viernes, 5 de junio de 2020

Efecto de la música sobre las paredes de la mente, análisis de un caso



(por Gregorio Marman)

I.

Tiernamente,
con infinita paciencia
derribando la pared, todo
fue verbo, químicos
acordes nuevos, maravillosos.

La flor
regaló pétalos, perfume,
las estrellas adornaron 
nuestros ojos, alegres
de ver luz, de ver alma.

El mundo, mi mundo,
te ofrecí, desnuda
entrega de tiritantes brazos.
Y ya no hubo más
tiempo, no hubo cielo,
rostro, piel, o miedo
para mí.


II.

           Ves una pared. La pared está conformada por ladrillos, pequeños ladrillos. Ladrillitos, entonces. Ladrillos diminutos que están antes que nosotros, esperándonos, mucho antes que veamos la luz del mundo. No son inocuos, conforman las invisibles paredes.
Siento tu respiración agitada, querido lector.
Tranquilo, te han levantado paredes toda la vida. Tal vez, tal vez esta vez, se terminen las pálidas. Hay un muro, es verdad: pero existe sólo en la cabeza, por eso espero alargues los brazos. Esto nos lo dice una voz trémula, acompasada, arropada de música que sube y sube, lo que se dice un in crescendo. Aparece una mini orquesta y un pedido; rasguña las piedras, ven hasta mí.
La música es un martillo destinado a percutir la pared, para permitir que afloren las preguntas: nuestras preguntas. Las preguntas terminaran de romper los ladrillos. Solo quiero despertarte, dice la lírica, se oye un grito.
Despierto verás unos ojos y amarás y serás amado, plenamente, porque al fin seremos libres.
Alguna vez se me ha colgado el mote de llevar el zeitgeist como bandera. Durante algún tiempo, mientras gustaba lo que hacía. No me quejo, no se crean: la vanguardia es así. Me han pedido por favor, please, please, pretty pleas e, que haga algo con mi tiempo. Que aproveche mis talentos, mis investiduras. Que deje de molestar al personal, al resto de los pacientes. Que blablablá. Que quequequé ¿qué, qué?
Anyway, aprovechando la existencia de una vieja casetera en las instalaciones, voy a tratar de dedicarme a alguna cosa. En esta nueva vocación digamos… forzada, de crítico musical.
No se confundan. Como todo crítico musical, no hablaré de música con ustedes, jóvenes mortales. No hablaré de armonías, melodías, ritmos. Hablaré sobre un costado de la música, uno que muchas veces nosotros los músicos tratamos con desdén, con frivolidad.
Escribiré una breve reseña acerca de las bondades de la lírica de algún álbum equis, del uso de poética en la música como catalizador o liberador de sensaciones, de cadenas mentales. Ya se sabe, de hecho: mucho se ha hablado de las virtudes psiquiátricas de Rogelio Aguas y su grupo musical que no existe y que vivirá por siempre. En esta ocasión no queremos cruzar el charco, no hay que ir tan lejos. Ni en el espacio, ni en el tiempo.
De todas formas vamos a viajar, vamos a ir un poco en el espacio, hacia el río de la Plata, y un poco en el tiempo, hacia lo que en términos gregorianos fue o es 1974, porque habría más que decir.
Podría interpretarse de otra forma lo que voy a contar, sí. Why not? El sujeto, el observador (o el oyente, en este caso), es un ser prismático, caleidoscópico, que mira lo que quiere. Este disco tiene muchos años, y muchas oídas, muchas lecturas. Puede uno interpretarlo de la forma clásica: se conocen las dotes de crudo periodismo que hay en la pluma del señor de bigotes de dos colores.
Se mira lo que se quiere, según quién mire.
Hablemos, usted y yo. De la mente hablará un servidor, usted de lo que se le cante. Pero ojo, cuidado. Hay un poco de trabajo, un indulgente favor que le pido: debe desprenderse de los ladrillos de la historia, del pasado, de la cordura, de algunas realidades del aquí y ahora.
(Si quiere zeitgeist, déjeme decirle que eso no se obtiene mirando la vereda y sí mirando un espejo. Algunas veces, una vereda puede ser un espejo, y un espejo, una vereda. Pero eso es otro cantar.)

