miércoles, 29 de mayo de 2019

Apuntes sobre el Estado




En estos días se habla poco de lo que es el deber de un Estado, incluso de lo que un Estado es, lo cual, a mi criterio personal, es un error que nos hace caer en comentarios y confusiones casi terraplanistas. 

Vivimos en un Estado del yo, la dictadura del ego. El yo es el estado "natural". El Otro siempre se encuentra, en el reparto de fuerzas, en minusvalía. La elección entre la piedad y la violencia es una simple variación de grado, de forma y de disfraz. Restituir la equidad, la mirada inocente, enjuagar las palabras de la tribu (y con ello la percepción de realidad) es la tarea del chamán.

Lo del Estado es algo, un conocimiento, que hay que reforzar de vez en cuando, como tantas otras cosas. La instrucción cívica queda recluida en las escuelas, cuando debería ser algo permanente. Los pueblos nunca se equivocan, pero a veces, tienen la memoria de un pez. 

La disputa por la realidad es la definición de la política. Al menos, una de sus aristas. En esa disputa también entran la definición de Estado y sus obligaciones.


Un Estado es una superestructura social que, según Weber, como administración, sostiene el uso monopólico de la fuerza. Es decir, el monopolio de la violencia. Según el marciano Marx, el Estado no es el reino de la razón, sino de la fuerza; no es el reino del bien común, sino del interés parcial; no tiene como fin el bienestar de todos, sino de los que detentan el poder; no es la salida del estado de naturaleza, sino su continuación bajo otra forma. Idea a la que sin duda suscribiría Hobbes. Otros, como Hegel, sostienen que el Estado es la conciencia de los pueblos, la realidad de una idea ética, el espíritu ético en cuanto voluntad patente, clara por sí misma, sustancial, que se piensa y se conoce, y que se cumple lo que sabe. 


Por supuesto, alrededor de todo ello revolotea la disputa por la realidad. Conceptos de Estado que rondan sobre el orden como principio organizador de la vida en comunidad. Un orden que, como reflexiona Marx, es la continuación de la naturaleza. Darwinismo social: todavía sobrevive el más apto. El orden, regulado por la violencia como herramienta última. 

Hoy en día, esto no es tan así. Al menos, no es tan claro quien detenta el poder de ejercer violencia, de forma real o simbólica. Pero no nos adelantemos.


El humano, como animal, es un depredador omnívoro. Un conquistador que ha “civilizado” su sed de dominación, disfrazándola de autoridad. El Estado surge inmediatamente de ello, en una población determinada, con un territorio definido. Sobre la palabra Estado generalmente confluyen estas otras tres: autoridad, población, territorio. Más adelante, se le incorpora el concepto de soberanía.


La autoridad depende de la legitimidad. Antiguamente, la autoridad bajaba del cielo: existían los emisarios de dios en la tierra, los sabios, los santos, los elegidos, los dueños de la palabra -de su producción y distribución-, los reyes, los príncipes. Hoy se recibe legitimación de otras formas, un poco más transparentes que aquellas provenientes de linajes “puros”, “de sangre azul” o de mensajes esotéricos interpretados por unos pocos.  O eso parece, al menos.


La soberanía es el carácter supremo del que aplica la ley, del que tiene la capacidad para hacerlo. Así como antes soberanos eran los reyes, ahora es la colectividad o pueblo, y ésta da origen al poder enajenando sus derechos a favor de la autoridad, dijo un autor, justificando el contrato social. Cuántos pueblos se han refundado en base a esa idea, a esa “democratización” de la soberanía. 


Democratización en papeles, podría decir alguien (el enano pelado y liberal que todos llevamos dentro), puesto que se “delega” el poder del pueblo a un cuerpo de “gobernantes”. Los gobernantes adoptan una máscara y desempeñan (representan) un papel en el tablado, "un cargo". Es un teatro un poco más grande, nada más. Pero siguen actuando, como todos. Todos hablan de pueblo. No todos dimensionan de la misma forma el tamaño de la palabra. 


La democracia podrá ser un sistema pútrido, decadente, burgués, pero es lo mejor que tenemos, podría replicar otro. Hemos vivido todos los totalitarismos. El último está en la casa, según el capitalismo y el psicoanálisis. La pequeña novela familiar. Porque hay novela, hay Estado.

