domingo, 6 de diciembre de 2020

Para verte gambetear

 

 

JVC, la ola al mediodía

un jueguito de rodilla, un sombrero.

Don Juan y su serpiente

miran desde un banco de madera

el tiro libre apenas fuera

un par de tacos de primera.

 

La primera apilada del negrito

terminaba mal

cegada, trunca sin querer:

 

-Como un toro -comentó,

-con la cornada, sin querer

el cabezazo a la boca del estómago

de aquel rubito de blanco

 

-Fau- dijo el juez. -Lo bajaron desde atrás.

 

Cincuenta puchos rubios después, ochenta

centavos, después

lo vio, peleando con el lineman

(había sacado el banderín para patear

el tiro de esquina).

 

-Ponelo en su lugar- dijo el juez accesorio.

 


 

 

Y el negro que se reía, acomodando el trapo rojo

mascando chicle,

el diez, Fujifilm

haciendo como siempre

la pausa justa

y sacando el corner

 

y después

otra apilada

 

falta el aire

el calor raja la tierra

 

- ¡Vamo’ nene, le pegaste con el diario!- gritaban

les miserables de la hinchada.

 

-El medio está repartido entre cracks y velocistas- dijo JR.

-Y atrás, los picapiedras- completó el yorugua.

 

-Nuestro arquero no hizo pie

y resbala

y el nueve parece

que se ató mal los botines:

le rebotan las pelotas, un poeta

sin palabras contra Shakespeare.

 

-Debe ser porque lleva la once, todo el torneo confundido- dijo JR.

 

(ya en aquel entonces era ciego JR

-y esto, aunque siempre sea

hoy

fue hace casi cuarenta años atrás)

 

En la tierra de Chespirito

de manto azul vestían los once

brujos, once

corazones, once

voluntades, once

flechas, once.

 

Y entre los once,

el rey del Once

de Buenos Aires,

Barcelona, Nápoles,

Fiorito y Paternal.

 

-Del planeta- había dicho,

en el Kiosko Tripp,

el lateral, ojeando una revista Pelo,

 

parecía como distraído

por banderas como el cielo

de los días más felices

pero nadie se movía,

 

todavía me parece ver la escalera

vacía, el sol que no pasa

ni deja sombra

en los alcanzapelotas

exiliados

detrás de los carteles,

escondidos ahí,

a los márgenes del campo,

algunos en helados camposantos,

tumbas heladas, sin nombre

sosteniendo banderas

fantasmales

como las que había en las gradas

como el cielo

de los días más felices

 

-¿Queda tiempo

para un buche en el túnel?

(donde el bucle del tiempo)

pa’ mojar

corpúsculos de historia

ondas vivas

rulos negros del cordero

 

-Un vaso de agua no se le niega a nadie

y menos después

de colarse una tripa

pa matar el entretiempo

ya understand, sir?- dijo don Juan.

 

-Andá

preparando ese garguero,

yorugua.

 

Cada cristo profetiza su segunda venida:

todo tiempo tiene un segundo tiempo

(sabiduría popular, pensó Elio R. Ugúa)

 

En el baño

(algo sucio)

alguien le dijo:

“hay que tener cuidado

parece que el hereje

va armado

tiene brazo guerrillero

y quiere salir, y tiene pensado

punguear un grito

seis minutos después

de mover la pelotita con los pies”

 

(El ácido empezó a pegarle

al yorugua

en su viaje VHS, VHM psicodélico

no puede creer y llora

y el sol raja la tierra

le seca las lágrimas)

 

-Treinta millones de negros

transpirando en tu remera

-canta en la esquina

otro juglar popular

y su voz es la de todos

los que lloran el futuro

pero ahora

el poeta sin palabras mueve del medio

y el negrito se persigna

y arranca

segundo a segundo

el segundo tiempo

 

Y si bien ya valía diez

palos verdes ese diez

aquí es donde aparece el aleph

los cuentos

las canciones

el nacimiento del mito

antes de la muerte del hombre

 

y me van a tener que disculpar

pero voy a repetir

pues ya está todo dicho

hasta el exceso

hasta la respuesta a la pregunta

sobre la naturaleza de dios

fue contestada aquella tarde

 

y ya sabemos

de la preparación, del profe

tomándole el pulso en la yugular

del curioso caso

de Jeckyll and Hyde

las caras de la monada

las puertas del cielo

las venas abiertas

por un lapso

de noventa minutos

 

o quizás un período más corto

la separación, la distancia

entre el primero y el segundo

entre una mano cerrada y un pie enguantado

una ligera diferencia de cuatro veces

sesenta segundos.

 

Elio, el yorugua,

pasado de rosca

lisérgico abrió una sombrilla

 

está sudando frío

y el sol raja el aire

 

en la altura la pelota no dobla

y el diez le hace ver fractales

 

hasta ve a dios en una nube

sosteniendo una piolita

 

-Este la tiene atada- pensó,

ahogando la emoción,

y un país nostálgico

escuchaba atento

el relato de la radio

agolpándose

en sillones y en silletas

en puestos de diarios

en vidrieras

del otro hemisferio.

 


 

domingo, 22 de noviembre de 2020

Acerca de un artículo casi olvidado de Jorge Luis González




Maceratesi contra el mundo se llamaba aquella gran revista que salía por aquellos años  -2001, 2002-, donde el Ciego publicaba sus columnas. Llevaba el nombre del Rafa Maceratesi, un delantero noventoso y de los primeros años de este siglo al que algún canalla o académico decidió rendirle homenaje. Hay una rama Trinche Carlovich de la vida.