Como aquí estamos hablando de la mente, suponga usted que estamos en un Hospital de Salud Mental.
En cuanto a los ladrillos que están antes que nosotros, que esperan desde antes que veamos la luz del mundo… digamos que existió alguna vez un intento, sutilmente inútil (y patético), de atentado, contra dichas imágenes-ladrillos-palabras mentales, que se proyectan en el ser, delimitando, delineando los pensamientos.
Sutilmente inútil, sí, pero un ataque conceptual, honesto, verdadero, plasmado con colores únicos, particulares.
(Estoy pidiendo un esfuerzo de abstracción demasiado grande, tal vez. Para apreciar la poética, desprenderse del mundo. Desprenderse del mundo para hacer el mundo. Pinta tu aldea y pintarás el mundo. Pinta tu alma y pintarás...)
La chanza cósmica comienza en el diseño de tapa: observamos caricaturas que  representan lo que vamos a encontrar dentro, fotos en tonalidades de gris de nuestros dos juglares, a punto de ser devorados por gigantes de cemento. Las calles son tan frías cuando no hay nadie. Intentos arrogantes y dulces de poner la música en un pedestal paranoico, turbulento, de encierro, al servicio de mandar una postal al vacío con ayuda de mellotrones y sintetizadores de la psicodelia.
Al ingresar al álbum, podrá encontrar usted un clima enrarecido, como de guitarras eléctricas o acústicas, bajos, violines, armónicas, sirenas y baterías, voces y coros: se trataría de un cirque du freak, dando pinceladas de un plateado filarmónico, utilizado para darle una vuelta de tuerca, un sonido más… verdadero, de calle, atrapante.
Pequeñas anécdotas de un disco abre-mentes. Un disco que hay que escuchar con atención para intentar no perderse nada.




Se nos introduce por la puerta lateral de este circo, un pequeño teatrito (¿no era un hospicio?). Se enciende una luz, y una voz comienza a encuadrarnos, imagen por imagen, mientras se otorga, como apropiándose para sí, el título de abogada del futuro, de un bello sol, de un hermoso cuestionamiento. ¿Por qué?, pregunta. ¿Por qué obligamos a Casandra a esperar, a rezar, pidiendo que algún miembro del personal de maestranza realice la limpieza de su humanidad?
Llega el aviso: beware the jabberwock, my son. Hay seres que mueven los hilos dentro de este teatrito. Ojo, atención. Surge la pregunta, otra vez…
¿no es, acaso…
                       el terror
                                    a la soledad
                                                       lo que nos… obliga
                                                                                       a pegarnos
                                                                                                          a las instituciones?
…contextos que hacen de un payaso, un payaso rojo, o un payaso blanco. Surge una voz aleccionadora; obvio, como siempre. Dice que las cosas son así, te urge a que no preguntes más, ya está.
De nuevo, Casandra, triste, maldita, nos increpa. Siempre el mismo terror, el miedo a soltar las cadenas, nos hace esperar sin recorrer el atardecer de los sueños.
Así comienza el viaje, el pequeño relato en este teatrito, atención.



Sobreviene una suerte juego de luces: se encienden las estrellas de la carpa surrealista, al mango de un tango.
Casandra, la gran protagonista, vestida de gala, sale nuevamente a escena.
Cuatro cadáveres, cuatro casas sin ventanas van a reabrir sus ojos. Esta mentira se está terminando, canta Casandra. Se tiene que terminar, aunque alguna gente viva metida en un baúl.
Al parecer, este tema, esta canción, no debió estar, no debió ser. Se nos ofrece como un delicioso caramelo borrador. La censura reinante nos regaló con inmensa ceguera esta delicada pieza.




Esto se está poniendo bueno, pero oímos sirenas por todos lados, paniqueamos.
—Están todos los muertos, todos— la voz sale como de un parlante de verdulero—todos acá, para el que los quiera ver, desfilando en el escenario.
Cuadro sobre cuadro sobre cuadro.  Es un espectáculo realmente terrorífico, tanto que nos distrae del juglar que hace el relato. Pareciera como si quisiera vendernos los cadáveres. Llantos, tristezas, angustias, también los ofrece.
—Hay para elegir —dice, melancólico rufián.
Hasta las caretas podemos elegir —falsamente elegir—, para salir a la calle.
—Elija usted—increpa.
De nuevo el reclamo. Cómo identificarse por el yo, secreto de producción. Yo es Otro, yo es Nosotros. Yo, entonces, que crecí tan puro, tan limpio… ¿qué estoy haciendo? Surge una pregunta, una máxima, ¿cuántas veces?
¿Cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo?
Cuántas veces habremos de traicionarnos, de recortarnos, para estar. Cuántas veces habremos de salir metafóricamente a matar para existir, matar para existir. Burocráticos conceptos de discurso, conversaciones, instituciones simbólicas, inexistentes salvo en el fluido paso de las palabras. Instituciones, gran sombra posándose en todas partes.
Malditas instituciones.