Vivimos en un Estado del yo, la dictadura del ego. El yo es el estado "natural". El Otro siempre se encuentra, en el reparto de fuerzas, en minusvalía. La elección entre la piedad y la violencia es una simple variación de grado, de forma y de disfraz.

Hasta ahora. Toda disputa por la realidad es política. La realidad se construye con imágenes perceptibles, penetrantes -y penetrables-. El día que el animal humano salga del estado de naturaleza coincidirá con el fin del Estado, profetizaba el fantasma de nuestro padre. Restituir la equidad, la mirada inocente, enjuagar las palabras de la tribu (y con ello la percepción de realidad) es la tarea del chamán. 






La construcción de realidad es un consenso, una relación de fuerzas entre quien sostiene la soberanía y la legitimidad -de lo que se puede percibir, lo que se puede mostrar, lo que se puede decir- y los que se someten a la misma, voluntaria o involuntariamente (el último paso es la violencia). En ponernos de acuerdo en que esto es rojo, aquello un caballo, esto otro una calesita, aquello el amor, esto otro la pobreza y allá lejos, la libertad. Con reglas definidas puestas por un “árbitro, un código, un elemento superador”. En cierta forma, todo formato impuesto de orden puede ser considerado como una dictadura. Habría que calificar como relevante sólo el problema de quién gobierna (quién nombra) y no solo el cómo. Falta algo, un salto, que nos haga morder nuevamente la manzana. 


"La comunicación es la transmisión y propagación de información, nunca una idea nueva". Estoy citando a Deleuze. "Una información es un conjunto de palabras de orden", dice el jovie. "Cuando se informa, se dice aquello que se debe creer: Informar es hacer circular una orden. Las declaraciones de la policía, continúa Deleuze, son dichas muy exactamente, son comunicadas; se nos comunica la información, quiero decir, se nos dice aquello que es conveniente que creamos. O si no, que no creamos, pero que hagamos que lo creemos, no se nos pide que creamos, se nos pide que nos comportemos como si creyéramos. Esto es la información, la comunicación, e independientemente de estas palabras de orden y de la transmisión de las palabras de orden no hay comunicación, no hay información. Lo que no lleva a decir que la información es exactamente el sistema de control". 


El uso monopólico de la fuerza ya no lo detenta el Estado, porque el Estado es otra ficción, una construcción. La violencia se escurre por los poros de lo social, el poder está en otro lugar. La fuerza física, puede ser, si me apurás, que siga en manos de lo que comúnmente llamamos Estado. La policía, los ejércitos, las cárceles. Pero la fuerza simbólica es de otros. 

Los mercados, los medios de comunicación. Pueden señalar, empujar, influenciar, abiertamente o bajo la mesa, hacia una dirección. Siguiendo un tipo, un protocolo. Pueden manosear y manipular al Estado –y al pueblo- sin que siquiera se perciba el acto. Son actores invisibles, sin máscara, que disfrazan su discurso de "natural", de "fatalidad inevitable". Esto, sumado a la decadencia de un sistema de representación que tiene su par de siglos plantea nuevos lugares de disputa, nuevos problemas, nuevos espacios donde se juega su carta el balance de poder entre dos o más fuerzas.

¿A dónde quiero llegar con esto, mis amigos?, me interpela un Salmón. Su voz se hace mía. Demasiada pelusa para muy pocos ombligos. No hablemos del arte, dice Deleuze, hablemos de contra-información. Una contra-información que no se vuelve efectiva sino solamente cuando es un acto de resistencia. 

La disputa por la realidad es la definición de la política. Al menos, una de sus aristas. Disputa que se da cita en el ámbito del estado de barbarie, de los nombres sin dueño, de la magia, de la poesía, del amor, de la empatía. Y de la libertad.

 




Digamos que una posible pregunta para arrancar a pensar sería, ¿cuál es el deber (la tarea) de un Estado, en este contexto?

sábado, 25 de mayo de 2019

Sobre la cumbia villera (parte I)



Hay que decir que ahora, en las ruinas de la historia, a la cumbia villera la han ido despojando de su lenguaje protestón e hiperrealista. Ahora está bien decir que se escucha Damas Gratis, fue aceptada por los hípsters. Hoy parece copado, cool. Somos de la generación donde se engendró la explosión de consumo de artistas a lo Lockett, Liniers, Kevin Johansenn y Lisandro Aristimuño. Pero también leímos a Cucurto, puteamos a Aira, escuchamos al Indio, la Nueva Luna, los Chaques y los Charros. Bueno, a Cucurto lo agarramos tarde. Bueno, no lo agarramos todavía.

