Hace poco, elaboré una lista de atrocidades cometidas entre 1918 y el presente; no pasó un año sin que se cometieran en alguna parte y no había prácticamente ningún caso en el que la derecha y la izquierda creyeran las mismas historias al mismo tiempo. Y, lo que es más curioso aún, en cualquier momento se puede revertir la situación de manera radical y hacer posible que la atrocidad totalmente demostrada de ayer mismo se convierta en una mentira absurda, sólo porque haya cambiado el panorama político.
Hacía
ya dos noches que un amigo del norte vino a visitar a Mariana, y su presencia
comenzaba a agrandarse para nosotros (y en particular para mí), tornándose, en
algunos momentos, algo tediosa.
Vivíamos
como ermitaños, debo decirlo. Tal vez así pudiera comprenderse mejor.
No
es que tenga ni tuviera nada en contra de Charly: era un buen tipo, un loco
bárbaro, una especie de duende…bastante abierto, debo decirlo… para un duende,
incluso generoso, pero su presencia me intimidaba, y creo que a Mariana
también..
Era
algo que estaba en el ambiente, una suerte de incomodidad en la atmósfera. A lo
mejor por eso activamos uno de aquellos planes que se hacen y que parecen haber
nacido para desvanecerse en el aire, enterrados en la nada misma.
Alguna
vez nos planteamos con Mariana recorrer campings de pueblos olvidados —de no
más de cincuenta casas (como mucho), llenos de vecinos pintorescos (o sin
vecinos, si era posible), sobre territorios geográficos más bien bellos, pero
desconocidos—, en busca de historias que pudieran ocurrir solo allí, en aquellos
rincones tan particulares, de dos o tres cabañas y grandes y verdes espacios
para carpas, baños y duchas comunitarias, cada uno habitado por familias o
personas solitarias y sabias, administrando los terrenos.
No
me acuerdo quién había sido, si ella o yo, quien había reflotado el plan como
una sugerencia para hacer algo distinto, ahora que el aire empezaba a viciarse.
La cuestión es que aquel día, entre mates, nos definimos. Charly también iba,
claro. Armamos tres mochilas con ropa, buscamos las bolsas de dormir, los
termos, yerba y un poco de comida. Charly se encargó de armar fasos como para
anestesiar al pueblo entero; no nos podía faltar nada.
Una
mirada de Mariana me dio a entender que teníamos que llevar con nosotros al
Negro, un gigantesco labrador que nos había adoptado en uno de tantos
peregrinajes, uno de los pocos regalos del universo que nos quedaron de cuando
todavía éramos nómades y gitanos. El Negro, por supuesto, contento.
Subimos
al auto los cuatro. Partimos sin rumbo, hacia algún pueblo olvidado de la puna.
No, no era carnaval. No había nadie en las rutas.
Al
salir de la ciudad, y al costado del camino, abrimos un mapa viejo, pegado con
cinta. Tiramos tres monedas agujereadas, de las que se usan para consultar el I
Ching. Mariana las repartió: una para cada uno de los que teníamos manos. La
que cayera con su agujero marcando un pueblo en el mapa nos indicaría el
camino. Después de varios intentos, finalmente en un hueco floreció un nombre
diminuto que parecía escrito con lápiz.
Después
de una hora y media o dos, ya estábamos entrando por la calle principal. No
había nadie. Un almacén farmacia esperaba el paso del tiempo en una de las
esquinas de la plaza, al lado de lo que parecía un local abandonado, de
videojuegos antiguos, esos con fichines; en otra esquina, había una parroquia
derruida; una casa vieja, con la puerta abierta para nadie, adornaba la del
sur, y en la del este, un baldío enrejado, cuya únicos habitantes eran una
perra greñuda y sus cachorros. En la plaza, tres niños jugaban sin supervisión
arriba de un ombú viejo, dos o tres palomas comían migas de pan que habrían
arrojado quién sabía cuándo a los pies de la estatua del centro. Un estanque sin
peces y sin agua terminaba de adornar el cuadro.