Sale un clown, pareciera estar representando un cuento basado en un personaje real, de tres dimensiones. Nos habla acerca de los censores. Antes existía gente así. Ahora también, seguro. Pero lamentablemente para nosotros ya no llevan nombre, libres guanacos. De todas formas, no quisiera ponerme a divagar. Censores de la moral, tipos grises, falsos, que intentan decidir sobre las mentes de los demás, apresarlos, recortarlos.
Por suerte, el piolincito humanidad delata, se abre paso entre los dos centrales y cabecea al segundo palo. Su enfermedad, pobre censor, está en no admitirse, en negarse. Por lo tanto odiarse, odiar a los demás. Trata de señalar lo que es bueno, pero sabe, en el fondo. En el fondo, su propia humanidad lo censura de fuerte censura.
No se confunda usted. El poeta señala, pero no censura. Dice, revela. La ironía es la dura piedra en la que convergen realidades contradictorias. Inconscientemente, no es nadie, se dice el clown, mirándose en un espejo de mano, no existe nadie capaz de señalar a nadie. Se percibe una suerte de clima de película mellotrónica y el sonido de las tijeras, tijeras.
Tijeras por todas partes. Oh, ¡Casandra, vi! Tu nombre en los diarios. Y nadie te vio. Te veré en veinte años por televisión, canta el clown, cortada y aburrida.
A todo color. Tijeras. Moral. ¿Dónde? Cierra el telón.






Hay un pequeño intermezzo, un coffee break para salir a fumar y hablar de relaciones de pareja, de los miedos, de no entregarse. Todo y nada, para dar.
Un grupo de cinco púberes agrede a una monja, parece una carmelita descalza: ¡falsificadora!, gritan, ¡libérate! Es rescatada por un policía, le acaricia el velo. No llorés, nena, que no es la muerte, parece decirle, pero estamos lejos y bajo los techos alumbra el sol. Te podés quedar, yo también busco algo, dice el cana, ampuloso, casi a los gritos. Tal vez bajo las sábanas… promesas artaudianas, entre calientes y amargos mates. Dentro del circo se oyen ritmos alegres, esperanzados.
Naranjas y verdes.
Algún inexistente lector habrá leído la composición de Rimbaud sobre las vocales, una rabiosa y adictiva música visual.





El acomodador nos vuelve a llamar adentro, esto sigue. Se abre el telón. Vuelve la actriz principal. La pequeña vidente, poor little thing. Qué decadente, dicen dos gordas, qué horror. Está casi en pelotas. Las viejas de al lado dicen que la nena está enfermita. La niña es tan hermosa, tan… Dos por dos igual a tres.
Creyeron que Alicia estaba loca, pero... la locura es poder ver más allá. Hablábamos de la verdad de verdad, de esa dulce verdad. De la liberación de dulces y pobres almas que cuentan cosas que uno suele olvidar. Alguien sigue viendo.





Alguien sigue viendo. Se apagan las luces; un, dos, tres, va. Guitarra, música de fondo.
En la escuridá, había una vez y salen tres actores. Una bailarina llamada Julia y dos payasos. Oh, casualidad, uno rojo, otro blanco. Manierismo en los movimientos, duro terror a los jueves. Nadie se entiende, realmente es un espectáculo grotesco. Comen y comen, qué vil razón; les molestaba su barriga, o no. La bandeja vacía para una señora disfrazada.





Termina el vergonzoso sketch. Aberrante, susurran las gordas. Desde alguna parte surge un estanque; dentro, hay un acuático bailarín, Proteo-delfín de traje gris que baila y nada, nada y baila. Y nada de nada, gris, gris. Un largo nado gris donde se proyectan imágenes victorianas basadas en relatos de Oscar Wilde, esa gran antena.




Salen los directores, una guitarrita, iluminación simple. La pregunta ¿todo esto, para qué?, ¿para quién? Al que entiende, no le interesa; al que interesa, ya lo oyó, o no lo comprende. De una oscura forma zen, son sus propios maestros, se responden. Para toda la gente, cantan, a pesar de las paredes. Por esas mismas paredes, como en un intento de demoler, de destrabar al fin, remover las cadenas.
Estos muchachos, estos ángeles hijos de barro sólo son canales por los que se expresa un inconsciente colectivo en ebullición, fuerza de la naturaleza humana.





¿Y para qué más? La represión viste un saco azul triste, vive como pidiendo perdón y se esconde a la luz del sol. Para señalar, siempre, para apabullar, golpeando a los vendedores de falsa verdad, alquimistas renegados que colocan cadenas, grilletes de cartón en la mente del hombre ¡esos represores!





