Maceratesi contra el mundo se llamaba aquella gran
revista que salía por aquellos años -2001,
2002-, donde el Ciego publicaba sus columnas. Llevaba el nombre del Rafa
Maceratesi, un delantero noventoso y de los primeros años de este siglo al que
algún canalla o académico decidió rendirle homenaje. Hay una rama Trinche Carlovich
de la vida.
El artículo era raro. Cuando se publicó pasó
desapercibido, camuflado como un relato de ciencia ficción o un panfleto
partidario; algunos tildan hoy al texto de humildemente profético. Mencionaba
una final en el extranjero, un gol a puerta vacía. Los mejores equipos de
fútbol, comenzaba, son la prueba histórica del funcionamiento práctico, no
meramente teórico, del colectivismo. ¿Debería decir socialismo? Chicos troskos,
los de Maceratesi… Gallardo y sus precursores, así se llamaba el artículo. Mirá
que para algunas cosas era ciego, el Ciego, mirá si le gustara el fútbol, lo
que hubiera flashado. Lo bueno es que nos quedó el método. Jugaban todos. Es
como el niño Marx robándole a Hegel.
El artículo, corto, consiso, pura elegancia, decía que
el River de Ramón tenía influencias del River de Gallardo. La capacidad de ver
el espíritu de los jugadores, esa mano mágica al parar los equipos. Como ejemplo
ponía a los pibes. Como con Gallardo, decía, los pibes –mencionaba a Aimar,
Saviola, D’Alessandro- comenzaron a debutar después de un buen trecho recorrido
como equipo, hombres con las espaldas anchas como el Enzo, Astrada, Berti, Hernan
Díaz, Ayala, Berizzo o el Mono, entre tantos otros gigantes. Los pibes tienen
un equipo en el que recostarse.
El Ciego planteaba, entre otras cosas, y mediante la aplicación de la teoría guevariana del
hombre nuevo, que Astrada, visto desde el River del Muñeco, sería una suerte de
proto-borrador de Ponzio, que Pinola y Berizzo tranquilamente podrían haber
sido cortados por la misma tijera, y que Milton, como Sorín, custodiaría el Aleph desde
el lateral izquierdo.
Saviola, decía, dejó algo suyo en la ya plagada de
espíritus camiseta número siete, la de Suárez, la de Mora, pero también del Mencho, el Burro, el Chileno y
tantos otros; Pablito es Pablito, un diez de River, ni más ni menos. Como el
Pity, el Cabezón, el mismo Burro, Juanfer, el Beto, el Muñeco, o los Sívori, los Onega,
y tantos que no vimos, como los que jugaban con Angelito, el Charro o Pedernera.
Se le hizo justicia a Nacho Fernández dándole la diez de River, sentenciaba al final de uno de los párrafos. Los hinchas de aquel tiempo pensarían en ningún Nacho Fernández, o en un
Nacho ficcional, paradimensional.
Según el columnista, el segundo River del Tolo también
tenía cosas del River del muñeco, estaban Los Cuatro Fantásticos, se hablaba un
lenguaje de tacos, caños, enganches y paredes milimétricas a 90 kilométros por
hora, pero también una defensa firme aunque elegante, sobre todo el flanco
izquierdo, y el arquero de libro, sucesor del gran Germán Burgos. O el primer
River del Tolo, cuando Passarella agarró la Selección y el que quedó en el
banco de River fue él, el Tolo –que cuando jugaba era Astrada, otro Astrada
como Ponzio, como Mostaza ¿antes? del Tolo y antes, (¿antes?*) el Pipo Rossi- por
un campeonato solo –después se iría con Daniel-, en el que volvía el Enzo. Con el Príncipe de capitán y goleador, campeones invictos.
También el equipo de Passarella, rigor, seriedad, presión
alta y espíritu ganador. El Ciego recordó en este punto del texto que aquella
tríada de técnicos originalmente bajo el mando del Káiser incluía también al
doctor Sabella, del que dicen descubrió al Muñeco, y que además se ufana de ser
el autor de la frase “si quieren saber
qué es el fútbol ábranle la cabeza a Gallardo”. El mismísimo doctor Sabella,
antes de todas las luces, fue un diez criado en la casa, Pachorra.
Entender al River de hoy como una continuidad
histórica que mejora al River del pasado. El lenguaje como pertenencia. La
historia es un río fluido y River, una escuela de fútbol, una rueda que inició
en 1901 y sigue girando interminable, parte de Samsara. Las camisetas tienen
historia, una montaña de arena que los que respiramos vamos levantando y
caminando, un paso a la vez.
