lunes, 17 de enero de 2022

Recuerdos de la Guerra Civil Española

por Pierre Menard

 

 

a María Kodama... 

 

Hace poco, elaboré una lista de atrocidades cometidas entre 1918 y el presente; no pasó un año sin que se cometieran en alguna parte y no había prácticamente ningún caso en el que la derecha y la izquierda creyeran las mismas historias al mismo tiempo. Y, lo que es más curioso aún, en cualquier momento se puede revertir la situación de manera radical y hacer posible que la atrocidad totalmente demostrada de ayer mismo se convierta en una mentira absurda, sólo porque haya cambiado el panorama político.

 


 

 

 

 

  



martes, 4 de enero de 2022

San Pedro

 por Nayla Zárate



Hacía ya dos noches que un amigo del norte vino a visitar a Mariana, y su presencia comenzaba a agrandarse para nosotros (y en particular para mí), tornándose, en algunos momentos, algo tediosa.

Vivíamos como ermitaños, debo decirlo. Tal vez así pudiera comprenderse mejor.

No es que tenga ni tuviera nada en contra de Charly: era un buen tipo, un loco bárbaro, una especie de duende…bastante abierto, debo decirlo… para un duende, incluso generoso, pero su presencia me intimidaba, y creo que a Mariana también..

Era algo que estaba en el ambiente, una suerte de incomodidad en la atmósfera. A lo mejor por eso activamos uno de aquellos planes que se hacen y que parecen haber nacido para desvanecerse en el aire, enterrados en la nada misma.

Alguna vez nos planteamos con Mariana recorrer campings de pueblos olvidados —de no más de cincuenta casas (como mucho), llenos de vecinos pintorescos (o sin vecinos, si era posible), sobre territorios geográficos más bien bellos, pero desconocidos—, en busca de historias que pudieran ocurrir solo allí, en aquellos rincones tan particulares, de dos o tres cabañas y grandes y verdes espacios para carpas, baños y duchas comunitarias, cada uno habitado por familias o personas solitarias y sabias, administrando los terrenos.

No me acuerdo quién había sido, si ella o yo, quien había reflotado el plan como una sugerencia para hacer algo distinto, ahora que el aire empezaba a viciarse. La cuestión es que aquel día, entre mates, nos definimos. Charly también iba, claro. Armamos tres mochilas con ropa, buscamos las bolsas de dormir, los termos, yerba y un poco de comida. Charly se encargó de armar fasos como para anestesiar al pueblo entero; no nos podía faltar nada.

Una mirada de Mariana me dio a entender que teníamos que llevar con nosotros al Negro, un gigantesco labrador que nos había adoptado en uno de tantos peregrinajes, uno de los pocos regalos del universo que nos quedaron de cuando todavía éramos nómades y gitanos. El Negro, por supuesto, contento.

Subimos al auto los cuatro. Partimos sin rumbo, hacia algún pueblo olvidado de la puna. No, no era carnaval. No había nadie en las rutas.

Al salir de la ciudad, y al costado del camino, abrimos un mapa viejo, pegado con cinta. Tiramos tres monedas agujereadas, de las que se usan para consultar el I Ching. Mariana las repartió: una para cada uno de los que teníamos manos. La que cayera con su agujero marcando un pueblo en el mapa nos indicaría el camino. Después de varios intentos, finalmente en un hueco floreció un nombre diminuto que parecía escrito con lápiz.

Después de una hora y media o dos, ya estábamos entrando por la calle principal. No había nadie. Un almacén farmacia esperaba el paso del tiempo en una de las esquinas de la plaza, al lado de lo que parecía un local abandonado, de videojuegos antiguos, esos con fichines; en otra esquina, había una parroquia derruida; una casa vieja, con la puerta abierta para nadie, adornaba la del sur, y en la del este, un baldío enrejado, cuya únicos habitantes eran una perra greñuda y sus cachorros. En la plaza, tres niños jugaban sin supervisión arriba de un ombú viejo, dos o tres palomas comían migas de pan que habrían arrojado quién sabía cuándo a los pies de la estatua del centro. Un estanque sin peces y sin agua terminaba de adornar el cuadro.