 

El artículo era raro. Cuando se publicó pasó desapercibido, camuflado como un relato de ciencia ficción o un panfleto partidario; algunos tildan hoy al texto de humildemente profético. Mencionaba una final en el extranjero, un gol a puerta vacía. Los mejores equipos de fútbol, comenzaba, son la prueba histórica del funcionamiento práctico, no meramente teórico, del colectivismo. ¿Debería decir socialismo? Chicos troskos, los de Maceratesi… Gallardo y sus precursores, así se llamaba el artículo. Mirá que para algunas cosas era ciego, el Ciego, mirá si le gustara el fútbol, lo que hubiera flashado. Lo bueno es que nos quedó el método. Jugaban todos. Es como el niño Marx robándole a Hegel.

 

El artículo, corto, consiso, pura elegancia, decía que el River de Ramón tenía influencias del River de Gallardo. La capacidad de ver el espíritu de los jugadores, esa mano mágica al parar los equipos. Como ejemplo ponía a los pibes. Como con Gallardo, decía, los pibes –mencionaba a Aimar, Saviola, D’Alessandro- comenzaron a debutar después de un buen trecho recorrido como equipo, hombres con las espaldas anchas como el Enzo, Astrada, Berti, Hernan Díaz, Ayala, Berizzo o el Mono, entre tantos otros gigantes. Los pibes tienen un equipo en el que recostarse.  

 

El Ciego planteaba, entre otras cosas, y mediante la aplicación de la teoría guevariana del hombre nuevo, que Astrada, visto desde el River del Muñeco, sería una suerte de proto-borrador de Ponzio, que Pinola y Berizzo tranquilamente podrían haber sido cortados por la misma tijera, y que Milton, como Sorín, custodiaría el Aleph desde el lateral izquierdo.

 

Saviola, decía, dejó algo suyo en la ya plagada de espíritus camiseta número siete, la de Suárez, la de Mora, pero también del Mencho, el Burro, el Chileno y tantos otros; Pablito es Pablito, un diez de River, ni más ni menos. Como el Pity, el Cabezón, el mismo Burro, Juanfer, el Beto, el Muñeco, o los Sívori, los Onega, y tantos que no vimos, como los que jugaban con Angelito, el Charro o Pedernera. Se le hizo justicia a Nacho Fernández dándole la diez de River, sentenciaba al final de uno de los párrafos. Los hinchas de aquel tiempo pensarían en ningún Nacho Fernández, o en un Nacho ficcional, paradimensional.

 

Según el columnista, el segundo River del Tolo también tenía cosas del River del muñeco, estaban Los Cuatro Fantásticos, se hablaba un lenguaje de tacos, caños, enganches y paredes milimétricas a 90 kilométros por hora, pero también una defensa firme aunque elegante, sobre todo el flanco izquierdo, y el arquero de libro, sucesor del gran Germán Burgos. O el primer River del Tolo, cuando Passarella agarró la Selección y el que quedó en el banco de River fue él, el Tolo –que cuando jugaba era Astrada, otro Astrada como Ponzio, como Mostaza ¿antes? del Tolo y antes, (¿antes?*) el Pipo Rossi- por un campeonato solo –después se iría con Daniel-, en el que volvía el Enzo. Con el Príncipe de capitán y goleador, campeones invictos.

 

También el equipo de Passarella, rigor, seriedad, presión alta y espíritu ganador. El Ciego recordó en este punto del texto que aquella tríada de técnicos originalmente bajo el mando del Káiser incluía también al doctor Sabella, del que dicen descubrió al Muñeco, y que además se ufana de ser el autor de la frase  “si quieren saber qué es el fútbol ábranle la cabeza a Gallardo”. El mismísimo doctor Sabella, antes de todas las luces, fue un diez criado en la casa, Pachorra.

 

Entender al River de hoy como una continuidad histórica que mejora al River del pasado. El lenguaje como pertenencia. La historia es un río fluido y River, una escuela de fútbol, una rueda que inició en 1901 y sigue girando interminable, parte de Samsara. Las camisetas tienen historia, una montaña de arena que los que respiramos vamos levantando y caminando, un paso a la vez.

 

El ritmo, ¿es un carácter del Tiempo? Como en la música, la poesía, el fútbol. Puede ser: la música es Tiempo, armonía, melodía y ritmo. El tiempo, a su vez (y a la vez), es carácter de Lenguaje, de todo lenguaje. Pero todo lenguaje es música, y también tiempo. Los árboles tienen lenguaje, el aire habla. Todo en la vida tiene música, tiene lenguaje, tiene tiempo. Nada tiene entonces de raro un equipo que habla, como hablan las hormigas, como hablan las abejas, como hablan los pájaros, El pasado es presente es futuro. El tiempo es, misterioso, indivisible. 

 

"Gallardo es uno de tantos nombres que también tiene River, aquella hermosa banda roja en la camiseta", así terminaba el artículo del Ciego en Maceratesi, una revista que ya entonces era una rareza y que ahora debe deambular en algún estante, algún garaje, una mesa de saldos.




sábado, 14 de noviembre de 2020

Raúl




Un gran tocador puede no ser un artista. En cambio, un gran artista puede no ser un buen tocador, dice Raúl, el brujo que puede traducir los sonidos del Taragüí. Habla el alma desde su acordeón, que respira y se desliza en un abrir y cerrar la respiración, simplemente transcurriendo, alargando o acortando, inspiración y espiración. Sus dedos pulsan las teclas como quien toca el aire para dejar que corra, y habla el alma con voz nostálgica, llena de vida, como un manojo de llaves tintineando en la garganta, como el canto de pájaros escondidos en la palma de la mano.

En cierta forma, Raúl es como Saer: a pesar de su destino parisino, su voz es la del río. Una voz escuchada, más que construida, una voz aprendida y moldeada con la paciencia del orfebre, con la sabiduría del chamán. A diferencia de Saer, el escritor del Paraná, Raúl fue analfabeto hasta los sesenta años, aunque podría decirse que leía y escribía de otra forma, en una suerte de dimensión sutil, volátil, etérea.