El ritmo, ¿es un
carácter del Tiempo? Como en la música, la poesía, el fútbol. Puede ser: la
música es Tiempo, armonía, melodía y ritmo. El tiempo, a su vez (y a la vez),
es carácter de Lenguaje, de todo lenguaje. Pero todo lenguaje es música, y también
tiempo. Los árboles tienen lenguaje, el aire habla. Todo en la vida tiene
música, tiene lenguaje, tiene tiempo. Nada tiene entonces de raro un equipo que
habla, como hablan las hormigas, como hablan las abejas, como hablan los pájaros,El
pasado es presente es futuro. El tiempo es,
misterioso, indivisible.
"Gallardo es uno de tantos nombres que también tiene
River, aquella hermosa banda roja en la camiseta", así terminaba el artículo del
Ciego en Maceratesi, una revista que ya entonces era una rareza y que ahora debe
deambular en algún estante, algún garaje, una mesa de saldos.
Un gran tocador puede no ser un artista. En cambio, un gran artista puede no ser un buen tocador, dice Raúl, el brujo que puede traducir los sonidos del Taragüí. Habla el alma desde su acordeón, que respira y se desliza en un abrir y cerrar la respiración, simplemente transcurriendo, alargando o acortando, inspiración y espiración. Sus dedos pulsan las teclas como quien toca el aire para dejar que corra, y habla el alma con voz nostálgica, llena de vida, como un manojo de llaves tintineando en la garganta, como el canto de pájaros escondidos en la palma de la mano.
En cierta forma, Raúl es como Saer: a pesar de su destino parisino, su voz es la del río. Una voz escuchada, más que construida, una voz aprendida y moldeada con la paciencia del orfebre, con la sabiduría del chamán. A diferencia de Saer, el escritor del Paraná, Raúl fue analfabeto hasta los sesenta años, aunque podría decirse que leía y escribía de otra forma, en una suerte de dimensión sutil, volátil, etérea.
Como Saer, nunca descuidó la tradición, aunque jamás la entronizó en el altar ni le rindió estática pleitesía.
Podría catalogarse a Raúl Barboza —como suelen pretender, en aquellos grandes y sonoros teatros y demás rincones paquetes donde es tolerado y escuchado, con cierto displicente, distraído o acaso snóbico placer, incluso (¿por qué no?) genuino interés. Después de todo, no deja de ser uno más de los bichos raros que pasan por la ciudad de las luces— como un artista único, hermoso y profundo, ¡hasta pueden decir que es casi como un esteta, un hombre de la vanguardia!
Pero a diferencia de Saer, más que un mago de vanguardia, Raúl es un verdadero karaí; un guía espiritual en el más poderoso sentido de la palabra, cuyo mayor mérito es el oído amable y enamorado de lo que escucha en la naturaleza y en las redes que el humano habita con amor y solemne respeto. Escucha con tímida gracia, una que no puede impedir —digamos más bien, que no quiere impedir, e incluso, lopromueve— el alza del grito primal, aquel alarido de ternura que un hombre suelta solo en los momentos más íntimos.
El alma habla a través del instrumento. Un alma herética: su alma guaraní. Transmuta, inspiración y espiración, se hace agua, viento y raíz, saluda al tren, al chacarero, al estibador, a ranas y grillos, al duende de la siesta, al amor perdido, a una lunita escondida.
Entonces es patio y silbido, el alma, recuerdo y sueño, noche estival. Entonces el alma es lluvia, Raúl, no el parquet ni la sonoridad de los teatros, y el grito es sapucai, alegría, enojo, desafío, agradecimiento, dolor, tristeza, felicidad y llanto.
Quisiera compartirles dos (mejor tres) poemas de Francisco "Paco" Urondo (Santa Fe, 1930 - Mendoza, 1976), ese poeta de la revolución que no era el poeta de la revolución, extraídos de Poemas Póstumos (1970-1972)
I. Benefacción
Piedad para los equivocados, para los que apuraron el paso y los torpes de lentitud. Para los que hablaron bajo tortura o presión de cualquier tipo, para los que supieron callar a tiempo o no pudieron mover un dedo; perdón por los desaires con que me trata la suerte; por los titubeos y balbuceos. Perdón por el campo que crece en estos espacios de la época trabajosa, soberbia. Perdón por dejarse acunar entre huesos y tierras, sabihondos y suicidas, ardores y ocasos, imaginaciones perdidas y penumbras.
