jueves, 27 de febrero de 2020

Cuarteles de invierno, algunos apuntes




Caminando por las calles de Londres, escuchando a Clash. Así te imagino, aunque no creo que eso haya sido precisamente lo que has hecho. No veo a Londres como London Calling; pienso en Bowie, el Jesús de los suburbios. Hay historias de patos mordiendo a perros, largas historias detectivescas de las que no puedo desactivar un gen enrarecido que atribuyo a la sensación de inminente apocalipsis que carga toda mi generación. Me cuentan que la reina verdadera está en un barrio del suburbano, en silla de ruedas, con un cuervo en el hombro. Bastante loco.

Empezar a ver cierta “lógica” –entre comillas, por favor- en el entretejido de las cosas es esclarecedor pero excluyente; hay peligros de torres de marfil, castillos de ego que hay que evitar construir, o en todo caso que debe superar; en el camino del héroe está previsto todo esto; estudiar la caracterización de los textos, qué es lo que hace a un discurso un discurso profético -¿existen todavía o esa categoría fue engullida por discursos paranoides atomizados? , cuales son las marcas en el hilvanado de palabras que hacen que un discurso tenga determinadas características y no otras. ¿Para qué? Intentamos evitar el fascismo interior, la megalomanía, la locura. Aunque sabemos que esto no es lo más peligroso, de todas formas.

Casualmente, la locura colectiva parece ser siempre la más razonable. Después del desarrollo humano de fábricas de muertos, estilo Auschwitz o la ESMA, esto está fuera de discusión. Algo que pinta muy bien Soriano es el trazo tragicómico del ser argentino. Quedarse con la idea de puertas que se traspasan, de distintos escenarios esparcidos a lo largo de un teatro. No hablo sólo del tablado, del escenario propiamente dicho. El viaje del héroe es una suerte de movimiento, en cierto punto.

¿Por qué somos argentinos? Porque en nuestra infancia nos enseñaron a ser argentinos; aunque sea de forma tangencial vuelven determinados símbolos, a determinada hora; todos hemos sentido alguna vez el pulso de la Historia. Qué tentador este discurso unificador, qué perfecto hasta en los baches hechos por la memoria, fíjese, los que permiten enlazar, como una bruma, la utopía argentina. Sombra terrible de Facundo, etcétera.

Tengo planes musicales, para los cuarteles infernales, parafraseando a Calamaro leyendo a Soriano; me voy echando de menos, canta, a los amigos buenos, las pequeñas grandes cosas. Cuarteles de inverno tiene cierta forma de ir adentrándose en lo onírico, pienso en la escena del hospital, la salida del cadáver; el culto a la amistad especificando la cantidad de círculos que posee el infierno y el corolario de unos Dante y Virgilio muy particulares.

Virgilio como el amigo imaginario de Dante; ¿Rocha como el amigo imaginario de Galván?, vos sí que sos un pícaro, Georgie boy.

La sublimación a nivel simbólico a través de la pintura de determinados arquetipos es remarcable.

El gordo Soriano como legitimación de un discurso nuevo; la gente busca y lee el diario donde escribe Soriano, un escritor de literatura popular, menospreciada por el stablishment literario pero no por los ciudadanos de a pie. El escritor de ficciones como desarticulador de la ficción del poder estatal (y en su momento, quizás también del poder a secas). Soriano es un detective alucinando una Argentina delante de una máquina de escribir, Soriano dibujando la Argentina delante de su máquina de escribir.

Ciertamente algo de Soriano que se nota a primer vuelo es una relación íntima con la lengua popular y una intuición que podría asociarse a determinadas formas de valorar el talento. Creo que los hábitos en los escritores tienden a dejar ciertas marcas, porque tenemos cuerpos, en definitiva, porque esto que estamos haciendo y se llama escritura se transmite a lo largo de un cuerpo en primer lugar antes de siquiera tomar contacto con la pared blanda -es verdad: hay un paso previo y es la concepción del acto en la mente; ¿dónde ubicamos a la mente?-. En algunos escritores esta marca del cuerpo en la literatura es la miopía, en otros las huellas de la vida bohemia, el uso de diversos venenos, en otros el cigarrillo, o la música, la vida nocturna. Según la leyenda, Soriano escuchaba historias que le traían las lechuzas.