Como Saer, nunca descuidó la tradición, aunque jamás la entronizó en el altar ni le rindió estática pleitesía.

Podría catalogarse a Raúl Barboza —como suelen pretender, en aquellos grandes y sonoros teatros y demás rincones paquetes donde es tolerado y escuchado, con cierto displicente, distraído o acaso snóbico placer, incluso (¿por qué no?) genuino interés. Después de todo, no deja de ser uno más de los bichos raros que pasan por la ciudad de las luces— como un artista único, hermoso y profundo, ¡hasta pueden decir que es casi como un esteta, un hombre de la vanguardia!

Pero a diferencia de Saer, más que un mago de vanguardia, Raúl es un verdadero karaí; un guía espiritual en el más poderoso sentido de la palabra, cuyo mayor mérito es el oído amable y enamorado de lo que escucha en la naturaleza y en las redes que el humano habita con amor y solemne respeto. Escucha con tímida gracia, una que no puede impedir —digamos más bien, que no quiere impedir, e incluso, lo promueve— el alza del grito primal, aquel alarido de ternura que un hombre suelta solo en los momentos más íntimos.

El alma habla a través del instrumento. Un alma herética: su alma guaraní. Transmuta, inspiración y espiración, se hace agua, viento y raíz, saluda al tren, al chacarero, al estibador, a ranas y grillos, al duende de la siesta, al amor perdido, a una lunita escondida.

Entonces es patio y silbido, el alma, recuerdo y sueño, noche estival. Entonces el alma es lluvia, Raúl, no el parquet ni la sonoridad de los teatros, y el grito es sapucai, alegría, enojo, desafío, agradecimiento, dolor, tristeza, felicidad y llanto.



lunes, 28 de septiembre de 2020

Dos (o tres) poemas de Paco Urondo



Quisiera compartirles dos (mejor tres) poemas de Francisco "Paco" Urondo (Santa Fe, 1930 - Mendoza, 1976), ese poeta de la revolución que no era el poeta de la revolución, extraídos de Poemas Póstumos (1970-1972)




I. Benefacción 


Piedad para los equivocados, para
los que apuraron el paso y los torpes
de lentitud. Para los que hablaron bajo tortura
o presión de cualquier tipo, para los que supieron
callar a tiempo o no pudieron mover
un dedo; perdón por los desaires con que me trata
la suerte; por los titubeos y balbuceos. Perdón
por el campo que crece en estos espacios de la época
trabajosa, soberbia. Perdón
por dejarse acunar entre huesos
y tierras, sabihondos y suicidas, ardores
y ocasos, imaginaciones perdidas y penumbras.




II. Muchas gracias 


Sirve y me inclino
ante tu palabra, luz de mi pensamiento. Abrirán
las puertas, dejarán entender: los artistas, los
intelectuales, siempre
han sacudido el polvo de la realidad; descubrieron
que no siempre lograron recorrer: era
prematuro en algunos casos, en otros fue distinto
-convengamos-, otras palabras son, bajar
la corredera de la mira, buscar con el guión
y dar justamente sobre algo que puede
moverse: un bulto,
un meneo a menos de cien metros
de tu corazón vulnerable, también enemigo.
*
La suerte ha dejado aquí de andar
fallando: se encendió la luz y pudo verse el caos, las
flagrancias: esa mano
allí, esa codicia; el miedo y otras mezquindades se pusieron
en evidencia y el amor
no aparecía por ninguna parte. Recompuestos
de la sorpresa, rendidos ante los hechos, nadie
pudo negar que en este país, en este
continente, nos estamos todos muriendo de vergüenza.
Aquí estoy perdiendo amigos, buscando
viejos compañeros de armas, ganándome tardíamente
la vida, queriendo respirar
trozos de esperanzas, bocanadas de aliento; salir
volando para no hacer agua, para
ver toda la tierra y caer en sus brazos.




III. Tinieblas para mirar


Veo tus intenciones y tus actos
triunfales por crecer; adivino el parpadeo, veo
y quisiera descansar
un poco, se entiende. Veo los tiempos
ocultos, las intenciones
del mal y viceversa. Veo palabras que no fueron
articuladas, escenarios, disfraces vulgares, caracterizaciones.
     Veo
jactancias, humildades
apócrifas y bastante
sufrimiento disimulado. Veo la luz
compartida de las inconsciencias, veo,
veo, una ramita, de qué color: no puedo decirlo. El
tamaño, la disposición, las significaciones, las alegrías
se disuelven, se resbalan en los aceites que hierven
y respiramos sin tocar para no ir quemando esos ardidos
corazones, este impromptus venéreo como
las mejillas, como las ramas de qué colores
insignificantes, de qué adioses
aterrados, más que de frío, por los calores iniciales del miedo.



miércoles, 23 de septiembre de 2020

...mientras todo se incendia

 …mientras todo se incendia

acá, exprimiendo

orando, pidiendo permiso

en esta hora tan solemne de la Tierra

rezándole al Sol

una gota de Agua

un poco de Amor.


…mientras todo se incendia

en el desierto, exprimiendo

orando, pidiendo permiso

el cielo tiene un color más bien triste

antes que apocalíptico

una gota de Agua

un poco de Amor


En esta hora tan solemne de la Tierra,

rezándole al Sol:

¡Una gota de Agua!

¡Un poco de Amor!


En esta hora, mientras…

todo se incendia

hablándole a la estrella


(antes que triste,

como de final de juego,

esperando

la solemnidad del destino

pero también 

                         la Esperanza

la plegaria atendida

la lluvia inapelable)

jueves, 17 de septiembre de 2020

Historias de zombies

 

Si de algo tiene que servir esta experiencia, que sea para cambiar el mundo, para hacernos responsables de lo que hacemos con él. Que los muertos y enfermos que tantos cuentan sin ponerles nombre no hayan pasado en vano a formar parte de la luz.