II. Muchas gracias
Sirve y me inclino ante tu palabra, luz de mi pensamiento. Abrirán las puertas, dejarán entender: los artistas, los intelectuales, siempre han sacudido el polvo de la realidad; descubrieron que no siempre lograron recorrer: era prematuro en algunos casos, en otros fue distinto -convengamos-, otras palabras son, bajar la corredera de la mira, buscar con el guión y dar justamente sobre algo que puede moverse: un bulto, un meneo a menos de cien metros de tu corazón vulnerable, también enemigo. * La suerte ha dejado aquí de andar fallando: se encendió la luz y pudo verse el caos, las flagrancias: esa mano allí, esa codicia; el miedo y otras mezquindades se pusieron en evidencia y el amor no aparecía por ninguna parte. Recompuestos de la sorpresa, rendidos ante los hechos, nadie pudo negar que en este país, en este continente, nos estamos todos muriendo de vergüenza. Aquí estoy perdiendo amigos, buscando viejos compañeros de armas, ganándome tardíamente la vida, queriendo respirar trozos de esperanzas, bocanadas de aliento; salir volando para no hacer agua, para ver toda la tierra y caer en sus brazos.
III. Tinieblas para mirar
Veo tus intenciones y tus actos triunfales por crecer; adivino el parpadeo, veo y quisiera descansar un poco, se entiende. Veo los tiempos ocultos, las intenciones del mal y viceversa. Veo palabras que no fueron articuladas, escenarios, disfraces vulgares, caracterizaciones. Veo jactancias, humildades apócrifas y bastante sufrimiento disimulado. Veo la luz compartida de las inconsciencias, veo, veo, una ramita, de qué color: no puedo decirlo. El tamaño, la disposición, las significaciones, las alegrías se disuelven, se resbalan en los aceites que hierven y respiramos sin tocar para no ir quemando esos ardidos corazones, este impromptus venéreo como las mejillas, como las ramas de qué colores insignificantes, de qué adioses aterrados, más que de frío, por los calores iniciales del miedo.
Si de algo tiene que
servir esta experiencia, que sea para cambiar el mundo, para hacernos
responsables de lo que hacemos con él. Que los muertos y enfermos que tantos
cuentan sin ponerles nombre no hayan pasado en vano a formar parte de la luz.
Evidentemente, algo
anda mal en todo esto si, al quedarnos quietos, los ríos se aclaran, el smog
disminuye y también la huella de carbono, si la mejor idea que se nos ocurre es
usar un barbijo, sin profundizar, sin hacer un cambio radical en las
condiciones de vida, sin tomar en cuenta que el problema es evidentemente
estructural y está relacionado a las aglomeraciones y a las urbes.
Las condiciones de vida
para muchos son condiciones de uso o derecho de propiedad de un mundo en el que
no sólo vivimos, sino (y más bien) cohabitamos junto a una larga y casi
infinita variedad de seres.
Cosas que deberíamos
estar cuanto menos pensando, sino haciendo.
Redefinir qué es más
importante: la vida o la propiedad.
Entiendo que todos
tenemos derecho a un hogar; que la construcción de realidad es colectiva; que
la tierra, como dicen, no es un regalo de los padres, sino un préstamo de los
hijos, de los hijos de todas las especies que habitan esta hora de la materia.
Debería hacernos pensar
el hecho de que algunos de los principales países del “primer mundo” se hayan
visto superados por una entidad microscópica. La cuarentena a lo Noé, versión
estatal -¡quién te viera, Leviatán!-, está bien para salir del paso pero hay
que mirar más adelante. No el estado, sino nosotros.
No es un problema
únicamente sanitario ni económico, sino también habitacional, ecológico: se trata de crear
nuevas redes, más pequeñas, más cercanas, más humanas, incluso.
¿Querés dejar de usar
barbijo en los próximos años? Empezá a pensar, empezá a actuar. Es fundamental
descentralizar la economía, la vida misma, en las urbes, dejar de matarnos con
agrotóxicos, universalizar el acceso al agua y a las semillas, comprender que
es mejor respirar aire libre que vivir aglomerados en cajas de zapatos, donde
algunas veces lo único vivo son las flores del florero. Pensar en los
departamentos para cadáveres de los cementerios.
Entender que comienza
el fin de los tiempos, la era para la que las películas berretas y las canciones
de El Mató a un Policía Motorizado te preparan. Algo anda mal si hay incendios
a lo largo del orbe (fíjate, porque tal vez, a no más de mil metros de tu casa,
se esté quemando algo), si los ríos se secan, si los que protestan son los
niños. Qué curioso que este sea el rumbo que ha tomado la energía del mundo
para manifestarse.
Mientras tanto, el
miedo encuentra terreno fértil para sembrarse. Sería preferible no incentivar
el pánico sino efectuar (y esto lo digo en los términos de los encorbatados de
siempre, para intentar penetrar el velo) gestiones
de microemprendimientos. Con circular información de forma responsable y
con ofrecer las herramientas y las condiciones mínimas para el desarrollo de la
conciencia alcanza, al menos para empezar.