Todavía recuerdo la denostación sufrida, por hacer o escuchar, esa “música de negros”. Vivíamos en el mismo barrio periférico, pero si escuchabas cumbia eras un negrito.

¡Qué loco, identificarse con generaciones de consumidores! ¡Generaciones seteadas, mainstream! Se podría hacer una historiografía del consumo impuesto por los mercados. Ah, ¿eso ya se hizo? ¿Por eso se dividieron las décadas del siglo XX?

Ojo, también había un consumo culposo, un aparentar, en la época. En ciertos grupos sociales. Miguel del Sel hacía bromas chabacanas por ese camino. La cumbia, en realidad, siempre fue el consumo culposo de la clase media argentina (esa que se identifica como clase media, la del algo habrán hecho, hijos o nietos de inmigrantes, con casa y auto, dos chicos, la escuela y los asados o la pasta los domingos). Eran consumos bizarros, como Lía Crucet, Pocho la Pantera, Gladis “la Bomba” tucumana, Ricky Maravilla, Vilma Palma.

La cumbia villera siguió ese derrotero para pelotudos como Tinelli, que consumíamos como locos también. Estaba bueno ser pobre, la estética tumbera. Jugar un poco a que te falte para morfar, y que las diversiones sean la merca y la pasta base, el vino suelto, las guitarreadas en la esquina. ¡Qué indefensos éramos! ¡Cuántos años de deconstrucción nos quedan! De todas formas, algunas cosas traspasaban los velos y podían ser aprehendidas como experiencia.

A Pablo le gustaba la música. Desde chico, cuando escuchaba a los Destellos, tocando cumbia clásica que haría bailar hasta al sordo de Beethoveen, y a los Mirlos, con su sonido amazónico ayahuasquero, en la radio de los viejos. Sabía que quería aprender ese lenguaje para comunicar las inquietudes de su alma. Y para agitar las palmas y bailar, en una modesta fiesta que la democracia, con la que se comía, se curaba y se educaba, dejaba a los barrios, donde el Estado era el transa de la esquina. Después vinieron la revolución productiva y el salariazo…ah no, cierto.

Trabajaba en una almohadería, a los doce, cuando junto al viejo se arremangaron, y pudo comprar su primer teclado, para aprender a tocar. En esa época ya escuchaba la música tirada abajo del rock cabeza. 2 minutos, ese tipo de cosas. Tuvo algunas clases de piano, las suficientes como para darle ganas de salir a las veredas a componer.

Entró en Amar Azul a mediados del picnic menemista de una clase media que se iba achicando sin darse cuenta, componiendo canciones para el grupo, tocando el teclado. Pero el uso del lenguaje del bajo, la vulgaridad de las letras, era demasiado fuerte para sus compañeros. El lujo es vulgaridad, dijo él, en aquel entonces. Pero ellos no escuchaban a los Redondos.

Las canciones se empezaban a juntar, a medida que iba registrando como esponja el contexto de miseria, dentro de viñetas de vivencias de humilde muchacho veinteañero, el hijo de doña Norma, el de acá nomás, que empezaba a experimentar los placeres narcóticos de las calles, la velocidad del dinero que nunca dormía y que caía en cuenta gotas, en un derrame cloacal, y la compañía de marginados marginales. Siempre hay posibilidad de atomización, incluso dentro de la marginalidad extrema. Las bondades del capitalismo.

Una vez que pudo solventarse, compró equipos e instrumentación, para hacer la música que a él le gustaría hacer. Armó un grupo de cumbia, del que no iba a formar parte más que como compositor fantasma y algo como manager. La banda tenía un lenguaje, una forma definida, y se llamaba Flor de Piedra.