Al final, con las luces encendidas, por fin. Todos los artistas suben al escenario a cantar la canción del Ejército de la Paz. Cae el telón.

La idea es hablar sobre libertad, sobre la mente. Para el próximo número hablaré de lo que verdaderamente quería hablar hoy. El segundo disco de Turf, Siempre Libre.

lunes, 1 de junio de 2020

Silvia

La Máscara de la Muerte Roja, 1964; basada en cuento homónimo de Edgar Allan Poe.








¿Cuántos años han pasado desde aquella charla? No, esa no había sido una charla, más bien fue un pedido de mamá, una desesperada demanda de caridad futura. Creo, no recuerdo bien, que visitábamos a una de mis abuelas, la madre de un padre al que nunca conocí. Lo que sí recuerdo muy bien son aquellas doce palabras de mamá. Silvia, si algún día quedo así, había dicho, te pido que me dejes ir. La cara de mamá, hermosa como siempre, vista desde abajo, parecía cubierta de lágrimas silenciosas, pero había en su voz –en lo que yo recuerdo fue su voz- un intento de conservar la dignidad de la humanidad toda. No entendí, en aquel entonces, lo que significaba la súplica que se le escapó de entre los dientes apretados. Creo que tardé muchísimo tiempo en entenderlo.

Muchas veces he intentado reconstruir aquel recuerdo de forma fehaciente. Algunas cosas las recuerdo bien, como la frase alrededor de la cual se ordenó todo el sintagma mnemónico; otras son un poco más borrosas. La que supuestamente era mi abuela yacía en el rincón de un cuarto del primer piso de un hospital de fachada vieja, semiderruida, ubicado en lo que parecía el centro de un parque lleno de lapachos, el hospital, rodeada de máquinas, llena de tubos, la anciana. Según mamá estaba así desde hacía más de seis años, que ella me había conocido de bebé, un poco antes que le pase lo que le pasó. Por más que intento, no tengo recuerdo de haberla visto nunca. Creo que tampoco la vi después. 

Yo tendría unos… seis, siete… pongamos ocho, ocho años. La escena del cuarto me parecía sacada de una película de sci-fi, de las que solían pasar durante los veranos a la siesta en ATC. Eran como las seis de la tarde, creo, y hacía un poco de frío, no sé si estábamos en el final del invierno. Todavía entraba un poco de luz por algo que hoy quiero nombrar como una claraboya, ubicada frente a la puerta, casi tapada por la maquinaria en cuyo centro estaba la abuela, o lo que habría sido una abuela, y más bien era un saco de huesos cubierto por una fina y delgada capa, de una fluorescencia como verdosa que se veía desde la puerta, de lo que antes había sido, según mamá, una piel muy bonita.

Antes de entrar, por la misma ventanita de la puerta, vimos una persona disfrazada, que nos señaló, con gestos ampulosos, un pequeño gabinete, ubicado junto a la puerta. Ahí dentro encontramos batas descartables, gorritos, guantes de látex, botas de papel y barbijos para las dos. Mamá me vistió primero y después se disfrazó ella también. Ahora estábamos igual que la persona que nos hacía morisquetas desde adentro.

Al entrar había un olor muy particular, le pregunté a mamá y me dijo que los hospitales olían así, que eso era olor a limpio. Olor a limpio, entonces, sí, mamá, pero era una limpieza extrema donde al parecer crecían o podían crecer otro tipo de bichos, multirresistentes, terriblemente tétricos, o eso decía la señora disfrazada, que se presentó como Norma, la enfermera a cargo de la habitación.

A mí todo me parecía extraordinariamente loco, la verdad, como de esas películas, seguro alguno debe acordarse de lo que hablo, aunque no sepa bien para quién estoy hablando ahora. El ser que se encontraba en el medio de la pieza, lleno de tubos, no se parecía a nadie, a nada que hubiera conocido antes. Parecía estar en el borde mismo de algo. Entre la vida y la muerte, podrían decir, tal vez tendrían razón. Pero era algo más, ese limbo en el que se encontraba.

La enfermera iba mostrándole a mamá para qué servía cada cosa que la abuela tenía enchufada en el cuerpo. Yo intentaba escuchar, y algunas cosas hasta las entendía, este tubo lleva aire directamente a los pulmones, eso entendí, por ejemplo, este aparato hace de pulmones artificiales, respira por ella, pero afuera de ella, esto ya lo entendí un poco menos, y así, habían cables dirigidos a máquinas que ¿monitoreaban? el corazón, habían tubos enchufados al cuello que pasaban un líquido negro, ¿para qué?, había un tubo que salía de entre las sábanas que llevaba un líquido entre anaranjado y rojo a una bolsa en el costado, ¿eso qué era? También habían sonidos: pitidos, chillidos, algo como un gemido, y también había algo que aglutinaba todo ese andamiaje en una especie de circuito. Ese algo era un cuerpo, el cuerpo de mi abuela.