Un estado es también en
última instancia una herramienta de acción colectiva, que debería ponerse al
servicio de formación de comunidades, entendidas en términos políticos como comunidades organizadas, y en términos, digamos… espirituales, como comunidades conscientes.
Conscientes del lugar de guardián que ocupamos en el planeta, del lugar de
responsabilidad que tenemos para el espacio donde vivimos y que dejaremos, por
el simple paso del tiempo, a las generaciones futuras, y por el cual estas
mismas generaciones que deberían estar jugando hoy están reclamando, cada vez
más apresuradamente y en mayor número.
Calculo que la
reclusión dentro de las cajas puede obligar al enfrentamiento con los propios
fantasmas, con suerte, y si es que el humano no elige evadirse, como es su
costumbre, como fue domesticado. Hay historias de todo tipo en los campos
santos.
En otra épica absurda de la derrota, tres
cartas le indicaban un mapa fugaz, que siguió con languidez, casi con desgano.
Desintegrarse primero, para ser, después. Tras un velo, un veloz traspié. La
carta número uno, tan triste como ella. La vio y se sumergió en un viaje.
Atravesó una iglesia, todavía con
algunas llamas. Detrás del altar, unas escaleras llevaban a las catacumbas.
Descendió con cuidado, con el rostro borracho y surcado de lágrimas. En aquel
entonces, todavía negaba lo que había pasado. Aún creía en la tela que había
hecho crecer con tanto orgullo la firma de su raza. Se acostó entre cráneos y
fémures a escuchar la música del caos, hasta quedarse dormido.
Lo siguiente que recuerda es que
apareció en un claro que se abría en el bosque, entre las ruinas de un templo
erguido al fuego. La vio seleccionando y recolectando hojas de hierba, con
extremo cuidado. Como pidiendo permiso en un lenguaje noble y arcano, al
bosque, a las plantas, a los hongos, a la secreta ley de la tierra. En un viejo
cuaderno, cotejaba sus deducciones, sus húmedas interacciones con la sustancia
llamada dios. Tenía los cabellos cubiertos bajo la capucha de su manto, la cara
salpicada por el barro y por los años, la sabiduría destilada del pliegue de una
sonrisa bondadosa.
Busco algo que no sé qué es, dijo
Dimitri, en un saludo torpe, tímido.
Estás perdido, entonces, respondió la
sacerdotisa, mientras cargaba sus instrumentos –el cuaderno, la cuchilla, las
plantas- dentro de un morral.
Lo admito, dijo él, no tengo idea dónde
estoy.
Has seguido un portal.
Mi nombre es Tri, dijo Dimitri, vengo
del planeta tierra, vivo en el año 2111 del calendario gregoriano; esas son mis
coordenadas.
Calma, mi amigo, dijo la sacerdotisa,
nunca había tenido un viaje, ¿es eso? Aunque nunca he visto viajero alguno, la
sabiduría de las hermanas que me han precedido, continuó, tocando el morral
donde sentía brillar el orgullo de un miserable cuaderno, hace que pueda estar
segura de estar ante la presencia de uno. No se preocupe, Tri, algo me dice que
sabemos qué hacer. Acompáñeme.
Una fina neblina lo cubría todo,
conforme subían la montaña. Hay que ir despacio, con cuidado, dijo la
sacerdotisa. Más de una vez se detuvieron para que el saco de ego que era
Dimitri intentase tomar un poco de aire, así, con las dos manos, tratando de
beber la molécula más ínfima de oxígeno que pudiere.
Un ejército compuesto por violinistas
venía descendiendo a contramano. Centenares de mantis, grillos y chicharras
trajinaban una elegante caída en el arranque infame de la noche. Tri supo entonces
que nada era casualidad y que algo sagrado estaba sucediendo o acaso por
suceder. Percibió la expectativa, la ebullición de un mundo nuevo, el instante
previo al acto de nacer.
Finalmente hallaron santuario.
Escondido, disimulado en la roca, uno de los muchos templos que tiene la
voluptuosa diosa de los sueños los aguardaba. Tri encendió su pipa, junto al
fuego, alejado de la incognoscible entrada.
Te estábamos esperando, viajero, dijo
una voz cansada, arrugada por el apilamiento de los días, tan apurados como
siempre.
Estaciones enteras, inmutables lluvias y
arco iris hemos esperado para recibirte, dijo otra voz.
Yo soy la Justicia, dijo la Justicia.
Y yo el Amor, dijo el Amor.
Tenemos una tarea que encomendarte,
dijeron los tres espíritus a coro.
Las escucho, dijo Tri, secamente.
La que habló entonces fue la
sacerdotisa. Cuando el fuego se extinguió, las tres ánimas guiaron a Dimitri.