Pareciera conveniente siempre llevar la historia (una historia cualquiera, una protohistoria incluso) a escenarios definidos y maquetados, como pueblos o instituciones; se rescata muy bien la paranoia que circula por estas maquetas republicanas, al igual que la presencia del terrorismo de Estado.
El pensamiento del ejército invadiendo la cultura popular; la injerción en el terreno del boxeo es magistral; el sentido del humor a lo largo de la historia es muy fino y a la vez accesible en distintos niveles.

Pienso en Soriano y creo que me gustaría intentar asomarme un poco más a ese mundo; parece piola el muchacho. Amo la porción de Salgari que veo en sus ojos.

Creo en el amor a través del tiempo y la materia, creo que hay hilos inexplicables a lo largo de la historia que solo pueden sostenerse con un vínculo del tipo astral o algo por el estilo. Pasa que está mal desde todo punto de vista admitir ciertas cosas; un amor a destiempo tiene esas cosas, ¿pero no es el amor, acaso, eso que sucede fuera del tiempo?

¿Dónde está la idea de lo que es Argentina?, ¿En qué cajón de la mente se guarda?

Una especie de potencia remanente, una desmesura; es un hueco existencial, un significante (para) siempre vacío; la locura, el emerger de la conciencia, transformar el dolor en militancia. La inadaptación social, el cielo como bandera; pienso que a los argentinos nos han imbuido (quizás sin saberlo, pero con cierta intuición poética que es de lo mejor que tiene el espíritu humano) con un circuito peligroso para el sistema de opresión mundial, y que no es otro es el que tienen todos los pueblos (hablo de los pueblos, como colectivos históricos) de significarse a sí mismos, el de soñar, con la libertad, la justicia y la soberanía de todos los habitantes del planeta.

Hay un nuevo movimiento, un nuevo viejo movimiento que rescata la empatía, y que dice Yo es Otro. A los argentinos nos tocó la parte de la bandera, en la repartición de señas populares de un movimiento de liberación que abarcará a toda la raza humana, y que un día terminará con la percepción de etiquetas, fronteras y otras yerbas, reencauzando a la raza entera sobre la conciencia de estar habitando un planeta vivo, mayor que las hormigas que lo surcan.

Las ganas de compartir una locura, la periodicidad del movimiento, la interminable eternidad que supone un gesto diminuto. Lo estoy haciendo panfleto; estoy desecho, lleno de lágrimas. Entregué lo único sagrado que tenía en este altar a la Belleza; maldita suerte.

Cuando tenga la tierra suena hasta en Netflix, y eso que parece tan superfluo es algo importante; estamos parasitando el lenguaje. No sé si es así la historia, sé que hay dos historias que se cuentan, una por arriba, otra en lo profundo. Hay un nombre solitario que permanerá inabordable durante la eternidad; el precio de la poesía es el silencio. Es así, más que eso no podremos aprehender jamás.


El estilo, según el peruca Vargas Llosa.



El estilo es ingrediente esencial, aunque no el único, de la forma novelesca. Las novelas están hechas de palabras, de modo que la manera como un novelista elige y organiza el lenguaje es un factor decisivo para que sus historias tengan o carezcan de poder de persuasión. Ahora bien, el lenguaje novelesco no puede ser disociado de aquello que la novela relata, el tema que se encarna en palabras, porque la única manera de saber si el novelista tiene éxito o fracasa en su empresa narrativa es averiguando si, gracias a su escritura, la ficción vive, se emancipa de su creador y de la realidad real y se impone al lector como una realidad soberana. Es, pues, en función de lo que cuenta que una escritura es eficiente o ineficiente, creativa o letal.

