domingo, 18 de febrero de 2024



Existía un diario en San Ramón del Talar, un pasquín, más bien, de circulación clandestina, que tercerizaba su distribución, sigiloso, mediante vendedores de paraguas, muy bien organizados por ciertos canillas como Carlitos.

Un folleto al comienzo sin nombre, al que después llamaron, las malas lenguas, “el Intransigente”. Nadie sabía quién lo escribía, pero adoptó el nombre popular con muchas ganas. Contenía relatos periodísticos de no ficción, que expandían (y explayaban) ciertos discursos tapados por la censura —usando recursos como el uso de fraseos de señoras chismosas, cartas de lectores paranoicos y furibundos, o relatos de escritores inventados, que se ganarían la vida ejerciendo un periodismo villero, subterráneo—, mediante sencillas técnicas orales, a las que parodiaban para ocultar un mensaje.


Algunos decían que no había ningún mensaje, más bien ganas de molestar.


De romper las pelotas, comentaban, por lo bajo.




Por aquellos días, uno de los artículos entrevistaba a un jovencito de la calle. Se titulaba “La Calle de los Tristes”. Mucho se comentaba y debatía, por esos lluviosos días, sobre las clandestinas declaraciones; tanto, que el folletín llegó a manos del Gobernador. A manos de sus subalternos, al menos. Horrorizados, le leyeron la entrevista.



— E: Chango, ¿qué onda con todo esto?

— ¿Para dónde se dispara cuando por la espalda te disparan? —dijo el chorrito de la esquina (ChE).

— E: Eso que dijo estaba fuera de lugar, después de veinte puñaladas, se justifica cualquier uso de la fuerza.

— ChE: Vos bailabas y decías cheques, cheques, cheques.



(Señala al entrevistador con sonrisa irónica)



— E: Oh, Dios, ¿qué puedo hacer?

— ChE: La calle se complica, con tanta basura tapando los ojos de las personas, de la “gente de bien”, que no ve el agua acumulada en las orillas de la vereda y se queja de las inundaciones. Cosas así, caminatas sin sentido buscando un símbolo de pan, unos mangos, básicamente, en bolsillos ajenos.

— E: Un cúmulo de violencia se subraya en el fresco de la Comedia Humana.

— ChE: Acá robamos, allá nos roban. Acá matamos —y nos matan, señala— por un mendrugo de pan, por un gramo de soma, por un ardiente despertar en un hoy que sea distinto, ¡por favor!, que sea distinto; esta vida no se puede llevar, no se puede transportar. Me gustan los saqueos, eso sí: antes que llevar veinte kilos de pan, prefiero llevarme veinte lucas verdes, con los que puedo nublarme los días por unos días, y además comprar los veinte kilos de pan.



(Se detiene a fumar un cigarro armado, con aroma extraño. El discurso censurado del otro no lo deja hablar y se nota, de vos a vos con la propia voz; no permite visibilizar la miseria en la que nos sumergen, a él y a este entrevistador por igual, los de arriba. Por suerte están los socios del desierto: todo esto no es el paraíso)



— ChE: (prosigue)…Dios nos atiende en todas partes, y no está en ninguna. Los reclamos al libro de quejas, por favor, nos dicen, pero no sabemos escribir. No nos interesa escribir más que lo que nos importa tapar los dos agujeros, en del medio de la panza y en del centro de la espalda, donde nos muerden las balas.

— E: La tecnología al servicio del orden y del hambre, solarísticas balas que no son metáforas, más bien, son dulces amantes de lo real, del mundo real.

— ChE: Las cadenas se cortan por el eslabón más débil y las señoras de bien y los bigotudos de siempre sólo ven al pibe chorro en el espejo. No se ven, vampiros, despojándonos la sangre de los días.