Mariana entró al almacén a preguntar por la ubicación del camping; tenía que haber alguno. Charly y yo fumábamos un porro mirando al héroe nacional cagado por las palomas. El Negro olfateaba aquí y allá, despertando la curiosidad de los niños.

Mariana salió con tortas fritas y la dirección, el Negro corrió a recibirla moviendo la cola, dando vueltas en círculos. El camino era sencillo: la calle principal hasta el final, hasta chocar con la quebrada.

El camping era genérico. Lo atendía una familia de cuatro: el padre se encargaba del desmalezamiento y regado del espacio para las carpas y de la canchita de fútbol-básquet-vóley, acompañado de su hijito de seis años; la madre, una señora de unos cuarenta y largos (que parecía de unos cincuenta y largos, gracias al trabajo y al sol), se encargaba, junto a la nena de diez, de los menesteres económicos y de la limpieza del espacio común, las cabañas y los baños. Parecía un lugar olvidado a la buena de dios.

La charla con los hospederos se dio en dos tandas: primero encontramos al cuidador, cortando unas malezas; su hijito juntaba hojas que después desparramaba por los aires. El viejo silbaba un tema de Baglietto y nos señaló el interior de una suerte galpón de madera constituido a la forma de las pulperías del género de la gauchesca: la barra interminable y detrás, la ristra de ajos, perejil fresco, los cuchillos, la bacha profunda, el olor del morrón recién cortado, ollas sucias o llenas de agua, la parrilla, una pared llena de botellas y frascos llenos de yuyos y especias donde también había un par de damajuanas, una botella de Amargo Obrero, otra de whisky a la mitad, sobre la barra una horma de queso, salames, lengua a la vinagreta, chucrut chubutense, y un vaso solitario de caña Legui, subiendo y bajando hacia el rostro de la señora, que nos daba la espalda, todo enrejado, a buen resguardo de una llave.

Frente a la barra, tres hileras de tres mesas de madera con sus tres respectivas sillas; en las paredes laterales, largos ventanales abiertos se intercalaban a banderines, fotos y recortes de diario; en la otra pared, opuesta a la barra y enfrentándola, dos guitarras, que la matriarca de la familia aseguró que estaban afinadas —nunca se sabe, dijo, Dios o el diablo pueden necesitar alguna, alguna vez.

No dudé en pensar que bajo la barra descansaría una escopeta, o podría hacerlo. Y hubiera sido lo justo, pero supongo que nunca sabremos ciertas cosas. Cuál es el viaje que se comen, pensé. Mariana dijo algo parecido, el Negro hacía dos nuevos amigos afuera. Después de regatear, la señora indicó unas cabañas al fondo; elegimos la más alejada, para no molestar.

Dejamos las cosas y salimos al frente; silletas, una mesita, y una máquina que calentaba agua desperezándose a lo largo del pasillo de madera habitaban aquel espacio que usurpamos con ligereza, con precario permiso. Nos sentamos a matear, preguntándonos qué podríamos hacer.

El Negro entre árboles y arbustos, lejos de todo. Encendí un pucho, y entonces escuché que alguien repetía, para mis oídos, la frase. Me dijeron que hay una quebrada, dijo la voz, donde se ve caer el sol y resurgir la luna. Una quebrada donde hay un color que bajó del cielo para recortar la silueta de una constelación olvidada.

Al rato subíamos por un disimulado sendero de piedra que se perdía en uno de los bordes del camping. Subíamos intentando guardar cierta solemnidad, que el Negro, previsiblemente para cualquiera, alteraba con su simple respirar sobre el cuadro. Es un espíritu amable, amoroso y guardián; el único capaz de mantener cierta curiosa calma en climas y espacios tan inestables como las tempestades, por eso le permitimos ciertas cosas.