La vanda más loca (sic), primer disco del conjunto, no encontró difusión entre las empresas discográficas. Una emisora ilegal aceptó pasar el primer track como corte de difusión. Sos botón, canción de gaste a un amigo policía, fue todo un éxito. Las empresas discográficas tradicionales echaron ojo (pintó el billete), y así nació el rotulo –comercial, despectivo, popular- de cumbia villera.

Vago yo soy, escucho cumbia colombiana, hacía cantar Pablito a sus amigos, Coca y cerveza. Flor de piedra fue todo un suceso. La situación del país por supuesto ayudó, ajustando la realidad a la estética de la banda. Ya estábamos en el año de la Alianza, el señor aburrido manejaba su caracolomóvil, supongo que personajes como Lanata habrían estado fundando su decimoquinta revista mientras se daban el lujo de ser boludeados por Charly García, el traductor de Benesdra andaría dando vueltas por ahí como marca orillera de los noventa que se le escapó a David Viñas, Asís seguiría en el arco argumental menemista como todos sus personajes. Creo que Galeano estaba vivo y seguro decía cosas copadas, en la selección Nacional estaba el Loco Bielsa que hacía correr como loco al Burrito Ortega, y los militantes del hambre comenzaban a entretejer los mecanismos con los que iban a dejar folletines de Banelco en los despachos de compañeros interesados. Como ahora, que entre compañeros de laburo se pasan cartillas de Violetta –con dos te- Fabiani, o se venden ropas, o chucherías de la triple frontera, o chipacitos.

Llegó el Y2K y lo único que cambió en este rincón de tierra fue que cada vez eran más, los pobres, los reventados del modelo. Pablo vivía al palo, como todo músico popular. Como Rodrigo, que fue una estrella fugaz en todo sentido.

Los accidentes de tránsito eran moneda corriente entre los músicos tropicales, que cobraban poco dinero –bastardeados por la industria- y se debían siete u ocho shows por noche, con la consiguiente baja de calidad en el producto.

La realidad más apetecible –a la única que podían acceder, además, como aspiración de clase- era la noche, con las mieles del éxito y la falopa, el reviente, como caballo, junto al cual cualquier artista popular terminaría comiéndose una curva, al mejor estilo de un Ayrton Senna de la borra del subdesarrollo, a decir de un salmón que le dio una tardía bienvenida, quince años después.

Estamos cansados de tanta represión y vamo’ a tomar esta prisión. Pablo Lescano y sus Damas Gratis. Había dejado Amar Azul, el largo reposo luego del accidente trajo canciones nuevas y una nueva vida, ahora había tomado el control. Era el dueño del pabellón.




miércoles, 15 de mayo de 2019

Todos los caminos me llevan al infierno





En vistas de dejar plasmada una experiencia, y… En realidad, para ser sincero, nada más porque pasaba por acá, ahora que me veo rodeado de tan nobles señores, quisiera aprovechar mi oportunidad… para decir, para contar, para dejar un canto engolado, para revivir y finalmente entender el momento histórico, social y cultural que envuelve a los monos desnudos. 

Ahora que tengo este foco sobre la cabeza, quisiera decir, quisiera… mostrar, que hay otra forma de ver la vida, que existe una peregrinación, un camino, el camino del héroe, que todos surcamos y en el que a veces o siempre las cosas pasan como en un vendaval, y hay una corriente que te lleva en un suspiro hacia los más engalanados momentos, lo que uno llama vida, bah, este pequeño momento de gloria, de cuerpos sobre el espacio, dejados a la intemperie para que el tiempo, gran artista si los hay, haga su juego impasible de retoques y pastiches. 

Quisiera… dejar un canto, al estilo del canto teatral de los poetas, que hoy está tan ninguneado, pero… disculpen, me interrumpo. Debo decirlo, confesarlo. Soy un mal poeta y doy mi testimonio. Es cierto lo que se dice, a todo mal poeta le llega su buen poema, un día, el santo aparece al que prende las velas, y algo me dice que es un buen poema, este, por sobre todas las cosas, aún sin poder dejar atrás la soberbia de bolsillo de ir nombrando las cosas, como ladronzuelo al costado de la historia, como hechicero de feria, como laburante de una kermesse vagabunda que cree, que sabe, que siente, que se puede vivir de otra manera, que se puede volver al aquí y ahora, que la tierra no tiene nombre, y que los seres que la habitan tienen enseñanzas necesarias, y son maestros en el camino, en el sendero del verdadero cambio, que es nuestro deber entender finalmente al planeta, a la tierra, como casa, como una casa, que, forzosamente, y por suerte, entiendo, nos incluye a todos. 

