domingo, 22 de noviembre de 2020

Acerca de un artículo casi olvidado de Jorge Luis González




Maceratesi contra el mundo se llamaba aquella gran revista que salía por aquellos años  -2001, 2002-, donde el Ciego publicaba sus columnas. Llevaba el nombre del Rafa Maceratesi, un delantero noventoso y de los primeros años de este siglo al que algún canalla o académico decidió rendirle homenaje. Hay una rama Trinche Carlovich de la vida.

 

El artículo era raro. Cuando se publicó pasó desapercibido, camuflado como un relato de ciencia ficción o un panfleto partidario; algunos tildan hoy al texto de humildemente profético. Mencionaba una final en el extranjero, un gol a puerta vacía. Los mejores equipos de fútbol, comenzaba, son la prueba histórica del funcionamiento práctico, no meramente teórico, del colectivismo. ¿Debería decir socialismo? Chicos troskos, los de Maceratesi… Gallardo y sus precursores, así se llamaba el artículo. Mirá que para algunas cosas era ciego, el Ciego, mirá si le gustara el fútbol, lo que hubiera flashado. Lo bueno es que nos quedó el método. Jugaban todos. Es como el niño Marx robándole a Hegel.

 

El artículo, corto, consiso, pura elegancia, decía que el River de Ramón tenía influencias del River de Gallardo. La capacidad de ver el espíritu de los jugadores, esa mano mágica al parar los equipos. Como ejemplo ponía a los pibes. Como con Gallardo, decía, los pibes –mencionaba a Aimar, Saviola, D’Alessandro- comenzaron a debutar después de un buen trecho recorrido como equipo, hombres con las espaldas anchas como el Enzo, Astrada, Berti, Hernan Díaz, Ayala, Berizzo o el Mono, entre tantos otros gigantes. Los pibes tienen un equipo en el que recostarse.  

 

El Ciego planteaba, entre otras cosas, y mediante la aplicación de la teoría guevariana del hombre nuevo, que Astrada, visto desde el River del Muñeco, sería una suerte de proto-borrador de Ponzio, que Pinola y Berizzo tranquilamente podrían haber sido cortados por la misma tijera, y que Milton, como Sorín, custodiaría el Aleph desde el lateral izquierdo.

 

Saviola, decía, dejó algo suyo en la ya plagada de espíritus camiseta número siete, la de Suárez, la de Mora, pero también del Mencho, el Burro, el Chileno y tantos otros; Pablito es Pablito, un diez de River, ni más ni menos. Como el Pity, el Cabezón, el mismo Burro, Juanfer, el Beto, el Muñeco, o los Sívori, los Onega, y tantos que no vimos, como los que jugaban con Angelito, el Charro o Pedernera. Se le hizo justicia a Nacho Fernández dándole la diez de River, sentenciaba al final de uno de los párrafos. Los hinchas de aquel tiempo pensarían en ningún Nacho Fernández, o en un Nacho ficcional, paradimensional.

 

Según el columnista, el segundo River del Tolo también tenía cosas del River del muñeco, estaban Los Cuatro Fantásticos, se hablaba un lenguaje de tacos, caños, enganches y paredes milimétricas a 90 kilométros por hora, pero también una defensa firme aunque elegante, sobre todo el flanco izquierdo, y el arquero de libro, sucesor del gran Germán Burgos. O el primer River del Tolo, cuando Passarella agarró la Selección y el que quedó en el banco de River fue él, el Tolo –que cuando jugaba era Astrada, otro Astrada como Ponzio, como Mostaza ¿antes? del Tolo y antes, (¿antes?*) el Pipo Rossi- por un campeonato solo –después se iría con Daniel-, en el que volvía el Enzo. Con el Príncipe de capitán y goleador, campeones invictos.

 

También el equipo de Passarella, rigor, seriedad, presión alta y espíritu ganador. El Ciego recordó en este punto del texto que aquella tríada de técnicos originalmente bajo el mando del Káiser incluía también al doctor Sabella, del que dicen descubrió al Muñeco, y que además se ufana de ser el autor de la frase  “si quieren saber qué es el fútbol ábranle la cabeza a Gallardo”. El mismísimo doctor Sabella, antes de todas las luces, fue un diez criado en la casa, Pachorra.