Quizás debamos comenzar, para ir ciñendo los rasgos del estilo, por eliminar la idea de corrección. No importa nada que un estilo sea correcto o incorrecto; importa que sea eficaz, adecuado a su cometido, que es insuflar una ilusión de vida —de verdad— a las historias que cuenta. Hay novelistas que escribieron correctísimamente, de acuerdo a los cánones gramaticales y estilísticos imperantes en su época, como Cervantes, Stendhal, Dickens, García Márquez, y otros, no menos grandes, que violentaron aquellos cánones, cometiendo toda clase de atropellos gramaticales y cuyo estilo está lleno de incorrecciones desde el punto de vista académico, lo que no les impidió ser buenos o incluso excelentes novelistas, como Balzac, Joyce, Pío Baroja, Céline, Cortázar y Lezama Lima. Azorín, que era un extraordinario prosista y pese a ello un aburridísimo novelista, escribió en su colección de textos sobre Madrid: «Escribe prosa el literato, prosa correcta, prosa castiza, y no vale nada esa prosa sin las alcamonías de la gracia, la intención feliz, la ironía, el desdén o el sarcasmo».

Es una observación exacta: por sí misma, la corrección estilística no presupone nada sobre el acierto o desacierto con que se escribe una ficción. ¿De qué depende, pues, la eficacia de la escritura novelesca? De dos atributos: su coherencia interna y su carácter de necesidad. La historia que cuenta una novela puede ser incoherente, pero el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que aquella incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir. Un ejemplo de esto es el monólogo de Molly Bloom, al final del Ulises (Ulysses) de Joyce, torrente caótico de recuerdos, sensaciones, reflexiones, emociones, cuya hechicera fuerza se debe a la prosa de apariencia deshilvanada y quebrada que lo enuncia y que conserva, por debajo de su exterior desmañado y anárquico, una rigurosa coherencia, una conformación estructural que obedece a un modelo o sistema original de normas y principios del que la escritura del monólogo nunca se aparta.

¿Es una exacta descripción de una conciencia en movimiento? No. Es una invención literaria tan poderosamente convincente que nos parece reproducir el deambular de la conciencia de Molly cuando, en verdad, lo está inventando. Julio Cortázar se jactaba en sus últimos años de escribir «cada vez más mal». Quería decir que, para expresar lo que anhelaba en sus cuentos y novelas, se sentía obligado a buscar formas de expresión cada vez menos sometidas a la forma canónica, a desafiar el genio de lengua y tratar de imponerle ritmos, pautas, vocabularios, distorsiones, de modo que su prosa pudiera representar con más verosimilitud aquellos personajes o sucesos de su invención.

En realidad, escribiendo así de mal, Cortázar escribía muy bien. Tenía una prosa clara y fluida, que fingía maravillosamente la oralidad, incorporando y asimilando con gran desenvoltura los dichos, amaneramientos y figuras de la palabra hablada, argentinismos desde luego, pero también galicismos, y asimismo inventando palabras y expresiones con tanto ingenio y buen oído que ellas no desentonaban en el contexto de sus frases, más bien las enriquecían con esas «alcamonías» (especias) que reclamaba Azorín para el buen novelista. La verosimilitud de una historia (su poder de persuasión) no depende exclusivamente de la coherencia del estilo con que está referida —no menos importante es el rol que desempeña la técnica narrativa—, pero, sin ella, o no existe o se reduce al mínimo.

Un estilo puede ser desagradable y, sin embargo, gracias a su coherencia, eficaz. Es el caso de un Louis-Ferdinand Céline, por ejemplo. No sé si a usted, pero, a mí, sus frases cortitas y tartamudas, plagadas de puntos suspensivos, encrespadas de vociferaciones y expresiones en jerga, me crispan los nervios. Y, sin embargo, no tengo la menor duda de que Viaje al final de la noche (Voyage au bout de la nuit), y también, aunque no de manera tan inequívoca, Muerte a crédito (Mort à crédit), son novelas dotadas de un poder de persuasión arrollador, cuyo vómito de sordidez y extravagancia nos hipnotiza, desbaratando las prevenciones estéticas o éticas que podamos conscientemente oponerle.