Evidentemente, algo anda mal en todo esto si, al quedarnos quietos, los ríos se aclaran, el smog disminuye y también la huella de carbono, si la mejor idea que se nos ocurre es usar un barbijo, sin profundizar, sin hacer un cambio radical en las condiciones de vida, sin tomar en cuenta que el problema es evidentemente estructural y está relacionado a las aglomeraciones y a las urbes.


Las condiciones de vida para muchos son condiciones de uso o derecho de propiedad de un mundo en el que no sólo vivimos, sino (y más bien) cohabitamos junto a una larga y casi infinita variedad de seres.


Cosas que deberíamos estar cuanto menos pensando, sino haciendo.


Redefinir qué es más importante: la vida o la propiedad.


Entiendo que todos tenemos derecho a un hogar; que la construcción de realidad es colectiva; que la tierra, como dicen, no es un regalo de los padres, sino un préstamo de los hijos, de los hijos de todas las especies que habitan esta hora de la materia.


Debería hacernos pensar el hecho de que algunos de los principales países del “primer mundo” se hayan visto superados por una entidad microscópica. La cuarentena a lo Noé, versión estatal -¡quién te viera, Leviatán!-, está bien para salir del paso pero hay que mirar más adelante. No el estado, sino nosotros.


No es un problema únicamente sanitario ni económico, sino también habitacional, ecológico: se trata de crear nuevas redes, más pequeñas, más cercanas, más humanas, incluso.


¿Querés dejar de usar barbijo en los próximos años? Empezá a pensar, empezá a actuar. Es fundamental descentralizar la economía, la vida misma, en las urbes, dejar de matarnos con agrotóxicos, universalizar el acceso al agua y a las semillas, comprender que es mejor respirar aire libre que vivir aglomerados en cajas de zapatos, donde algunas veces lo único vivo son las flores del florero. Pensar en los departamentos para cadáveres de los cementerios.


Entender que comienza el fin de los tiempos, la era para la que las películas berretas y las canciones de El Mató a un Policía Motorizado te preparan. Algo anda mal si hay incendios a lo largo del orbe (fíjate, porque tal vez, a no más de mil metros de tu casa, se esté quemando algo), si los ríos se secan, si los que protestan son los niños. Qué curioso que este sea el rumbo que ha tomado la energía del mundo para manifestarse.


Mientras tanto, el miedo encuentra terreno fértil para sembrarse. Sería preferible no incentivar el pánico sino efectuar (y esto lo digo en los términos de los encorbatados de siempre, para intentar penetrar el velo) gestiones de microemprendimientos. Con circular información de forma responsable y con ofrecer las herramientas y las condiciones mínimas para el desarrollo de la conciencia alcanza, al menos para empezar.


Un estado es también en última instancia una herramienta de acción colectiva, que debería ponerse al servicio de formación de comunidades, entendidas en términos políticos como comunidades organizadas, y en términos, digamos… espirituales, como comunidades conscientes. Conscientes del lugar de guardián que ocupamos en el planeta, del lugar de responsabilidad que tenemos para el espacio donde vivimos y que dejaremos, por el simple paso del tiempo, a las generaciones futuras, y por el cual estas mismas generaciones que deberían estar jugando hoy están reclamando, cada vez más apresuradamente y en mayor número.


Calculo que la reclusión dentro de las cajas puede obligar al enfrentamiento con los propios fantasmas, con suerte, y si es que el humano no elige evadirse, como es su costumbre, como fue domesticado. Hay historias de todo tipo en los campos santos.






miércoles, 2 de septiembre de 2020

A un parral





Tremendo estar de pie

tanto tiempo

en la frontera


seguro, valiente y arrogante

como todos los hombres


su corazón era un árbol

y sus manos la magia

y su sonrisa la frescura

del otoño

de pie

siempre

en la frontera


era como la tarde

entrando por la puerta del fondo

era la sangre de la parra

que plantó cuando retoño


era la luz del patio

eran las uvas blancas

en la pelopincho, bajo su sombra


era más viejo que los helechos

y más niño que un ciempiés

era la tranquilidad de la noche

y el compañero de las chicharras

miércoles, 19 de agosto de 2020

Dimitri y el fin del mundo (II)

 En otra épica absurda de la derrota, tres cartas le indicaban un mapa fugaz, que siguió con languidez, casi con desgano. Desintegrarse primero, para ser, después. Tras un velo, un veloz traspié. La carta número uno, tan triste como ella. La vio y se sumergió en un viaje.

Atravesó una iglesia, todavía con algunas llamas. Detrás del altar, unas escaleras llevaban a las catacumbas. Descendió con cuidado, con el rostro borracho y surcado de lágrimas. En aquel entonces, todavía negaba lo que había pasado. Aún creía en la tela que había hecho crecer con tanto orgullo la firma de su raza. Se acostó entre cráneos y fémures a escuchar la música del caos, hasta quedarse dormido.

Lo siguiente que recuerda es que apareció en un claro que se abría en el bosque, entre las ruinas de un templo erguido al fuego. La vio seleccionando y recolectando hojas de hierba, con extremo cuidado. Como pidiendo permiso en un lenguaje noble y arcano, al bosque, a las plantas, a los hongos, a la secreta ley de la tierra. En un viejo cuaderno, cotejaba sus deducciones, sus húmedas interacciones con la sustancia llamada dios. Tenía los cabellos cubiertos bajo la capucha de su manto, la cara salpicada por el barro y por los años, la sabiduría destilada del pliegue de una sonrisa bondadosa.