Mirábamos las plantas que crecían en las grietas entre las piedras, las telarañas, esas minucias deliciosas y sagradas; parecía un camino secreto hacia la nada, que surcábamos atravesando y dejándonos atravesar por diversas puertas custodiadas por su respectiva —y también diversa— cantidad de guardianes, a los que (en un tibio juego) aspirábamos a identificar, embebidos de un silencio casi ritual, como respetuoso. Pidiendo permiso, conscientes como éramos y visitados como estábamos, poseídos por el espíritu habitante de la quebrada.

Esto es San Pedro, dije.

Parece un buen lugar, dijo Charly. Un umbral, dijo Mariana. Un territorio para hacer preguntas, dijo el Negro. Subimos sin parar hasta encontrar una cascada, un pequeño brazo acuoso que bajaba desde siempre, siendo al mismo tiempo motivo de la piedra perforada y de la vida de todo el pueblo. El Negro parecía encantado con el agua, caminaba a contracorriente, acariciándose la barriga. Los demás íbamos detrás, sonriendo en silencio.

En la quebrada el sol desplegaba su oficio poniendo las luces del atardecer. Recuerdo que en el trayecto se nos rompió el termo, como un presagio inevitable. Era majestuoso verlo desangrarse como un espejo diminuto de la grieta que había hecho el agua sobre la piedra para formar lo que ahora caminábamos y era sentenciado quebrada, con el sol estirando sus brazos luminosos, dando los últimos retoques al hueco donde tendimos una manta cósmica tejida por Mariana.

El Negro se sentó a uno de los lados del sendero, Charly prendía otro cigarro, Mariana sacaba el mazo de cartas. Me senté en una piedra para ver llegar la noche.

Supe que todo eso ya había pasado y que ya estábamos muertos. Entendí que el preludio visual era una forma de vivir el infierno, de percibirlo. Pensé en el concepto de Dios, en la imagen de Buda, en el teatro crístico, en los distintos planos de una tela tejida por dos manos muy arrugadas. Los vínculos, las terminales, las distintas sensaciones a las que podía acceder un alma encadenada al cuerpo y a la mente, todo pasaba silbando mi cabeza como presa de un viento fugaz que se metió por los oídos.

Una sola certeza, la muerte. La certeza de estar bajo un hechizo magnífico y terrible, la ilusión mecánica de respirar, de ver, de tocar. Un hechizo como un último velo que habría que vencer. Estamos aquí para pasar, pensé, como todo, como el universo. Para entender. Cuándo, cómo, por qué.

Pero eso no es entender, no te confundas, dijo el Negro.

¿Dijo el Negro?

Mariana gritó mientras barajaba las cartas y el sentimiento de muerte se apoderaba de mí. La oscura negritud de la nada, la incapacidad de definirla, todo estaba cerca, tan cerca. Como si el cuerpo que habitábamos ya no fuese nuestro, como si estuviéramos en verdad al borde, al filo de la existencia. La gitana barajaba las cartas y la luna se invitaba a la fiesta; encendí una vela para quemar un ramo de hierbas, como si estuviésemos cumpliendo una promesa.

El mago, la torre, la estrella. El ermitaño, el mundo, los amantes. La luna, la papisa, el sol. El catálogo de sueños, probando o tomando las medidas o agarrando la onda de una costura que habría traído un ser de una casa donde habría habido una fiesta de disfraces. No estaba claro, pero tampoco estaba oscuro. La luna iniciaba su ascenso lento, seductor, a lo largo de la grieta. Marte, Venus, Mercurio.

Mariana brillaba, tenía una túnica azul y los cabellos le llegaban a los tobillos. Estaba de perfil, en el camino, y me miraba con el borde del ojo. Veo un patio lleno de albahaca morada, dijo entre lágrimas. Nos abrazamos.