Algo parecido me ocurre con Alejo Carpentier, uno de los grandes novelistas de la lengua española sin duda, cuya prosa, sin embargo, considerada fuera de sus novelas (ya sé que no se puede hacer esa separación, pero la hago para que quede más claro lo que trato de decir) está en las antípodas del tipo de estilo que yo admiro. No me gusta nada su rigidez, academicismo y amaneramiento libresco, el que me sugiere a cada paso estar edificado con una meticulosa rebusca en diccionarios, esa vetusta pasión por los arcaísmos y el artificio que alentaban los escritores barrocos del siglo XVII. Y, sin embargo, esta prosa, cuando cuenta la historia de Ti Noel y de Henri Christophe en El reino de este mundo, obra maestra absoluta que he leído y releído hasta tres veces, tiene un poder contagioso y sometedor que anula mis reservas y antipatías y me deslumbra, haciéndome creer a pie juntillas todo lo que cuenta. ¿Cómo consigue algo tan formidable el estilo encorbatado y almidonado de Alejo Carpentier? Gracias a su indesmayable coherencia y a la sensación de necesidad que nos transmite, esa convicción que hace sentir a sus lectores que sólo de ese modo, con esas palabras, frases y ritmos, podía ser contada aquella historia.

Si hablar de la coherencia de un estilo no resulta tan difícil, sí lo es, en cambio, explicar aquello del carácter necesario, indispensable para que un lenguaje novelesco resulte persuasivo. Tal vez la mejor manera de describirlo sea valiéndose de su contrario, el estilo que fracasa a la hora de contarnos una historia pues mantiene al lector a distancia de ella y con su conciencia lúcida, es decir, consciente de que está leyendo algo ajeno, no viviendo y compartiendo la historia con sus personajes. Este fracaso se advierte cuando el lector siente un abismo que el novelista no consigue cerrar a la hora de escribir su historia, entre aquello que cuenta y las palabras con que está contándolo. Esa bifurcación o desdoblamiento entre el lenguaje de una historia y la historia misma aniquila el poder de persuasión.

El lector no cree lo que le cuentan, porque la torpeza e inconveniencia de ese estilo hace a aquél consciente de que entre las palabras y los hechos hay una insuperable cesura, un resquicio por el que se filtran todo el artificio y la arbitrariedad sobre los que está erigida una ficción y que sólo las ficciones logradas consiguen borrar, tornándolos invisibles. Esos estilos fracasan porque no los sentimos necesarios; por el contrario, leyéndolos nos damos cuenta de que esas historias contadas de otra manera, con otras palabras, serían mejores (lo que en literatura quiere decir, simplemente, más persuasivas).

Jamás tenemos esa sensación de dicotomía entre lo contado y las palabras que lo cuentan en los relatos de Borges, las novelas de Faulkner o las historias de Isak Dinesen. El estilo de estos autores, muy diferentes entre sí, nos persuade porque en ellos las palabras, los personajes y cosas constituyen una unidad irrompible, algo que no concebimos siquiera que pudiera disociarse. A esa perfecta integración entre «fondo» y «forma» aludo cuando hablo de ese atributo de necesidad que tiene una escritura creadora. Ese carácter necesario del lenguaje de los grandes escritores se detecta, por contraste, por lo forzado y falso que resulta en los epígonos. Borges es uno de los más originales prosistas de la lengua española, acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX.

Por eso mismo ha ejercido una influencia grande, y, si usted me permite, a menudo nefasta. El estilo de Borges es inconfundible, dotado de extraordinaria funcionalidad, capaz de dar vida y crédito a su mundo de ideas y curiosidades de refinado intelectualismo y abstracción, donde los sistemas filosóficos, las disquisiciones teológicas, los mitos y símbolos literarios y el quehacer reflexivo y especulativo así como la historia universal contemplada desde una perspectiva eminentemente literaria conforman la materia prima de la invención.