Busco algo que no sé qué es, dijo Dimitri, en un saludo torpe, tímido.

Estás perdido, entonces, respondió la sacerdotisa, mientras cargaba sus instrumentos –el cuaderno, la cuchilla, las plantas- dentro de un morral.

Lo admito, dijo él, no tengo idea dónde estoy.

Has seguido un portal.

Mi nombre es Tri, dijo Dimitri, vengo del planeta tierra, vivo en el año 2111 del calendario gregoriano; esas son mis coordenadas.

Calma, mi amigo, dijo la sacerdotisa, nunca había tenido un viaje, ¿es eso? Aunque nunca he visto viajero alguno, la sabiduría de las hermanas que me han precedido, continuó, tocando el morral donde sentía brillar el orgullo de un miserable cuaderno, hace que pueda estar segura de estar ante la presencia de uno. No se preocupe, Tri, algo me dice que sabemos qué hacer. Acompáñeme.

Una fina neblina lo cubría todo, conforme subían la montaña. Hay que ir despacio, con cuidado, dijo la sacerdotisa. Más de una vez se detuvieron para que el saco de ego que era Dimitri intentase tomar un poco de aire, así, con las dos manos, tratando de beber la molécula más ínfima de oxígeno que pudiere.

Un ejército compuesto por violinistas venía descendiendo a contramano. Centenares de mantis, grillos y chicharras trajinaban una elegante caída en el arranque infame de la noche. Tri supo entonces que nada era casualidad y que algo sagrado estaba sucediendo o acaso por suceder. Percibió la expectativa, la ebullición de un mundo nuevo, el instante previo al acto de nacer.

Finalmente hallaron santuario. Escondido, disimulado en la roca, uno de los muchos templos que tiene la voluptuosa diosa de los sueños los aguardaba. Tri encendió su pipa, junto al fuego, alejado de la incognoscible entrada.

Te estábamos esperando, viajero, dijo una voz cansada, arrugada por el apilamiento de los días, tan apurados como siempre.

Estaciones enteras, inmutables lluvias y arco iris hemos esperado para recibirte, dijo otra voz.

Yo soy la Justicia, dijo la Justicia.

Y yo el Amor, dijo el Amor.

Tenemos una tarea que encomendarte, dijeron los tres espíritus a coro.

Las escucho, dijo Tri, secamente.

 

La que habló entonces fue la sacerdotisa. Cuando el fuego se extinguió, las tres ánimas guiaron a Dimitri. Todavía más arriba, cerca del pico de la montaña, le aguardaba otro destino.  



domingo, 16 de agosto de 2020

Botánica



¿Recuerda el sol, señorita Linneaus?,

dijo el Negro, un perro muy viejo


Estamos en la era del aire

la era del agua

la era del fuego


¿Ciclos de la rueda?

cuánto dolor quiere respirar

cuánto miedo


Todavía hay pájaros

todavía hay árboles

montan donde sea su santuario


La energía fluye

desde abajo hacia arriba

de la raíz a las hojas

a la molécula de oxígeno

desde abajo hacia arriba

fluye la energía de la era


Todavía hay hongos y hormigas

todavía hay miel y abejas

todavía hay árboles

somos fruto de los árboles

estamos en la era del aire

viernes, 14 de agosto de 2020

Dimitri y el fin del mundo

 

Lo que él nombraba casa (y era más bien un sucucho) todavía olía a dinero, a mercancía, a carne. Su compañero seguía dormitando una resaca de alitas de mosca y diesel Premium. Alguien debería salir a ganarse el pan, esbozó en una mueca. En otra vida he sido mago, pensó Tri, hoy soy otra vida, más ruin, el deseo de libertad convertido, en un pase de manos, en el jornalero arte del robo. Aquiles siempre estará persiguiendo a la tortuga: tiene hambre y quiere sopa, un buen caldo… ¿acaso no tenemos hambre… todos? 

La escasez de agua en el seno de la ciudad perforadora lo llevaba por otra dirección. En realidad, lo puso en el camino correcto. Un escenario ficcional penetrando en lo real. Ya se sabe que la realidad es holgazana y se estructura alrededor de patrones que se repiten. El post-apocalipsis de Mad Max copulaba con Armagedón y les muchaches partidistes, de ese triángulo nació la ciudad, su atmósfera árida, desolada; otro rincón del fin del mundo.

Algunos sabían y actuaban en consecuencia, de distintas formas. En menos de cien años, sobre la faz del planeta desaparecería todo viso de vida. Cálculos y mensuras que conocían pocos hombres, casualmente los más poderosos –y tal vez, los más obtusos, los amantes de la praxis mal entendida, del sacrificio del todo por algunos-. Es extraño, pensaba Tri, que ciertas postales tiendan a repetirse en un planeta esquilmado por la codicia, con territorios –todavía- alambrados, armas de fuego, vampirismo ambiental, voces en el bolsillo. Tiempo es lo que sobra en estos lugares.

En ese tiempo estaba encargado de revisar que se cumplan ciertos… protocolos, en diversas estaciones de repostaje –las que quedaban-: evitar que se propaguen los fuegos, empezarlos, la carga y recarga de la mochila de supervivencia de cualquier hombre sobre el que pudiese echar el guante. Trabajaba para la Unesco. Para lo que quedaba de organizacional del mundo, en realidad, dos o tres eslabones burocráticos que habían persistido como rémora a lo largo de aquellos años malditos.

Se sentía un profesional sin profesión, un prostituto. Siempre había admirado al ángel caído de Paris, su deseo de penetrar el verdadero velo de la existencia, su loco deambular con el ánfora llena de poesía, su halo mágico protegiéndolo durante el largo descenso por los infiernos, en delirios verdes y descontracturados desde los que destilaba belleza con un pequeño alambique de bolsillo, su renuncia al don de la clarividencia –el trajinar de los héroes repetido a cada paso-, su embarcarse en el negro corazón del crimen. Sin darse cuenta, él mismo había seguido ese sendero, pisando huellas borradas por el vacío en el espacio.