En un momento dado tengo necesidad de caminar y caminar y caminar y camino. La vela se ha terminado, el Negro dice que nos va a acompañar hasta el final. No teníamos por qué caer pero caíamos, con la cabeza para todos lados, sin centro. Caíamos por caer, como astronautas, chamanautas en el umbral, sin cordel plateado y adentrándonos en la interminable eternidad.

Toda esta belleza, dijo Mariana, es real, existe, y es infinita. No importa si ahora estamos muertos, la muerte es una palabra.

¿Y si esto es una trampa?, pregunté, ¿y si esta vida fuese nada más que otro enrejado, uno más?, ¿cómo saber qué es lo verdadero?

Uno sabe, bostezó el Negro.

Es verdad, dijo Mariana. Hay que sentir el amor; primero viene la fe, luego acontecen los milagros. Vamos, me susurró al oído.

Nos levantamos, el Negro y Charly se quedaron. Quedamos en encontrarnos luego, en un costado del surco que hacía el brazo de agua, después de la quebrada, después del pueblo.

Salimos atravesando la espesura de la grieta en la piedra, para terminar en una especie de pasadizo exactamente a una cuadra de la plaza, que de noche parecía otra cosa. En alguna parte del camino levanté una vaina de semillas que parecía un barquito. Algo más bien ominoso parecía a punto de suceder en cualquier momento.

La placita estaba vacía, a excepción de un niño de unos siete años, en silla de ruedas. Miraba el piso, como buscando algo. Tenía corte taza y usaba anteojos.

¿Han visto la luz?, preguntó el niño. Me escondieron la luz, se quejó, agarraron la luz y la escondieron por acá.

Mariana se ofreció a ayudarlo. Buscábamos un encendedor que le escondieron tres chicos malos bajo alguno de los pocos árboles que vegetaban en la plaza y que con la noche parecían volver a la vida. Después de un buen rato, le ofrezco el mío. Gabriel nos agradeció, nos preguntó si quisiéramos acompañarlo. Hay fiesta en casa, dijo, hoy es mi cumpleaños.

Mariana y yo nos miramos, dimos las gracias y seguimos nuestro camino, atravesando la plaza. Gabriel insistió en que le aceptáramos al menos unas fichas para jugar a los videojuegos en el bar; guardé en el bolsillo mis fichas y las de Mariana.

Entramos al bar. A pesar de las telarañas, todo parecía funcionar bastante bien, aunque a cada rato se producía una baja de tensión y los juegos se reseteaban. En uno de los rincones, encontramos a Charly tomando una birra, esperando su turno para jugar Snow bros. El Negro olfateaba a dos señores que buscaban una canción en la rockola. Mariana iba a mirar los juegos que había mientras yo pasaba al baño, en el fondo del local.

El baño estaba estropeado. Una tenue lamparita alumbraba el espejo y el lavamanos, había un mingitorio y una cabina con un inodoro. Entré y vomité, la realidad resultaba espesa. Dos chicos entraron al baño en ese momento y se pusieron a picar una tiza. Salí, pedí permiso y me lavé las manos.

Cuando llegué a la máquina de Snow bros, Charly jugaba y el Negro parecía esperar su turno. Vi que se acordaba todos los trucos y busqué con los ojos a Mariana, que se había hecho cargo de la música del local, pensé, al escuchar una ranchera tarantinesca.

Bailaba sola, cerca de las mesas de pool. Me acerqué y le di un beso, mientras me ponía a bailar con ella. Cuando se terminen las fichas nos vamos, dijo, la rockola ya me comió dos. Oímos a Charly maldecir en voz alta al producirse el apagón y a los chicos del pueblo que atendían el local reír con disimulo.

Usé mis fichas para poner otra canción en la misma onda. Charly pedía otra cerveza, el Negro había salido. Mariana y yo tomábamos un agua saborizada de pomelo. Casi no quedaba nadie. Cruzamos las miradas, atravesando el local, y convenimos en seguir viaje. Las fichas que sobraban las pusimos en una gorra huérfana de mendigo que descansaba afuera del bar; sonaba una canción de Baglietto.