Todavía más arriba, cerca del pico de la montaña, le aguardaba otro destino.
Lo que él nombraba casa (y era más bien
un sucucho) todavía olía a dinero, a mercancía, a carne. Su compañero seguía
dormitando una resaca de alitas de mosca y diesel Premium. Alguien debería
salir a ganarse el pan, esbozó en una mueca. En otra vida he sido mago, pensó
Tri, hoy soy otra vida, más ruin, el deseo de libertad convertido, en un pase
de manos, en el jornalero arte del robo. Aquiles siempre estará persiguiendo a
la tortuga: tiene hambre y quiere sopa, un buen caldo… ¿acaso no tenemos
hambre… todos?
La escasez de agua en el seno de la
ciudad perforadora lo llevaba por otra dirección. En realidad, lo puso en el
camino correcto. Un escenario ficcional penetrando en lo real. Ya se sabe que
la realidad es holgazana y se estructura alrededor de patrones que se repiten.
El post-apocalipsis de Mad Max copulaba con Armagedón y les muchaches
partidistes, de ese triángulo nació la ciudad, su atmósfera árida, desolada;
otro rincón del fin del mundo.
Algunos sabían y actuaban en
consecuencia, de distintas formas. En menos de cien años, sobre la faz del
planeta desaparecería todo viso de vida. Cálculos y mensuras que conocían pocos
hombres, casualmente los más poderosos –y tal vez, los más obtusos, los amantes
de la praxis mal entendida, del sacrificio del todo por algunos-. Es extraño,
pensaba Tri, que ciertas postales tiendan a repetirse en un planeta esquilmado
por la codicia, con territorios –todavía- alambrados, armas de fuego,
vampirismo ambiental, voces en el bolsillo. Tiempo es lo que sobra en estos lugares.
En ese tiempo estaba encargado de
revisar que se cumplan ciertos… protocolos, en diversas estaciones de repostaje
–las que quedaban-: evitar que se propaguen los fuegos, empezarlos, la carga y
recarga de la mochila de supervivencia de cualquier hombre sobre el que pudiese
echar el guante. Trabajaba para la Unesco. Para lo que quedaba de
organizacional del mundo, en realidad, dos o tres eslabones burocráticos que
habían persistido como rémora a lo largo de aquellos años malditos.
Se sentía un profesional sin profesión,
un prostituto. Siempre había admirado al ángel caído de Paris, su deseo de
penetrar el verdadero velo de la existencia, su loco deambular con el ánfora
llena de poesía, su halo mágico protegiéndolo durante el largo descenso por los
infiernos, en delirios verdes y descontracturados desde los que destilaba
belleza con un pequeño alambique de bolsillo, su renuncia al don de la
clarividencia –el trajinar de los héroes repetido a cada paso-, su embarcarse
en el negro corazón del crimen. Sin darse cuenta, él mismo había seguido ese
sendero, pisando huellas borradas por el vacío en el espacio.
Caminó a través de la noche, cruzando,
en trayectoria que él mismo consideraba diagonal, la plaza Roja, llena de
papeles y otros restos de silencio, orina y borrachos ocasionales de siempre,
hombres meningíticos llenos de llagas y llantos desesperados. Caminó a través
del humo y del tiempo pensando en una sola cosa, en un solo instante, en un
solo ser.
Recorrió el palacio de invierno,
chocando de vez en cuando a algún perdido miembro del staff de maestranza que
comenzaba a decretar el final de la fiesta de la humanidad –reduciendo, con
extrema sutileza, el radio de movimiento de los hombres-. A la hora de la
confirmación definitiva de la muerte de todos los dioses, el fuego había
vuelto, para tomar su lugar, el que siempre le había correspondido, abriéndose
camino por las grietas, consumiendo todo rastro de símbolos a su paso. Dimitri
caminaba sobre las cenizas del incendio, alejándose, con paso perdido, por
calles apagadas por el crecimiento de La que no tenía Nombre, que se extendía,
simplemente, para poner su firma en esa determinada parte del ciclo, un ciclo
sin final, con infinitas variaciones.
Extrañaba –qué extraño que extrañe,
pensaba- tantas cosas. Preguntaba a las piedras que cruzaba en su camino sí creían
en el tiempo, más específicamente en el pasado, si el pasado existía, si era
acaso una piedra –otra más- que empuja un ser con la punta del zapato hacia una
cima, cada día.
Caminó por veredas rotas y calles
agujereadas, entre papeles olvidados que bailaban como todos los restos,
movidos por el viento y por el paso mismo de hombres que deambulaban, como
Dimitri, sin brújula y sin radio, sin señales para guiarse –o ser guiados-. La
locura había vuelto de su destierro forzado para apoderarse del mundo. Una
nueva torre de babel caía sobre sus cimientos, por última vez, para cubrir con
sus escombros algo que alguna vez fue conocido como historia de la humanidad, y
que ahora era simplemente un capricho –otro más- de los hombres.