Caminó a través de la noche, cruzando, en trayectoria que él mismo consideraba diagonal, la plaza Roja, llena de papeles y otros restos de silencio, orina y borrachos ocasionales de siempre, hombres meningíticos llenos de llagas y llantos desesperados. Caminó a través del humo y del tiempo pensando en una sola cosa, en un solo instante, en un solo ser.

Recorrió el palacio de invierno, chocando de vez en cuando a algún perdido miembro del staff de maestranza que comenzaba a decretar el final de la fiesta de la humanidad –reduciendo, con extrema sutileza, el radio de movimiento de los hombres-. A la hora de la confirmación definitiva de la muerte de todos los dioses, el fuego había vuelto, para tomar su lugar, el que siempre le había correspondido, abriéndose camino por las grietas, consumiendo todo rastro de símbolos a su paso. Dimitri caminaba sobre las cenizas del incendio, alejándose, con paso perdido, por calles apagadas por el crecimiento de La que no tenía Nombre, que se extendía, simplemente, para poner su firma en esa determinada parte del ciclo, un ciclo sin final, con infinitas variaciones.

Extrañaba –qué extraño que extrañe, pensaba- tantas cosas. Preguntaba a las piedras que cruzaba en su camino sí creían en el tiempo, más específicamente en el pasado, si el pasado existía, si era acaso una piedra –otra más- que empuja un ser con la punta del zapato hacia una cima, cada día.

Caminó por veredas rotas y calles agujereadas, entre papeles olvidados que bailaban como todos los restos, movidos por el viento y por el paso mismo de hombres que deambulaban, como Dimitri, sin brújula y sin radio, sin señales para guiarse –o ser guiados-. La locura había vuelto de su destierro forzado para apoderarse del mundo. Una nueva torre de babel caía sobre sus cimientos, por última vez, para cubrir con sus escombros algo que alguna vez fue conocido como historia de la humanidad, y que ahora era simplemente un capricho –otro más- de los hombres.



domingo, 19 de julio de 2020

JC




Impávidas, imprudentes manos
me atan
Impúdicas, incoherentes líneas
me arrastran

a un cielo
de tiza y tormenta
de borra de café y ventanas abiertas

(mentiras de saxofón:
Charlie sopla ‘veni, vidi, vici’)

No es un lamento esto, no
¡qué le voy a hacer!,
en esta cercanía de años
puedo llamarte
amigo,

en el cielo de tiza
¡como tantas veces!

en tus eternos caminos
que son también míos,

en aquellos oscuros baldíos
oscuros, nos encontramos

juntando hojas
(oh, ¡Toño!)

acariciándolas,
cobijándolas
(terciofiles y marpelos),
caminando
persiguiendo
vaya a saber qué,
persiguiendo
conversando.

En la soledad de la noche,
la antena vieja y polvorienta,
saboreando el perfume
y una bufanda verde
estrellándose
en el cordón de la vereda.

viernes, 5 de junio de 2020

Efecto de la música sobre las paredes de la mente, análisis de un caso



(por Gregorio Marman)

I.

Tiernamente,
con infinita paciencia
derribando la pared, todo
fue verbo, químicos
acordes nuevos, maravillosos.

La flor
regaló pétalos, perfume,
las estrellas adornaron 
nuestros ojos, alegres
de ver luz, de ver alma.

El mundo, mi mundo,
te ofrecí, desnuda
entrega de tiritantes brazos.
Y ya no hubo más
tiempo, no hubo cielo,
rostro, piel, o miedo
para mí.


II.

           Ves una pared. La pared está conformada por ladrillos, pequeños ladrillos. Ladrillitos, entonces. Ladrillos diminutos que están antes que nosotros, esperándonos, mucho antes que veamos la luz del mundo. No son inocuos, conforman las invisibles paredes.
Siento tu respiración agitada, querido lector.
Tranquilo, te han levantado paredes toda la vida. Tal vez, tal vez esta vez, se terminen las pálidas. Hay un muro, es verdad: pero existe sólo en la cabeza, por eso espero alargues los brazos. Esto nos lo dice una voz trémula, acompasada, arropada de música que sube y sube, lo que se dice un in crescendo. Aparece una mini orquesta y un pedido; rasguña las piedras, ven hasta mí.
La música es un martillo destinado a percutir la pared, para permitir que afloren las preguntas: nuestras preguntas. Las preguntas terminaran de romper los ladrillos. Solo quiero despertarte, dice la lírica, se oye un grito.
Despierto verás unos ojos y amarás y serás amado, plenamente, porque al fin seremos libres.
Alguna vez se me ha colgado el mote de llevar el zeitgeist como bandera. Durante algún tiempo, mientras gustaba lo que hacía. No me quejo, no se crean: la vanguardia es así. Me han pedido por favor, please, please, pretty pleas e, que haga algo con mi tiempo. Que aproveche mis talentos, mis investiduras. Que deje de molestar al personal, al resto de los pacientes. Que blablablá. Que quequequé ¿qué, qué?
Anyway, aprovechando la existencia de una vieja casetera en las instalaciones, voy a tratar de dedicarme a alguna cosa. En esta nueva vocación digamos… forzada, de crítico musical.
No se confundan. Como todo crítico musical, no hablaré de música con ustedes, jóvenes mortales. No hablaré de armonías, melodías, ritmos. Hablaré sobre un costado de la música, uno que muchas veces nosotros los músicos tratamos con desdén, con frivolidad.
Escribiré una breve reseña acerca de las bondades de la lírica de algún álbum equis, del uso de poética en la música como catalizador o liberador de sensaciones, de cadenas mentales. Ya se sabe, de hecho: mucho se ha hablado de las virtudes psiquiátricas de Rogelio Aguas y su grupo musical que no existe y que vivirá por siempre. En esta ocasión no queremos cruzar el charco, no hay que ir tan lejos. Ni en el espacio, ni en el tiempo.
De todas formas vamos a viajar, vamos a ir un poco en el espacio, hacia el río de la Plata, y un poco en el tiempo, hacia lo que en términos gregorianos fue o es 1974, porque habría más que decir.
Podría interpretarse de otra forma lo que voy a contar, sí. Why not? El sujeto, el observador (o el oyente, en este caso), es un ser prismático, caleidoscópico, que mira lo que quiere. Este disco tiene muchos años, y muchas oídas, muchas lecturas. Puede uno interpretarlo de la forma clásica: se conocen las dotes de crudo periodismo que hay en la pluma del señor de bigotes de dos colores.
Se mira lo que se quiere, según quién mire.
Hablemos, usted y yo. De la mente hablará un servidor, usted de lo que se le cante. Pero ojo, cuidado. Hay un poco de trabajo, un indulgente favor que le pido: debe desprenderse de los ladrillos de la historia, del pasado, de la cordura, de algunas realidades del aquí y ahora.
(Si quiere zeitgeist, déjeme decirle que eso no se obtiene mirando la vereda y sí mirando un espejo. Algunas veces, una vereda puede ser un espejo, y un espejo, una vereda. Pero eso es otro cantar.)