Caminamos fuera de las luces, lejos de la quebrada, lejos del pueblo. Mariana y yo íbamos bastante detrás de Charly, que parecía seguir el liderazgo del Negro. Un quiosco emplazado en una ventana fue el último contacto con la humanidad que tuvimos antes de llegar a un costado del codo que hacía el agua, después del pueblo, después de la quebrada.

Bajamos por una cuesta hasta alcanzar la orilla. La noche estaba oscura, la luna había desaparecido detrás del cerro. Nos sentamos entre las piedras, hablando de todo, especialmente de fantasmas. El Negro escuchaba aburrido, hasta que una presencia al otro lado del agua le llamó la atención. A todos, en realidad, pero él fue el primero en notarla, parando las orejas, erizando el lomo, poniéndose alerta.

¿Vieron eso?, preguntó Mariana. Como una luz blanca…

¿Qué luz?, pregunté.

¿Esa luz de enfrente?, dijo Charly.

Hicimos silencio.

La figura se movía rápido, un borrón pálido tambaleándose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda.

Al principio parecía un animal. Tenía buen porte, algo grande para ser una liebre o un zorro. Sentí al miedo crecer. Mientras más cerca estaba, más grande era; parecía tejido de bruma.

En realidad, parecía no tener forma. Parecía estar buscando un envase conveniente para su encuentro inevitable con los cuatro seres que aguardábamos al otro lado del río.

Algunos vimos lo que podría ser catalogado como una suerte de felino; según Mariana, eso era un perro, uno muy grande y fantasmagórico. Coincidimos en el color, blanco o más bien grisáceo.

Zigzagueó un largo rato, hasta quedar frente a nosotros, pero del otro lado del río, como evaluando algo.

Nadie se mueva, susurró Mariana.

La luz tomó forma humana. Vestía una larga capa blanca, y ocupaba una enorme y blanca madera como bastón.

Nadie se mueva, repitió Mariana, poniéndose de pie.

¿Qué quieres?, preguntó al ente.

Silencio.

¿Qué quieres?, repitió, casi gritando. Pareció la eternidad.

Juro que una bruma inexplicable salía de todas partes, incluso de nuestro aliento. El Negro lanzó algo que quiso ser un ladrido y pareció más bien un lamento, una suerte de denuncia. Parecía saber quién o qué era aquello frente a nosotros.

San Pedro, dijo.

A mí me parece el diablo, susurró Charly.

Es algo, dijo Mariana. Estamos en un umbral, no se olviden. Puede haber de todo acá.

El ser no dijo nada, pero tampoco se movió. Parecía esperar algo.

Saqué el barquito del bolsillo y se lo di a Mariana, que lo puso en el agua. El Negro nos lamía las manos. Tratábamos de no respirar. Nuestros movimientos eran pensados y temblorosos.

La figura se movió hacia nuestra izquierda, mientras nosotros, todos nosotros, nos parábamos muy, muy lentamente, y una respiración profunda, colectiva —inhalar, exhalar, decía la voz— guiaba nuestros actos con sutil delicadeza, con suprema conciencia del momento en el que estábamos. Aquí, ahora, decía la voz.

Cuando eso terminó de cruzar el río y se alejó unos pasos por el camino, ya era una vieja gris, con una bolsa de papel bajo el brazo, que mirábamos desde atrás. El Negro se levantó y se fue, con trajinar cansino, detrás de la figura. No atinamos a decir o hacer nada hasta que pasó un buen rato.

Amanecía cuando nos levantamos y nos fuimos. En el camping no había nadie, así que dejamos el dinero en la mesada, juntamos las cosas y volvimos a casa en silencio. Charly eligió quedarse. La última vez que lo vimos, tarareaba una canción y Dios y el diablo susurraban cosas a su espalda.