Ves una pared. La pared está conformada por ladrillos, pequeños ladrillos. Ladrillitos, entonces. Ladrillos diminutos que están antes que nosotros, esperándonos, mucho antes que veamos la luz del mundo. No son inocuos, conforman las invisibles paredes.
Siento tu respiración agitada, querido lector.
Tranquilo, te han levantado paredes toda la vida. Tal vez, tal vez esta vez, se terminen las pálidas. Hay un muro, es verdad: pero existe sólo en la cabeza, por eso espero alargues los brazos. Esto nos lo dice una voz trémula, acompasada, arropada de música que sube y sube, lo que se dice un in crescendo. Aparece una mini orquesta y un pedido; rasguña las piedras, ven hasta mí.
La música es un martillo destinado a percutir la pared, para permitir que afloren las preguntas: nuestras preguntas. Las preguntas terminaran de romper los ladrillos. Solo quiero despertarte, dice la lírica, se oye un grito.
Despierto verás unos ojos y amarás y serás amado, plenamente, porque al fin seremos libres.
Alguna vez se me ha
colgado el mote de llevar el zeitgeist
como bandera. Durante algún tiempo, mientras gustaba lo que hacía. No me quejo,
no se crean: la vanguardia es así. Me han pedido por favor, please, please, pretty pleas e, que haga
algo con mi tiempo. Que aproveche mis talentos, mis investiduras. Que deje de
molestar al personal, al resto de los pacientes. Que blablablá. Que quequequé
¿qué, qué?
Anyway,
aprovechando la existencia de una vieja casetera en las instalaciones, voy a
tratar de dedicarme a alguna cosa. En esta nueva vocación digamos… forzada, de
crítico musical.
No se confundan. Como
todo crítico musical, no hablaré de música con ustedes, jóvenes mortales. No
hablaré de armonías, melodías, ritmos. Hablaré sobre un costado de la música,
uno que muchas veces nosotros los músicos tratamos con desdén, con frivolidad.
Escribiré una breve
reseña acerca de las bondades de la lírica de algún álbum equis, del uso de
poética en la música como catalizador o liberador de sensaciones, de cadenas
mentales. Ya se sabe, de hecho: mucho se ha hablado de las virtudes
psiquiátricas de Rogelio Aguas y su grupo musical que no existe y que vivirá
por siempre. En esta ocasión no queremos cruzar el charco, no hay que ir tan
lejos. Ni en el espacio, ni en el tiempo.
De todas formas vamos a
viajar, vamos a ir un poco en el espacio, hacia el río de la Plata, y un poco
en el tiempo, hacia lo que en términos gregorianos fue o es 1974, porque habría más que decir.
Podría interpretarse de
otra forma lo que voy a contar, sí. Why
not? El sujeto, el observador (o el oyente, en este caso), es un ser
prismático, caleidoscópico, que mira lo que quiere. Este disco tiene muchos
años, y muchas oídas, muchas lecturas. Puede uno interpretarlo de la forma
clásica: se conocen las dotes de crudo periodismo que hay en la pluma del señor
de bigotes de dos colores.
Se mira lo que se
quiere, según quién mire.
Hablemos, usted y yo.
De la mente hablará un servidor, usted de lo que se le cante. Pero ojo,
cuidado. Hay un poco de trabajo, un indulgente favor que le pido: debe
desprenderse de los ladrillos de la historia, del pasado, de la cordura, de
algunas realidades del aquí y ahora.
(Si quiere zeitgeist, déjeme decirle que eso no se
obtiene mirando la vereda y sí mirando un espejo. Algunas veces, una vereda
puede ser un espejo, y un espejo, una vereda. Pero eso es otro cantar.)
Como aquí estamos
hablando de la mente, suponga usted que estamos en un Hospital de Salud
Mental.
En cuanto a los
ladrillos que están antes que nosotros, que esperan desde antes que veamos la
luz del mundo… digamos que existió alguna vez un intento, sutilmente inútil (y
patético), de atentado, contra dichas imágenes-ladrillos-palabras mentales, que
se proyectan en el ser, delimitando, delineando los pensamientos.
Sutilmente inútil, sí,
pero un ataque conceptual, honesto, verdadero, plasmado con colores únicos,
particulares.
(Estoy pidiendo un
esfuerzo de abstracción demasiado grande, tal vez. Para apreciar la poética,
desprenderse del mundo. Desprenderse del mundo para hacer el mundo. Pinta tu
aldea y pintarás el mundo. Pinta tu alma y pintarás...)