Como aquí estamos hablando de la mente, suponga usted que estamos en un Hospital de Salud Mental.
En cuanto a los ladrillos que están antes que nosotros, que esperan desde antes que veamos la luz del mundo… digamos que existió alguna vez un intento, sutilmente inútil (y patético), de atentado, contra dichas imágenes-ladrillos-palabras mentales, que se proyectan en el ser, delimitando, delineando los pensamientos.
Sutilmente inútil, sí, pero un ataque conceptual, honesto, verdadero, plasmado con colores únicos, particulares.
(Estoy pidiendo un esfuerzo de abstracción demasiado grande, tal vez. Para apreciar la poética, desprenderse del mundo. Desprenderse del mundo para hacer el mundo. Pinta tu aldea y pintarás el mundo. Pinta tu alma y pintarás...)
La chanza cósmica comienza en el diseño de tapa: observamos caricaturas que  representan lo que vamos a encontrar dentro, fotos en tonalidades de gris de nuestros dos juglares, a punto de ser devorados por gigantes de cemento. Las calles son tan frías cuando no hay nadie. Intentos arrogantes y dulces de poner la música en un pedestal paranoico, turbulento, de encierro, al servicio de mandar una postal al vacío con ayuda de mellotrones y sintetizadores de la psicodelia.
Al ingresar al álbum, podrá encontrar usted un clima enrarecido, como de guitarras eléctricas o acústicas, bajos, violines, armónicas, sirenas y baterías, voces y coros: se trataría de un cirque du freak, dando pinceladas de un plateado filarmónico, utilizado para darle una vuelta de tuerca, un sonido más… verdadero, de calle, atrapante.
Pequeñas anécdotas de un disco abre-mentes. Un disco que hay que escuchar con atención para intentar no perderse nada.




Se nos introduce por la puerta lateral de este circo, un pequeño teatrito (¿no era un hospicio?). Se enciende una luz, y una voz comienza a encuadrarnos, imagen por imagen, mientras se otorga, como apropiándose para sí, el título de abogada del futuro, de un bello sol, de un hermoso cuestionamiento. ¿Por qué?, pregunta. ¿Por qué obligamos a Casandra a esperar, a rezar, pidiendo que algún miembro del personal de maestranza realice la limpieza de su humanidad?
Llega el aviso: beware the jabberwock, my son. Hay seres que mueven los hilos dentro de este teatrito. Ojo, atención. Surge la pregunta, otra vez…
¿no es, acaso…
                       el terror
                                    a la soledad
                                                       lo que nos… obliga
                                                                                       a pegarnos
                                                                                                          a las instituciones?
…contextos que hacen de un payaso, un payaso rojo, o un payaso blanco. Surge una voz aleccionadora; obvio, como siempre. Dice que las cosas son así, te urge a que no preguntes más, ya está.
De nuevo, Casandra, triste, maldita, nos increpa. Siempre el mismo terror, el miedo a soltar las cadenas, nos hace esperar sin recorrer el atardecer de los sueños.
Así comienza el viaje, el pequeño relato en este teatrito, atención.



Sobreviene una suerte juego de luces: se encienden las estrellas de la carpa surrealista, al mango de un tango.
Casandra, la gran protagonista, vestida de gala, sale nuevamente a escena.
Cuatro cadáveres, cuatro casas sin ventanas van a reabrir sus ojos. Esta mentira se está terminando, canta Casandra. Se tiene que terminar, aunque alguna gente viva metida en un baúl.
Al parecer, este tema, esta canción, no debió estar, no debió ser. Se nos ofrece como un delicioso caramelo borrador. La censura reinante nos regaló con inmensa ceguera esta delicada pieza.