Mariana
entró al almacén a preguntar por la ubicación del camping; tenía que haber
alguno. Charly y yo fumábamos un porro mirando al héroe nacional cagado por las
palomas. El Negro olfateaba aquí y allá, despertando la curiosidad de los
niños.
Mariana
salió con tortas fritas y la dirección, el Negro corrió a recibirla moviendo la
cola, dando vueltas en círculos. El camino era sencillo: la calle principal
hasta el final, hasta chocar con la quebrada.
El
camping era genérico. Lo atendía una familia de cuatro: el padre se encargaba
del desmalezamiento y regado del espacio para las carpas y de la canchita de
fútbol-básquet-vóley, acompañado de su hijito de seis años; la madre, una
señora de unos cuarenta y largos (que parecía de unos cincuenta y largos,
gracias al trabajo y al sol), se encargaba, junto a la nena de diez, de los
menesteres económicos y de la limpieza del espacio común, las cabañas y los
baños. Parecía un lugar olvidado a la buena de dios.
La
charla con los hospederos se dio en dos tandas: primero encontramos al
cuidador, cortando unas malezas; su hijito juntaba hojas que después
desparramaba por los aires. El viejo silbaba un tema de Baglietto y nos señaló
el interior de una suerte galpón de madera constituido a la forma de las
pulperías del género de la gauchesca: la barra interminable y detrás, la ristra
de ajos, perejil fresco, los cuchillos, la bacha profunda, el olor del morrón
recién cortado, ollas sucias o llenas de agua, la parrilla, una pared llena de
botellas y frascos llenos de yuyos y especias donde también había un par de
damajuanas, una botella de Amargo Obrero, otra de whisky a la mitad, sobre la
barra una horma de queso, salames, lengua a la vinagreta, chucrut chubutense, y
un vaso solitario de caña Legui, subiendo y bajando hacia el rostro de la
señora, que nos daba la espalda, todo enrejado, a buen resguardo de una llave.
Frente
a la barra, tres hileras de tres mesas de madera con sus tres respectivas
sillas; en las paredes laterales, largos ventanales abiertos se intercalaban a
banderines, fotos y recortes de diario; en la otra pared, opuesta a la barra y
enfrentándola, dos guitarras, que la matriarca de la familia aseguró que
estaban afinadas —nunca se sabe, dijo, Dios o el diablo pueden necesitar alguna,
alguna vez.
No
dudé en pensar que bajo la barra descansaría una escopeta, o podría hacerlo. Y
hubiera sido lo justo, pero supongo que nunca sabremos ciertas cosas. Cuál es
el viaje que se comen, pensé. Mariana dijo algo parecido, el Negro hacía dos
nuevos amigos afuera. Después de regatear, la señora indicó unas cabañas al
fondo; elegimos la más alejada, para no molestar.
Dejamos
las cosas y salimos al frente; silletas, una mesita, y una máquina que
calentaba agua desperezándose a lo largo del pasillo de madera habitaban aquel
espacio que usurpamos con ligereza, con precario permiso. Nos sentamos a
matear, preguntándonos qué podríamos hacer.
El
Negro entre árboles y arbustos, lejos de todo. Encendí un pucho, y entonces
escuché que alguien repetía, para mis oídos, la frase. Me dijeron que hay una
quebrada, dijo la voz, donde se ve caer el sol y resurgir la luna. Una quebrada
donde hay un color que bajó del cielo para recortar la silueta de una
constelación olvidada.
Al
rato subíamos por un disimulado sendero de piedra que se perdía en uno de los
bordes del camping. Subíamos intentando guardar cierta solemnidad, que el
Negro, previsiblemente para cualquiera, alteraba con su simple respirar sobre
el cuadro. Es un espíritu amable, amoroso y guardián; el único capaz de
mantener cierta curiosa calma en climas y espacios tan inestables como las
tempestades, por eso le permitimos ciertas cosas.