La chanza cósmica
comienza en el diseño de tapa: observamos caricaturas querepresentan lo que vamos a encontrar dentro,
fotos en tonalidades de gris de nuestros dos juglares, a punto de ser devorados
por gigantes de cemento. Las calles son tan frías cuando no hay nadie. Intentos
arrogantes y dulces de poner la música en un pedestal paranoico, turbulento, de
encierro, al servicio de mandar una postal al vacío con ayuda de mellotrones y
sintetizadores de la psicodelia.
Al ingresar al álbum,
podrá encontrar usted un clima enrarecido, como de guitarras eléctricas o
acústicas, bajos, violines, armónicas, sirenas y baterías, voces y coros: se
trataría de un cirque du freak, dando
pinceladas de un plateado filarmónico, utilizado para darle una vuelta de
tuerca, un sonido más… verdadero, de calle, atrapante.
Pequeñas anécdotas de
un disco abre-mentes. Un disco que hay que escuchar con atención para intentar
no perderse nada.
Se nos introduce por la
puerta lateral de este circo, un pequeño teatrito (¿no era un hospicio?). Se
enciende una luz, y una voz comienza a encuadrarnos, imagen por imagen,
mientras se otorga, como apropiándose para sí, el título de abogada del futuro,
de un bello sol, de un hermoso cuestionamiento. ¿Por qué?, pregunta. ¿Por qué
obligamos a Casandra a esperar, a rezar, pidiendo que algún miembro del
personal de maestranza realice la limpieza de su humanidad?
Llega el aviso: beware the jabberwock, my son. Hay seres
que mueven los hilos dentro de este teatrito. Ojo, atención. Surge la pregunta,
otra vez…
¿no es, acaso…
el terror
a la
soledad
lo que nos… obliga
a pegarnos
a
las instituciones?
…contextos que hacen de un payaso, un
payaso rojo, o un payaso blanco. Surge una voz aleccionadora; obvio, como
siempre. Dice que las cosas son así, te urge a que no preguntes más, ya está.
De nuevo, Casandra,
triste, maldita, nos increpa. Siempre el mismo terror, el miedo a soltar las
cadenas, nos hace esperar sin recorrer el atardecer de los sueños.
Así comienza el viaje,
el pequeño relato en este teatrito, atención.
Sobreviene una suerte
juego de luces: se encienden las estrellas de la carpa surrealista, al mango de
un tango.
Casandra, la gran
protagonista, vestida de gala, sale nuevamente a escena.
Cuatro cadáveres,
cuatro casas sin ventanas van a reabrir sus ojos. Esta mentira se está
terminando, canta Casandra. Se tiene que terminar, aunque alguna gente viva
metida en un baúl.
Al parecer, este tema,
esta canción, no debió estar, no debió ser. Se nos ofrece como un delicioso
caramelo borrador. La censura reinante nos regaló con inmensa ceguera esta
delicada pieza.
Esto se está poniendo
bueno, pero oímos sirenas por todos lados, paniqueamos.
—Están todos los
muertos, todos— la voz sale como de un parlante de verdulero—todos acá, para el
que los quiera ver, desfilando en el escenario.
Cuadro sobre cuadro
sobre cuadro.Es un espectáculo
realmente terrorífico, tanto que nos distrae del juglar que hace el relato.
Pareciera como si quisiera vendernos los cadáveres. Llantos, tristezas,
angustias, también los ofrece.
—Hay para elegir —dice,
melancólico rufián.
Hasta las caretas
podemos elegir —falsamente elegir—, para salir a la calle.
—Elija usted—increpa.
De nuevo el reclamo.
Cómo identificarse por el yo, secreto de producción. Yo es Otro, yo es Nosotros.
Yo, entonces, que crecí tan puro, tan limpio… ¿qué estoy haciendo? Surge una
pregunta, una máxima, ¿cuántas veces?
¿Cuántas veces tendré
que morir para ser siempre yo?
Cuántas veces habremos
de traicionarnos, de recortarnos, para estar. Cuántas veces habremos de salir
metafóricamente a matar para existir, matar para existir. Burocráticos
conceptos de discurso, conversaciones, instituciones simbólicas, inexistentes
salvo en el fluido paso de las palabras. Instituciones, gran sombra posándose
en todas partes.
Malditas instituciones.
Sale un clown, pareciera estar representando un
cuento basado en un personaje real, de tres dimensiones. Nos habla acerca de
los censores. Antes existía gente así. Ahora también, seguro. Pero
lamentablemente para nosotros ya no llevan nombre, libres guanacos. De todas
formas, no quisiera ponerme a divagar. Censores de la moral, tipos grises,
falsos, que intentan decidir sobre las mentes de los demás, apresarlos,
recortarlos.
