posándose en columnas de madera de algo que alguien llamaría templo, o hasta casa, incluso; el viento fresco, una perra colorada, lamiendo el silencio desde el centro de las brasas.

 

Lo que se dice fuego, a través de las almenaras, encendiéndose una a una, va transmitiéndose la verdad. A veces, las almenaras tienen forma de almenaras, otras veces de otra cosa. Es eso lo que se dice cuando se dice que la torre de Babel persiste, arcaica, intacta y fantasmagórica, erigida en límites invisibles de ciudades perdidas.

 

Delirios que seguimos, de Córdoba a Santiago. Para matar el rato, el tedio de siempre, mientras esperamos buscamos por internet una habitación cualquiera para pasar la primera noche boliviana.

 

Hay una región recóndita en los abismos del Lenguaje, donde las más primigenias formas de contacto son las bases desde las cuales se conforma el universo. Allí se puede observar el desplazamiento de pequeños conectores, tocándose, buscando decir, contar, mostrar algo, para sí mismos, para un Incognoscible Ser que nos utiliza, como a tantas piezas, para expandirse y expandir, la vida, la nada misma. Sin darnos cuenta, hicimos la primera mitad del primer viaje.

 

Levemente, cambiamos la frecuencia, y aterrizamos, pasajeros en trance de tránsito, en lejanas e irreales playas, lo que los hombres han llamado aeropuertos, y que se parecen, en otra escala, a gigantescos laberintos, eternamente iluminados y musicalizados, con sonidos de relleno, seres caminando o corriendo o durmiendo, en círculos y recovecos, a través de corredores insalubremente asépticos y apáticos, donde colocan iglesias y catedrales a los demiurgos del consumo. ¿Habrán olvidado cómo ver, ciegos del futuro? Otro viaje leyendo Alan Pauls.

 

Santiago de Chile, no veremos más que esto, el interior de un aeropuerto, un laberinto para el consumo, una estación de paso. comemos una hamburguesa para matar el hambre. ni siquiera llegamos a destino y ya sentimos el peso del precio, el costo del viaje. el futuro ha llegado hace bastante, ciertamente, en este pequeño planeta al que llaman Tierra, y que nosotros, por educación, decidimos llamar de la misma forma; en algunos parches de territorio el futuro toma la piel con que eventualmente se abrirá para todos los seres; en otros, todavía se encuentra paciente, germinando la semilla de su planta, insensible a fluctuaciones y necesidades de indefensos.

existen fuerzas operando para que el consumo crezca y todo lo incendie y lo destruya. son enormes, terribles; como serpientes se muerden la cola, unas a otras, autorregulándose. es por ello que es tan importante ver el mensaje bajo el mensaje. hay que ir desarmando una pared a la vez, hasta quedar nuevamente desnudos ante la inmensidad de la última realidad, lo que se ha dado en llamar Nirvana. en algunos rincones afloran hermosas flores de otro sendero, alejado del terrible y monstruoso capital que –casi- todo lo envuelve.

nos ponemos a filosofar en un salón, la sala de espera por antonomasia. el centro del laberinto, el patio de comidas, semicerrado en horas de la madrugada, habitado por una oscura luminosidad, el refucilo de la locura. por altavoces interpelan el sueño, anunciando vuelos, últimos avisos y otras yerbas; se oyen gritos, conversaciones vacías entre bancos.

fabricamos una suerte de cueva bajo los asientos, apilando bancos y bolsa-camas. una mano nos sacude… «estamos remodelando… por favor, si pueden moverse hacia otro callejón…». amable y severa, la oficial de policía de seguridad aeroportuaria nos corre, hija de puta, con la inimputabilidad de lo que está por dentro de cuadriculadas cajas. lo que llaman Ley, bah. aparentemente, no se puede dormir en ciertos recovecos.

entonces queda moverse, entre lamentos y puteadas, hacia otro emplazamiento temporario, bajo un vórtice de cometas y tornados, un ventilador industrial, para descansar, por favor, intentando cerrar los ojos un rato, intentando no divagar, no pensar en las respiraciones de Brahma, ingresando, sin querer, por el puente de la Conciencia, a los privados mundos del sueño, vemos estrellas que mueren dejando respuestas a preguntas que no hemos hecho y que, por lo tanto, no comprenderemos de la manera tradicional, ortodoxa. bebemos como fuéramos poseedores de una anciana boca en el limbo de los tiempos, llena de sed.

dos horas después, la alarma. ¿cuánto tiempo más íbamos a dormir? despertamos, pasado un rato. los ojos rojos, el cuerpo cansado, el encuentro con la sonrisa de Alicia, una Alicia llena de polvo de ciudades y salamancas. Ya es hora, me dice, y nos acomodamos las mochilas para trepar el metálico constructo bautizado aeroplano.

nos sentamos con cierta expectativa, en el interior de las costillas del pichón de Roc, observando el intercambio de fenómenos fisicoquímicos que implican la aceleración y el despegue. mares de manteles de nubes van paseando por la ventanilla, se extienden como dedos de manos abiertas, escondiendo algo, en un sitio que (en rigor del Espacio) deberíamos llamar debajo, y ya que estamos quizás a ese algo llamarlo obra de arte, o cordillera, o chocolate nevado, ese algo que se ve tan deliciosamente hermoso, bañándose del sol del amanecer (en rigor del Tiempo), aunque haga puente con su dioscuro gemelo de las tardes, en algunos puntos (como la luz, la penetrancia de los colores, la temperatura, la magnificencia del rito de pasaje de guardia).