No quisiera dejar de nombrar, aquí, entre tan respetable compañía, que hay infamias que ya no pueden sostenerse, que se ha intentado dar el viso de normalidad a un cambio sutil pero ensordecedor, y es cierto, algunas veces hay conceptos que han quedado añejos, pero que sirven tal vez para aproximar dos pensamientos, el suyo, el mío, y tal vez empezar a pensar mejor, proponer un juego, eso es lo que uno comúnmente llama diálogo, generalmente se hace frente a frente así se percibe al Otro ser respirando, parpadeando, sintiendo.

Ahora que nos podemos tutear, podemos volver a pensar otro tipo de dispositivos de encuentro, y podemos volver a entender que otra interpretación de la realidad es posible. La política es la disputa por la realidad, respetables compañeros. La realidad se va desenrollando entretejida de muchas tensiones, y hay que percibirlas. La primera es la que viene como defecto intrínseco del sí mismo, es producto de su conciencia. El viejo relato de la manzana, compañeros. 

La conciencia, el yo, implica numerosos problemas. Pero también posibilidades, juegos, senderos abiertos. Hay que saber comprender y percibir los vientos, estudiar los movimientos. No es como contar tallitos de milenrama, aunque… concedo, los chinos la tenían más sólida a toda esa secuencia cíclica de la vida. Igual, sospecho que traer el I Ching a este tipo de tertulias es de mal gusto, les pido disculpas si he ofendido a tan honroso público. 

Estimadas damas, queridos caballeros, después de todo, ¿el poeta, qué sabe de modales? Aunque algunos estamos más emparentados con el bufón del reino que con Dante, sin embargo, debo decirlo, para romper una lanza por el gremio: todos hemos bajado y vuelto del último rincón de los infiernos, hemos probado el cielo, nos hemos encerrado en nuestras cárceles de ego y hemos roto las cadenas y visto el aleteo de las mariposas, hemos vibrado en el corazón de la selva, hemos probado todos los venenos de la tierra y hemos comprobado, fehacientemente, que nada es más delicioso que el agua, también hemos percibido el frío de la calle, la nieve, la lluvia, la vejez de los niños, la voz del pueblo en los ancianos, el lenguaje de los árboles, la fuerza de los ríos, la conciencia del mar, el verdadero color de los sueños, la enormidad de la esperanza, los días de cielo claro, las pequeñas sonrisas, el perfume de las flores, el encuentro de dos almas mirando pasar los días. 

Señores, en verdad no quiero robarles su tiempo, simplemente siento que hay algo que decir, y cada día lo digo un poquito. Lo que pasa es que se me han juntado los días, en el calendario mojado se pegaron las putas páginas, y se me han juntado los días, y ya no tengo mañana, y tengo que respirar hondo y hablar, poder transmitir un discurso que logre perforar hasta los cuadros en la pared, hablo de Chaplin, y también de Orwell, y de Kafka, Borges y toda ensalada, ustedes saben, donde conviven los ladrones de las manos de Perón, las viudas de Trotski, los cuentos de terror para chicos de Carlos Marx, el fin de la inocencia de Videla, las ruinas bombardeadas de la historia, los invisibles colándose en los márgenes más terribles de los textos. Nada de lo que hemos intentado ha servido, señores. El universo no es nuestro, muchaches. Para que lo piensen. Hay algo ahí afuera, y está muy bueno. 

Todavía florecen los poetas, hacemos un silencioso periodismo, seguimos repitiendo en cada frontera, en cada exótico territorio donde se jueguen su carta la violenta libertad y su lenguaje, para enjuagar las palabras de la tribu, para señalar una pared, para dejar un testimonio, un pequeño manifiesto, para silbar en los ratos en que no silba el viento, y seguir caminando acompañados, un poquito más cerca, un poquito más juntos. ¡Perro! ¡Ay de mi, qué maleducado!¿Ustedes… de qué estaban hablando?


lunes, 6 de mayo de 2019

Esa mujer




Rodolfo Walsh






El coronel elogia mi puntualidad:

—Es puntual como los alemanes —dice.