Esto se está poniendo bueno, pero oímos sirenas por todos lados, paniqueamos.
—Están todos los muertos, todos— la voz sale como de un parlante de verdulero—todos acá, para el que los quiera ver, desfilando en el escenario.
Cuadro sobre cuadro sobre cuadro.  Es un espectáculo realmente terrorífico, tanto que nos distrae del juglar que hace el relato. Pareciera como si quisiera vendernos los cadáveres. Llantos, tristezas, angustias, también los ofrece.
—Hay para elegir —dice, melancólico rufián.
Hasta las caretas podemos elegir —falsamente elegir—, para salir a la calle.
—Elija usted—increpa.
De nuevo el reclamo. Cómo identificarse por el yo, secreto de producción. Yo es Otro, yo es Nosotros. Yo, entonces, que crecí tan puro, tan limpio… ¿qué estoy haciendo? Surge una pregunta, una máxima, ¿cuántas veces?
¿Cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo?
Cuántas veces habremos de traicionarnos, de recortarnos, para estar. Cuántas veces habremos de salir metafóricamente a matar para existir, matar para existir. Burocráticos conceptos de discurso, conversaciones, instituciones simbólicas, inexistentes salvo en el fluido paso de las palabras. Instituciones, gran sombra posándose en todas partes.
Malditas instituciones.





Sale un clown, pareciera estar representando un cuento basado en un personaje real, de tres dimensiones. Nos habla acerca de los censores. Antes existía gente así. Ahora también, seguro. Pero lamentablemente para nosotros ya no llevan nombre, libres guanacos. De todas formas, no quisiera ponerme a divagar. Censores de la moral, tipos grises, falsos, que intentan decidir sobre las mentes de los demás, apresarlos, recortarlos.
Por suerte, el piolincito humanidad delata, se abre paso entre los dos centrales y cabecea al segundo palo. Su enfermedad, pobre censor, está en no admitirse, en negarse. Por lo tanto odiarse, odiar a los demás. Trata de señalar lo que es bueno, pero sabe, en el fondo. En el fondo, su propia humanidad lo censura de fuerte censura.
No se confunda usted. El poeta señala, pero no censura. Dice, revela. La ironía es la dura piedra en la que convergen realidades contradictorias. Inconscientemente, no es nadie, se dice el clown, mirándose en un espejo de mano, no existe nadie capaz de señalar a nadie. Se percibe una suerte de clima de película mellotrónica y el sonido de las tijeras, tijeras.
Tijeras por todas partes. Oh, ¡Casandra, vi! Tu nombre en los diarios. Y nadie te vio. Te veré en veinte años por televisión, canta el clown, cortada y aburrida.
A todo color. Tijeras. Moral. ¿Dónde? Cierra el telón.






Hay un pequeño intermezzo, un coffee break para salir a fumar y hablar de relaciones de pareja, de los miedos, de no entregarse. Todo y nada, para dar.
Un grupo de cinco púberes agrede a una monja, parece una carmelita descalza: ¡falsificadora!, gritan, ¡libérate! Es rescatada por un policía, le acaricia el velo. No llorés, nena, que no es la muerte, parece decirle, pero estamos lejos y bajo los techos alumbra el sol. Te podés quedar, yo también busco algo, dice el cana, ampuloso, casi a los gritos. Tal vez bajo las sábanas… promesas artaudianas, entre calientes y amargos mates. Dentro del circo se oyen ritmos alegres, esperanzados.
Naranjas y verdes.
Algún inexistente lector habrá leído la composición de Rimbaud sobre las vocales, una rabiosa y adictiva música visual.





El acomodador nos vuelve a llamar adentro, esto sigue. Se abre el telón. Vuelve la actriz principal. La pequeña vidente, poor little thing. Qué decadente, dicen dos gordas, qué horror. Está casi en pelotas. Las viejas de al lado dicen que la nena está enfermita. La niña es tan hermosa, tan… Dos por dos igual a tres.
Creyeron que Alicia estaba loca, pero... la locura es poder ver más allá. Hablábamos de la verdad de verdad, de esa dulce verdad. De la liberación de dulces y pobres almas que cuentan cosas que uno suele olvidar. Alguien sigue viendo.





Alguien sigue viendo. Se apagan las luces; un, dos, tres, va. Guitarra, música de fondo.
En la escuridá, había una vez y salen tres actores. Una bailarina llamada Julia y dos payasos. Oh, casualidad, uno rojo, otro blanco. Manierismo en los movimientos, duro terror a los jueves. Nadie se entiende, realmente es un espectáculo grotesco. Comen y comen, qué vil razón; les molestaba su barriga, o no. La bandeja vacía para una señora disfrazada.





Termina el vergonzoso sketch. Aberrante, susurran las gordas. Desde alguna parte surge un estanque; dentro, hay un acuático bailarín, Proteo-delfín de traje gris que baila y nada, nada y baila. Y nada de nada, gris, gris. Un largo nado gris donde se proyectan imágenes victorianas basadas en relatos de Oscar Wilde, esa gran antena.




Salen los directores, una guitarrita, iluminación simple. La pregunta ¿todo esto, para qué?, ¿para quién? Al que entiende, no le interesa; al que interesa, ya lo oyó, o no lo comprende. De una oscura forma zen, son sus propios maestros, se responden. Para toda la gente, cantan, a pesar de las paredes. Por esas mismas paredes, como en un intento de demoler, de destrabar al fin, remover las cadenas.
Estos muchachos, estos ángeles hijos de barro sólo son canales por los que se expresa un inconsciente colectivo en ebullición, fuerza de la naturaleza humana.





¿Y para qué más? La represión viste un saco azul triste, vive como pidiendo perdón y se esconde a la luz del sol. Para señalar, siempre, para apabullar, golpeando a los vendedores de falsa verdad, alquimistas renegados que colocan cadenas, grilletes de cartón en la mente del hombre ¡esos represores!





Al final, con las luces encendidas, por fin. Todos los artistas suben al escenario a cantar la canción del Ejército de la Paz. Cae el telón.

La idea es hablar sobre libertad, sobre la mente. Para el próximo número hablaré de lo que verdaderamente quería hablar hoy. El segundo disco de Turf, Siempre Libre.