Por suerte, el
piolincito humanidad delata, se abre paso entre los dos centrales y cabecea al
segundo palo. Su enfermedad, pobre censor, está en no admitirse, en negarse.
Por lo tanto odiarse, odiar a los demás. Trata de señalar lo que es bueno, pero
sabe, en el fondo. En el fondo, su propia humanidad lo censura de fuerte
censura.
No se confunda usted.
El poeta señala, pero no censura. Dice,
revela. La ironía es la dura piedra
en la que convergen realidades contradictorias. Inconscientemente, no es nadie,
se dice el clown,mirándose en un espejo de mano, no existe nadie capaz de señalar a
nadie. Se percibe una suerte de clima de película mellotrónica y el sonido de
las tijeras, tijeras.
Tijeras por todas
partes. Oh, ¡Casandra, vi! Tu nombre en los diarios. Y nadie te vio. Te veré en
veinte años por televisión, canta el clown,
cortada y aburrida.
A todo color. Tijeras.
Moral. ¿Dónde? Cierra el telón.
Hay un pequeño intermezzo, un coffee break para salir a fumar y hablar de relaciones de pareja,
de los miedos, de no entregarse. Todo y nada, para dar.
Un grupo de cinco
púberes agrede a una monja, parece una carmelita descalza: ¡falsificadora!,
gritan, ¡libérate! Es rescatada por un policía, le acaricia el velo. No llorés,
nena, que no es la muerte, parece decirle, pero estamos lejos y bajo los techos
alumbra el sol. Te podés quedar, yo también busco algo, dice el cana, ampuloso,
casi a los gritos. Tal vez bajo las sábanas… promesas artaudianas, entre
calientes y amargos mates. Dentro del circo se oyen ritmos alegres,
esperanzados.
Naranjas y verdes.
Algún inexistente
lector habrá leído la composición de Rimbaud sobre las vocales, una rabiosa y
adictiva música visual.
El acomodador nos
vuelve a llamar adentro, esto sigue. Se abre el telón. Vuelve la actriz
principal. La pequeña vidente, poor
little thing. Qué decadente, dicen dos gordas, qué horror. Está casi en
pelotas. Las viejas de al lado dicen que la nena está enfermita. La niña es tan
hermosa, tan… Dos por dos igual a tres.
Creyeron que Alicia
estaba loca, pero... la locura es poder ver más allá. Hablábamos de la verdad
de verdad, de esa dulce verdad. De la liberación de dulces y pobres almas que
cuentan cosas que uno suele olvidar. Alguien sigue viendo.
Alguien sigue viendo.
Se apagan las luces; un, dos, tres, va. Guitarra, música de fondo.
En la escuridá, había
una vez y salen tres actores. Una bailarina llamada Julia y dos payasos. Oh,
casualidad, uno rojo, otro blanco. Manierismo en los movimientos, duro terror a
los jueves. Nadie se entiende, realmente es un espectáculo grotesco. Comen y
comen, qué vil razón; les molestaba su barriga, o no. La bandeja vacía para una
señora disfrazada.
Termina el vergonzoso
sketch. Aberrante, susurran las gordas. Desde alguna parte surge un estanque;
dentro, hay un acuático bailarín, Proteo-delfín de traje gris que baila y nada,
nada y baila. Y nada de nada, gris, gris. Un largo nado gris donde se proyectan
imágenes victorianas basadas en relatos de Oscar Wilde, esa gran antena.
Salen los directores,
una guitarrita, iluminación simple. La pregunta ¿todo esto, para qué?, ¿para
quién? Al que entiende, no le interesa; al que interesa, ya lo oyó, o no lo
comprende. De una oscura forma zen, son sus propios maestros, se responden.
Para toda la gente, cantan, a pesar de las paredes. Por esas mismas paredes,
como en un intento de demoler, de destrabar al fin, remover las cadenas.
Estos muchachos, estos
ángeles hijos de barro sólo son canales por los que se expresa un inconsciente
colectivo en ebullición, fuerza de la naturaleza humana.
¿Y para qué más? La
represión viste un saco azul triste, vive como pidiendo perdón y se esconde a
la luz del sol. Para señalar, siempre, para apabullar, golpeando a los
vendedores de falsa verdad, alquimistas renegados que colocan cadenas,
grilletes de cartón en la mente del hombre ¡esos represores!
Al final, con las luces
encendidas, por fin. Todos los artistas suben al escenario a cantar la canción
del Ejército de la Paz. Cae el telón.
La idea es hablar sobre
libertad, sobre la mente. Para el próximo número hablaré de lo que verdaderamente
quería hablar hoy. El segundo disco de Turf, Siempre Libre.