Mirábamos
las plantas que crecían en las grietas entre las piedras, las telarañas, esas minucias
deliciosas y sagradas; parecía un camino secreto hacia la nada, que surcábamos
atravesando y dejándonos atravesar por diversas puertas custodiadas por su
respectiva —y también diversa— cantidad de guardianes, a los que (en un tibio
juego) aspirábamos a identificar, embebidos de un silencio casi ritual, como
respetuoso. Pidiendo permiso, conscientes como éramos y visitados como
estábamos, poseídos por el espíritu habitante de la quebrada.
Esto
es San Pedro, dije.
Parece
un buen lugar, dijo Charly. Un umbral, dijo Mariana. Un territorio para hacer
preguntas, dijo el Negro. Subimos sin parar hasta encontrar una cascada, un
pequeño brazo acuoso que bajaba desde siempre, siendo al mismo tiempo motivo de
la piedra perforada y de la vida de todo el pueblo. El Negro parecía encantado
con el agua, caminaba a contracorriente, acariciándose la barriga. Los demás
íbamos detrás, sonriendo en silencio.
En
la quebrada el sol desplegaba su oficio poniendo las luces del atardecer.
Recuerdo que en el trayecto se nos rompió el termo, como un presagio
inevitable. Era majestuoso verlo desangrarse como un espejo diminuto de la
grieta que había hecho el agua sobre la piedra para formar lo que ahora
caminábamos y era sentenciado quebrada, con el sol estirando sus brazos
luminosos, dando los últimos retoques al hueco donde tendimos una manta cósmica
tejida por Mariana.
El
Negro se sentó a uno de los lados del sendero, Charly prendía otro cigarro,
Mariana sacaba el mazo de cartas. Me senté en una piedra para ver llegar la
noche.
Supe
que todo eso ya había pasado y que ya estábamos muertos. Entendí que el
preludio visual era una forma de vivir el infierno, de percibirlo. Pensé en el
concepto de Dios, en la imagen de Buda, en el teatro crístico, en los distintos
planos de una tela tejida por dos manos muy arrugadas. Los vínculos, las
terminales, las distintas sensaciones a las que podía acceder un alma
encadenada al cuerpo y a la mente, todo pasaba silbando mi cabeza como presa de
un viento fugaz que se metió por los oídos.
Una
sola certeza, la muerte. La certeza de estar bajo un hechizo magnífico y
terrible, la ilusión mecánica de respirar, de ver, de tocar. Un hechizo como un
último velo que habría que vencer. Estamos aquí para pasar, pensé, como todo,
como el universo. Para entender. Cuándo, cómo, por qué.
Pero
eso no es entender, no te confundas, dijo el Negro.
¿Dijo
el Negro?
Mariana
gritó mientras barajaba las cartas y el sentimiento de muerte se apoderaba de mí.
La oscura negritud de la nada, la incapacidad de definirla, todo estaba cerca,
tan cerca. Como si el cuerpo que habitábamos ya no fuese nuestro, como si
estuviéramos en verdad al borde, al filo de la existencia. La gitana barajaba
las cartas y la luna se invitaba a la fiesta; encendí una vela para quemar un
ramo de hierbas, como si estuviésemos cumpliendo una promesa.
El
mago, la torre, la estrella. El ermitaño, el mundo, los amantes. La luna, la
papisa, el sol. El catálogo de sueños, probando o tomando las medidas o
agarrando la onda de una costura que habría traído un ser de una casa donde
habría habido una fiesta de disfraces. No estaba claro, pero tampoco estaba
oscuro. La luna iniciaba su ascenso lento, seductor, a lo largo de la grieta.
Marte, Venus, Mercurio.
Mariana
brillaba, tenía una túnica azul y los cabellos le llegaban a los tobillos.
Estaba de perfil, en el camino, y me miraba con el borde del ojo. Veo un patio lleno
de albahaca morada, dijo entre lágrimas. Nos abrazamos.
En
un momento dado tengo necesidad de caminar y caminar y caminar y camino. La
vela se ha terminado, el Negro dice que nos va a acompañar hasta el final. No
teníamos por qué caer pero caíamos, con la cabeza para todos lados, sin centro.