¿Podía acaso yo llamar abuela al ser que se encontraba en medio de todo aquel escenario?, una abuela que nunca había conocido, de la que nunca había oído antes. Ciertamente, me resultaba extraño, casi chocante, pero bueno, lo tragué como pude. Papá no existía y nos dejó esto, este cuadrito que enmarcaré siempre en la memoria. Lo hice como pude, sé que mamá también. Debajo de ese rostro amable y lleno de amor algo también le hizo ruido a ella, estar ahí, llevarme con ella, a pagar un respeto hacia… ¿hacia qué, hacia ese ser que se debatía entre la luz y la oscuridad?, ¿hacia papá? 

Mamá me decía que no podía odiar a papá, siempre lo repetía, a lo largo de mi vida, cuando me encontraba hirviendo de odio, ofuscada, o sin entender las decisiones de vida de un ser que a duras penas podía ser considerado humano. Cuando fui un poco más grande, y pude comprender lo que mi padre hizo, con mi madre, con su madre, con extraños, me resultó un poco más difícil todavía, pero siempre estaba mamá repitiendo su cantinela, “si tu padre fuera sólo un monstruo no hubiera salido un ser tan luminoso como vos”. 

¿Mamá, vos me hubieras tenido, si no te hubieran obligado?, retrucaba algunas veces. Ella se quedaba callada, masticando pensamientos, mientras chupaba el mate que siempre la acompañaba, y recién entonces me contestaba. Eso cuando fui más grande, antes no tenía respuestas para darme, quizás porque primero fui una niña y después una adolescente, belicosa y rebelde, contra todo lo establecido, incluso contra ella, que fue madre y padre a la vez. Cuando pude sacarme un par de nubes de encima, pude escuchar, y sobre todo entender, lo que mamá tenía para decir, que ciertamente era mucho. Siempre fue sabia, la vieja, sabia y hecha a los golpes.

Pero me estoy yendo por las ramas, y lo importante era la pieza, la escena sci-fi. Sepan disculpar, inexistentes seres que perciben este relato, hay cosas que evidentemente todavía no termino de sanar. Quizás por eso todavía sigo aquí. El mundo es un lugar complejo, mucho más complejo del que una niña de seis, siete… pongamos ocho, ocho años, podría llegar a comprender. Y ahora todavía más, y eso que tengo, creo, unos… ¿treinta, treinta y dos? Se hace difícil calcular, supongo que podrán perdonar las inexactitudes de mi relato, dadas las circunstancias.

Norma contaba, a través del barbijo, que la señora Stiss se encontraba en un estado crítico, que su vida en este plano colgaba de un hilo, que su estado se venía deteriorando desde hacía tiempo, mucho más tiempo del que ella venía trabajando en la institución, prácticamente desde que empezó el brote en la región. Las dos adultas hablaron del brote, de lo raro que era todo, incluso para los más avezados profesionales, de los esfuerzos fútiles de parte de los dirigentes mundiales para intentar frenar algo que parecía imparable. 

Los años han pasado y todavía se sabe muy poco. Nosotros, y discúlpenme la arrogancia del colectivo, la población de los sectores más postergados del mundo, seguimos siendo los únicos diezmados, y no se alcanza, siquiera a dimensionar, los límites de un problema que ya lleva poco más de cuarenta años dando vueltas alrededor del mundo entero. Venimos cayendo como moscas, poniendo el cuerpo. Se barajan centenares, ¡miles! de hipótesis, pero lo cierto es que todo sigue bajo el mismo manto de niebla que cuando el brote empezó. Podría decirse, a la luz de los hechos, que esta mierda, hoy, ahora, más que un brote es una epidemia, y tal vez, más que una epidemia, una pandemia.

Ay, viejita, ¡tus palabras!… ¿por qué no las dije yo también? Ahora soy yo la que está en la habitación, aislada de todo. No en el medio, sino más bien al costado; no sola, la pieza está llena de compañeros y compañeras. No hay una enfermera, no hay nadie, solo familiares al pie de la cama, entre tubos, cables y máquinas. Y vos acá, tomándome la mano, sin recordar, todavía con un dejo de esperanza tal vez, cuando lo que tendrías que hacer lo sabés muy bien, viejita querida. Quiero llorar y ni siquiera puedo invocar lágrimas. Ma, mamá, por favor, mami…