—O como los ingleses.

El coronel tiene apellido alemán.

Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.

—He leído sus cosas —propone—. Lo felicito.

Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.

Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.

El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.

Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.

Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.

El coronel sabe dónde está.

Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.

Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.

—Esos papeles —dice.

Lo miro.

—Esa mujer, coronel.

Sonríe.

—Todo se encadena —filosofa.

A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.

—La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.

—¿Mucho daño? —pregunto. Me importa un carajo.

—Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años —dice.

El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.

Entra su mujer, con dos pocillos de café.

—Contale vos, Negra.

Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.

—La pobre quedó muy afectada —explica el coronel—. Pero a usted no le importa esto.

—¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.

El coronel se ríe.

—La fantasía popular —dice—. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.

Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.

—Cuénteme cualquier chiste —dice.

Pienso. No se me ocurre.

—Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.

—¿Y esto?

—La tumba de Tutankamón —dice el coronel—. Lord Carnavon. Basura.

El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.

—Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.

—¿Qué más? —dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.

—Le pegó un tiro una madrugada.

—La confundió con un ladrón —sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.

—Pero el capitán N...

—Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.

—¿Y usted, coronel?

—Lo mío es distinto —dice—. Me la tienen jurada.

Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.

—Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.

—Me gustaría.

—Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?

—Ojalá dependa de mí, coronel.

—Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.

Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.

—Mire.

A la pastora le falta un bracito.

—Derby —dice—. Doscientos años.

La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.

—¿Por qué creen que usted tiene la culpa?

—Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.

El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.

—Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.

—¿Qué querían hacer?

—Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.

—Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.

—Y orinarle encima.

—Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! —digo levantando el vaso.

No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.

—Esa mujer —le oigo murmurar—. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.

El coronel bebe. Es duro.

—Desnuda —dice—. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd —el coronel se pasa la mano por la frente—, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...

Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos.

La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.

—Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.

Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.

—...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire

—el coronel se mira los nudillos—, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?

—No.

—Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.

Vuelve a servirse un whisky.

—Pero esa mujer estaba desnuda —dice, argumenta contra un invisible contradictor—. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.

Bruscamente se ríe.

—Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.

Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.

—Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.

—¿Pobre gente?

—Sí, pobre gente —el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior—. Yo también soy argentino.

—Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.

—Ah, bueno —dice.

—¿La vieron así?

—Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...

La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.

—Para mí no es nada —dice el coronel—. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.

Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.

—A mí no me podía sorprender. Pero ellos...

—¿Se impresionaron?

—Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.

Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".

—Beba —dice el coronel.

Bebo.

—¿Me escucha?

—Lo escucho.

Le cortamos un dedo.

—¿Era necesario?

El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.

—Tantito así. Para identificarla.

—¿No sabían quién era?

Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".

—Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?

—Comprendo.

—La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.

—¿Y?

—Era ella. Esa mujer era ella.

—¿Muy cambiada?

—No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.

—¿El profesor R.?

—Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.

En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.

—¿Enciendo?

—No.

—Teléfono.

—Deciles que no estoy.

Desaparece.

—Es para putearme —explica el coronel—. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.

—Ganas de joder —digo alegremente.

—Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.

—¿Qué le dicen?

—Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.

Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.

—Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.

El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.

—La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.

Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.

—Llueve —dice su voz extraña.

Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.

—Llueve día por medio —dice el coronel—. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.

Dónde, pienso, dónde.

—¡Está parada! —grita el coronel—. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!

Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.

—No me haga caso —dice, se sienta—. Estoy borracho.

Y largamente llueve en su memoria.

Me paro, le toco el hombro.

—¿Eh? —dice— ¿Eh? —dice.

Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.

—¿La sacaron del país?

—Sí.

—¿La sacó usted?

—Sí.

—¿Cuántas personas saben?

—DOS.

—¿El Viejo sabe?

Se ríe.

—Cree que sabe.

—¿Dónde?

No contesta.

—Hay que escribirlo, publicarlo.

—Sí. Algún día.

Parece cansado, remoto.

—¡Ahora! —me exaspero—. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!

La lengua se le pega al paladar, a los dientes.

—Cuando llegue el momento... usted será el primero...

—No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.

Se ríe.

—¿Dónde, coronel, dónde?

Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.

Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.

—Es mía —dice simplemente—. Esa mujer es mía.