 

Entender al River de hoy como una continuidad histórica que mejora al River del pasado. El lenguaje como pertenencia. La historia es un río fluido y River, una escuela de fútbol, una rueda que inició en 1901 y sigue girando interminable, parte de Samsara. Las camisetas tienen historia, una montaña de arena que los que respiramos vamos levantando y caminando, un paso a la vez.

 

El ritmo, ¿es un carácter del Tiempo? Como en la música, la poesía, el fútbol. Puede ser: la música es Tiempo, armonía, melodía y ritmo. El tiempo, a su vez (y a la vez), es carácter de Lenguaje, de todo lenguaje. Pero todo lenguaje es música, y también tiempo. Los árboles tienen lenguaje, el aire habla. Todo en la vida tiene música, tiene lenguaje, tiene tiempo. Nada tiene entonces de raro un equipo que habla, como hablan las hormigas, como hablan las abejas, como hablan los pájaros, El pasado es presente es futuro. El tiempo es, misterioso, indivisible. 

 

"Gallardo es uno de tantos nombres que también tiene River, aquella hermosa banda roja en la camiseta", así terminaba el artículo del Ciego en Maceratesi, una revista que ya entonces era una rareza y que ahora debe deambular en algún estante, algún garaje, una mesa de saldos.




sábado, 14 de noviembre de 2020

Raúl




Un gran tocador puede no ser un artista. En cambio, un gran artista puede no ser un buen tocador, dice Raúl, el brujo que puede traducir los sonidos del Taragüí. Habla el alma desde su acordeón, que respira y se desliza en un abrir y cerrar la respiración, simplemente transcurriendo, alargando o acortando, inspiración y espiración. Sus dedos pulsan las teclas como quien toca el aire para dejar que corra, y habla el alma con voz nostálgica, llena de vida, como un manojo de llaves tintineando en la garganta, como el canto de pájaros escondidos en la palma de la mano.

En cierta forma, Raúl es como Saer: a pesar de su destino parisino, su voz es la del río. Una voz escuchada, más que construida, una voz aprendida y moldeada con la paciencia del orfebre, con la sabiduría del chamán. A diferencia de Saer, el escritor del Paraná, Raúl fue analfabeto hasta los sesenta años, aunque podría decirse que leía y escribía de otra forma, en una suerte de dimensión sutil, volátil, etérea.

Como Saer, nunca descuidó la tradición, aunque jamás la entronizó en el altar ni le rindió estática pleitesía.

Podría catalogarse a Raúl Barboza —como suelen pretender, en aquellos grandes y sonoros teatros y demás rincones paquetes donde es tolerado y escuchado, con cierto displicente, distraído o acaso snóbico placer, incluso (¿por qué no?) genuino interés. Después de todo, no deja de ser uno más de los bichos raros que pasan por la ciudad de las luces— como un artista único, hermoso y profundo, ¡hasta pueden decir que es casi como un esteta, un hombre de la vanguardia!

Pero a diferencia de Saer, más que un mago de vanguardia, Raúl es un verdadero karaí; un guía espiritual en el más poderoso sentido de la palabra, cuyo mayor mérito es el oído amable y enamorado de lo que escucha en la naturaleza y en las redes que el humano habita con amor y solemne respeto. Escucha con tímida gracia, una que no puede impedir —digamos más bien, que no quiere impedir, e incluso, lo promueve— el alza del grito primal, aquel alarido de ternura que un hombre suelta solo en los momentos más íntimos.

El alma habla a través del instrumento. Un alma herética: su alma guaraní. Transmuta, inspiración y espiración, se hace agua, viento y raíz, saluda al tren, al chacarero, al estibador, a ranas y grillos, al duende de la siesta, al amor perdido, a una lunita escondida.

Entonces es patio y silbido, el alma, recuerdo y sueño, noche estival. Entonces el alma es lluvia, Raúl, no el parquet ni la sonoridad de los teatros, y el grito es sapucai, alegría, enojo, desafío, agradecimiento, dolor, tristeza, felicidad y llanto.