Caíamos por caer, como astronautas, chamanautas en el umbral, sin cordel
plateado y adentrándonos en la interminable eternidad.
Toda
esta belleza, dijo Mariana, es real, existe, y es infinita. No importa si ahora
estamos muertos, la muerte es una palabra.
¿Y
si esto es una trampa?, pregunté, ¿y si esta vida fuese nada más que otro
enrejado, uno más?, ¿cómo saber qué es lo verdadero?
Uno
sabe, bostezó el Negro.
Es
verdad, dijo Mariana. Hay que sentir el amor; primero viene la fe, luego
acontecen los milagros. Vamos, me susurró al oído.
Nos
levantamos, el Negro y Charly se quedaron. Quedamos en encontrarnos luego, en
un costado del surco que hacía el brazo de agua, después de la quebrada,
después del pueblo.
Salimos
atravesando la espesura de la grieta en la piedra, para terminar en una especie
de pasadizo exactamente a una cuadra de la plaza, que de noche parecía otra
cosa. En alguna parte del camino levanté una vaina de semillas que parecía un
barquito. Algo más bien ominoso parecía a punto de suceder en cualquier
momento.
La
placita estaba vacía, a excepción de un niño de unos siete años, en silla de
ruedas. Miraba el piso, como buscando algo. Tenía corte taza y usaba anteojos.
¿Han
visto la luz?, preguntó el niño. Me escondieron la luz, se quejó, agarraron la
luz y la escondieron por acá.
Mariana
se ofreció a ayudarlo. Buscábamos un encendedor que le escondieron tres chicos
malos bajo alguno de los pocos árboles que vegetaban en la plaza y que con la
noche parecían volver a la vida. Después de un buen rato, le ofrezco el mío.
Gabriel nos agradeció, nos preguntó si quisiéramos acompañarlo. Hay fiesta en
casa, dijo, hoy es mi cumpleaños.
Mariana
y yo nos miramos, dimos las gracias y seguimos nuestro camino, atravesando la
plaza. Gabriel insistió en que le aceptáramos al menos unas fichas para jugar a
los videojuegos en el bar; guardé en el bolsillo mis fichas y las de Mariana.
Entramos
al bar. A pesar de las telarañas, todo parecía funcionar bastante bien, aunque a
cada rato se producía una baja de tensión y los juegos se reseteaban. En uno de
los rincones, encontramos a Charly tomando una birra, esperando su turno para
jugar Snow bros. El Negro olfateaba a dos señores que buscaban una canción en
la rockola. Mariana iba a mirar los juegos que había mientras yo pasaba al
baño, en el fondo del local.
El
baño estaba estropeado. Una tenue lamparita alumbraba el espejo y el lavamanos,
había un mingitorio y una cabina con un inodoro. Entré y vomité, la realidad
resultaba espesa. Dos chicos entraron al baño en ese momento y se pusieron a
picar una tiza. Salí, pedí permiso y me lavé las manos.
Cuando
llegué a la máquina de Snow bros, Charly jugaba y el Negro parecía esperar su
turno. Vi que se acordaba todos los trucos y busqué con los ojos a Mariana, que
se había hecho cargo de la música del local, pensé, al escuchar una ranchera
tarantinesca.
Bailaba
sola, cerca de las mesas de pool. Me acerqué y le di un beso, mientras me ponía
a bailar con ella. Cuando se terminen las fichas nos vamos, dijo, la rockola ya
me comió dos. Oímos a Charly maldecir en voz alta al producirse el apagón y a
los chicos del pueblo que atendían el local reír con disimulo.
Usé
mis fichas para poner otra canción en la misma onda. Charly pedía otra cerveza,
el Negro había salido. Mariana y yo tomábamos un agua saborizada de pomelo.
Casi no quedaba nadie. Cruzamos las miradas, atravesando el local, y convenimos
en seguir viaje. Las fichas que sobraban las pusimos en una gorra huérfana de
mendigo que descansaba afuera del bar; sonaba una canción de Baglietto.