El estilo borgeano se adecua y funde con esa temática en aleación indivisible, y el lector siente, desde las primeras frases de sus cuentos y de muchos de sus ensayos que tienen la inventiva y soberanía de verdaderas ficciones, que ellos sólo podían haber sido contados así, con ese lenguaje inteligente e irónico, de matemática precisión — ninguna palabra falta, ninguna sobra—, de fría elegancia y aristocráticos desplantes, que privilegia el intelecto y el conocimiento sobre las emociones y los sentidos, juega con la erudición, hace del alarde una técnica, elude toda forma de sentimentalismo e ignora el cuerpo y la sensualidad (o los divisa, lejanísimos, como manifestaciones inferiores de la existencia humana) y se humaniza gracias a la sutil ironía, fresca brisa que aligera la complejidad de los razonamientos, laberintos intelectuales o barrocas construcciones que son casi siempre los temas de sus historias.

El color y la gracia de ese estilo está sobre todo en su adjetivación, que sacude al lector con su audacia y excentricidad («Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»), con sus violentas e insospechadas metáforas, esos adjetivos o adverbios que, además de redondear una idea o destacar un trazo físico o psicológico de un personaje, a menudo se bastan para crear la atmósfera borgeana. Ahora bien, precisamente por su carácter necesario, el estilo de Borges es inimitable. Cuando sus admiradores y seguidores literarios se prestan de él sus maneras de adjetivar, sus irreverentes salidas, sus burlas y desplantes, éstos chirrían y desentonan, como esas pelucas mal fabricadas que no llegan a pasar por cabelleras y proclaman su falsedad bañando de ridículo a la infeliz cabeza que recubren. Siendo Jorge Luis Borges un formidable creador, no hay nada más irritante y molesto que los «borgecitos», imitadores en los que por esa falta de necesidad de la prosa que miman lo que en aquél era original, auténtico, bello, estimulante, resulta caricatural, feo e insincero. (La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético.) Cosa parecida le ocurre a otro gran prosista de nuestra lengua, Gabriel García Márquez. A diferencia del de Borges, su estilo no es sobrio sino abundante, y nada intelectualizado, más bien sensorial y sensual, de estirpe clásica por su casticismo y corrección, pero no envarado ni arcaizante, más bien abierto a la asimilación de dichos y expresiones populares y a neologismos y extranjerismos, de rica musicalidad y limpieza conceptual, exento de complicaciones o retruécanos intelectuales. Calor, sabor, música, todas las texturas de la percepción y los apetitos del cuerpo se expresan en él con naturalidad, sin remilgos, y con la misma libertad respira en él la fantasía, proyectándose sin trabas hacia lo extraordinario.

Leyendo Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera nos abruma la certidumbre de que sólo contadas con esas palabras, ese talante y ese ritmo, esas historias resultan creíbles, verosímiles, fascinantes, conmovedoras; que, separadas de ellas, en cambio, no hubieran podido hechizarnos como lo hacen, porque esas historias son las palabras que las cuentan. La verdad es que esas palabras son las historias que cuentan, y, por ello, cuando otro escritor se presta ese estilo, la literatura que resulta de esa operación suena falaz, mera caricatura. Después de Borges, García Márquez es el escritor más imitado de la lengua, y aunque algunos de sus discípulos han llegado a tener éxito, es decir muchos lectores, su obra, por más aprovechado que sea el discípulo, no vive con vida propia, y su carácter ancilar, forzado, asoma de inmediato.

La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata. Aunque me parece que, con lo anterior, le he dicho todo lo que sé sobre el estilo, en vista de esas perentorias exigencias de consejos prácticos de su carta, le doy éste: ya que no se puede ser un novelista sin tener un estilo coherente y necesario y usted quiere serlo, busque y encuentre su estilo. Lea muchísimo, porque es imposible tener un lenguaje rico, desenvuelto, sin leer abundante y buena literatura, y trate, en la medida de sus fuerzas, ya que ello no es tan fácil, de no imitar los estilos de los novelistas que más admira y que le han enseñado a amar la literatura. Imítelos en todo lo demás: en su dedicación, en su disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las siente lícitas, sus convicciones. Pero trate de evitar reproducir mecánicamente las figuras y maneras de su escritura, pues, si usted no consigue elaborar un estilo personal, el que conviene más que ningún otro a aquello que quiere usted contar, sus historias difícilmente llegarán a embeberse del poder de persuasión que las haga vivir. Buscar y encontrar el estilo propio es posible.

Lea usted la primera y la segunda novela de Faulkner. Verá que entre la mediocre Mosquitos (Mosquitoes) y la notable Banderas sobre el polvo (Flags in the Dust), la primera versión de Sartoris, el escritor sureño encontró su estilo, ese laberíntico y majestuoso lenguaje entre religioso, mítico y épico capaz de animar la saga de Yoknapatawpha. Flaubert también buscó y encontró el suyo entre su primera versión de La tentación de San Antonio, de prosa torrencial, desmoronada, de lirismo romántico, y Madame Bovary, donde aquel desmelenamiento estilístico fue sometido a una severísima purga, y toda la exuberancia emocional y lírica que había en él fue reprimida sin contemplaciones, en pos de una «ilusión de realidad» que, en efecto, conseguiría de manera inigualable en los cinco años de trabajo sobrehumano que le tomó escribir su primera obra maestra.

No sé si usted sabe que Flaubert tenía, respecto del estilo, una teoría: la del mot juste. La palabra justa era aquella —única— que podía expresar cabalmente la idea. La obligación del escritor era encontrarla. ¿Cómo sabía cuándo la había encontrado? Se lo decía el oído: la palabra era justa cuando sonaba bien. Aquel ajuste perfecto entre forma y fondo —entre palabra e idea— se traducía en armonía musical. Por eso, Flaubert sometía todas sus frases a la prueba de «la gueulade» (de la chillería o vocerío). Salía a leer en voz alta lo que había escrito, en una pequeña alameda de tilos que todavía existe en lo que fue su casita de Croisset: la allée des gueulades (la alameda del vocerío).

Allí leía a voz en cuello lo que había escrito y el oído le decía si había acertado o debía seguir buscando los vocablos y frases hasta alcanzar aquella perfección artística que persiguió con tenacidad fanática hasta que la alcanzó. ¿Recuerda usted el verso de Rubén Darío: «Una forma que no encuentra mi estilo»? Durante mucho tiempo me desconcertó este verso, porque ¿acaso el estilo y la forma no son la misma cosa? ¿Cómo se puede buscar una forma, teniéndola ya? Ahora entiendo mejor que sí es posible, porque, como le dije en una carta anterior, la escritura es sólo un aspecto de la forma literaria. Otro, no menos importante, es la técnica, pues las palabras no se bastan para contar buenas historias. Pero esta carta se ha prolongado demasiado y sería prudente dejar este asunto para más adelante.

lunes, 24 de febrero de 2020

Mar argentino





¿Dónde van
las almas llenas de nostalgia?
Una cabina de alquiler
para lo que quieras
pam pam parararara
para cantar, una cabina
de alquiler, la vida,
la muerte, los dibujos
del amor, la locura,
las plantas, los fantasmas

Un conquistador
sentado en un puff
en el patio de una casa de skaters
(barrio Sagrado)
buscando rastros de grandeza
decadente,
la de él, de su pueblo,
un pequeño grano de arena,
un aporte
a la polución humana sobre la tierra

un soberbio mestizaje
otra tristeza
de mundos in mundos
venezolanos, boliguayos, argenchilenos
en DF, en Barcelona, en
la búsqueda espiritual
en la droga
en el sueño americano
en la escuela nac & pop

-mirá dónde llegamos, pibe:
del satélite material artificial
al satélite inmaterial espiritual

-y aquí los chinos dirían:
oh, sí. Dental

-no siga el sendero,
piérdase
en la saturación
visual, auditiva
táctil, olfativa
gustativa.
Nosotros somos,
siempre somos.

-cuando sea grande quiero vivir junto al mar,
donde van las almas llenas de nostalgia