Caminamos
fuera de las luces, lejos de la quebrada, lejos del pueblo. Mariana y yo íbamos
bastante detrás de Charly, que parecía seguir el liderazgo del Negro. Un
quiosco emplazado en una ventana fue el último contacto con la humanidad que
tuvimos antes de llegar a un costado del codo que hacía el agua, después del
pueblo, después de la quebrada.
Bajamos
por una cuesta hasta alcanzar la orilla. La noche estaba oscura, la luna había
desaparecido detrás del cerro. Nos sentamos entre las piedras, hablando de
todo, especialmente de fantasmas. El Negro escuchaba aburrido, hasta que una
presencia al otro lado del agua le llamó la atención. A todos, en realidad,
pero él fue el primero en notarla, parando las orejas, erizando el lomo, poniéndose
alerta.
¿Vieron
eso?, preguntó Mariana. Como una luz blanca…
¿Qué
luz?, pregunté.
¿Esa
luz de enfrente?, dijo Charly.
Hicimos
silencio.
La
figura se movía rápido, un borrón pálido tambaleándose de izquierda a derecha,
de derecha a izquierda.
Al
principio parecía un animal. Tenía buen porte, algo grande para ser una liebre
o un zorro. Sentí al miedo crecer. Mientras más cerca estaba, más grande era;
parecía tejido de bruma.
En
realidad, parecía no tener forma. Parecía estar buscando un envase conveniente
para su encuentro inevitable con los cuatro seres que aguardábamos al otro lado
del río.
Algunos
vimos lo que podría ser catalogado como una suerte de felino; según Mariana,
eso era un perro, uno muy grande y fantasmagórico. Coincidimos en el color,
blanco o más bien grisáceo.
Zigzagueó
un largo rato, hasta quedar frente a nosotros, pero del otro lado del río, como
evaluando algo.
Nadie
se mueva, susurró Mariana.
La
luz tomó forma humana. Vestía una larga capa blanca, y ocupaba una enorme y
blanca madera como bastón.
Nadie
se mueva, repitió Mariana, poniéndose de pie.
¿Qué
quieres?, preguntó al ente.
Silencio.
¿Qué
quieres?, repitió, casi gritando. Pareció la eternidad.
Juro
que una bruma inexplicable salía de todas partes, incluso de nuestro aliento.
El Negro lanzó algo que quiso ser un ladrido y pareció más bien un lamento, una
suerte de denuncia. Parecía saber quién o qué era aquello frente a nosotros.
San
Pedro, dijo.
A
mí me parece el diablo, susurró Charly.
Es
algo, dijo Mariana. Estamos en un umbral, no se olviden. Puede haber de todo acá.
El
ser no dijo nada, pero tampoco se movió. Parecía esperar algo.
Saqué
el barquito del bolsillo y se lo di a Mariana, que lo puso en el agua. El Negro
nos lamía las manos. Tratábamos de no respirar. Nuestros movimientos eran
pensados y temblorosos.
La
figura se movió hacia nuestra izquierda, mientras nosotros, todos nosotros, nos
parábamos muy, muy lentamente, y una respiración profunda, colectiva —inhalar,
exhalar, decía la voz— guiaba nuestros actos con sutil delicadeza, con suprema
conciencia del momento en el que estábamos. Aquí, ahora, decía la voz.
Cuando
eso terminó de cruzar el río y se alejó unos pasos por el camino, ya era una
vieja gris, con una bolsa de papel bajo el brazo, que mirábamos desde atrás. El
Negro se levantó y se fue, con trajinar cansino, detrás de la figura. No
atinamos a decir o hacer nada hasta que pasó un buen rato.
Amanecía
cuando nos levantamos y nos fuimos. En el camping no había nadie, así que
dejamos el dinero en la mesada, juntamos las cosas y volvimos a casa en
silencio. Charly eligió quedarse. La última vez que lo vimos, tarareaba una
canción y Dios y el diablo susurraban cosas a su espalda.