— E: (reconoce y divaga) Somos hermanos terribles, comiéndonos la carne del invisible, que se agolpa en las villas, al costado de ciudades y autopistas que recorren continentes de sur a norte, el trafico imparable de hormigas, moviendo hojas verdes hacia el hormiguero, donde descansan las rémoras…

— ChE: (acota) …los zánganos que se quieren coger a la reina, una gorda que no mueve un pelo pero digita los movimientos del colectivo pueblo, favoreciendo la pornografía interespecie de abejas y hormigas, de lobos y ovejas, de parásitos y huéspedes, amigables sin saberlo y, a la vez, mostrando los dientes…

— E: (concluye)… entre los que quedan pedacitos de carne cruda.

— ChE: (tararea) Yo sé que algún día me iré a un planeta sin nadie, y no veré más calles. Sé que algún día me tapará la sombra, la cárcel o el cajón, tapado por la tierra.

— E: ¿Entonces terminará el lamentable oprobio hacia el que los vemos arrojados?

— ChE: Cada cual en su rol, culpa del guión inmanejable de la Comedia.



(Reenciende su cigarrillo. Reconoce que está fumando marihuana. Un silencioso musical fluye entre las hojas. Matamos árboles para imprimir billetes y libros para que lean los pudientes, para que se tapen los ojos los hermanos más críticos que no salen a hacer presión para que cambie la malaria, presos en su torre de marfil. ChE continúa)



— ChE: Cuando el agua le llegue al cuello, a usted y a los de su calaña, van a ver que diluviaba para todos, tal vez, y tal vez sea demasiado tarde. Nosotros vamos a lo del transa, donde por lo menos me ven hasta que pago el salario obtenido de la tracción a sangre del mundo. Nadie me tapa los agujeros…

— E: Algunos levantan muros, circulan fármacos y opio tecnológico. revolviendo el caldo del guiso elemental de la humanidad, agolpada en cárceles de miedo que se erigen para esconder las almas…

— ChE: Para que nadie las vea, que nadie consuma, salvo un insecto terrible: el que vive en cada oscuro rincón, desde tiempos inmemoriales, desde antes de los almanaques.

— E: Todo siempre estuvo en el mismo lugar, la selva nunca fue civilizada.

— ChE: La civilización es un grotesco teatro de cartón, el hombre devorándose al hombre, al mundo, a las cosas, víctima y esclavo de elementales leches, de la voluntad como representación del ser, de la falta de compasión del hombre sobre el hombre; Adán cogiéndose a su hermana para multiplicar la raza. Hasta ahí todo bien, ninguno tenía ombligo, aparentemente, el incesto estaba aprobado por los de arriba. En un planeta azul se da el experimento en el cual la pena de muerte es lo único cierto, lo que cambia es el método de administración. Dependiendo del grosor de las cuentas, los números de siempre, cambian los muros, los fármacos, el opio.

— E: Pero la cárcel es la misma para todos: la muerte siempre al final del túnel, el sinsentido siempre al servicio del poder que otorga el sentido, que dice esto es bien y esto es mal y vos sos un hijo de puta al que tienen que tirar cucarachicidas los ratis.

— ChE: (retruca) Está mal el canibalismo, si vamos a ver mirémonos todos en el mismo espejo. Hay venenos que queman más rápido que otros, hay venenos pacientes, hay venenos deliciosos. El mundano mundo lleno de venenos que sólo unos pocos no beben, o creen no hacerlo. Prefiero pintar una pared, dejar un testimonio, vivir al contado, en el eterno presente, el dolor decadente nos susurra que no hay después, que el fuego nos devorará a todos. El mundo nació para acabarse. No me justifico, algún día, ese perro que llaman dios hará justicia, una justicia que no se aplicará vertical, entre dos hermanos separados por una chapa y un caño, y entonces sí daré cuenta de mi violencia, cada cual dará cuenta de su violencia, y nos iremos apagando en el silencio que prolifera en el universo y todos seremos el mismo polvo de estrellas ninguneadas por la nada.




Fue demasiado, los días del periódico estaban contados, lo supieron en seguida. Quien fuera que lo hubiera escrito estaba muerto, sólo que no lo sabía, enterarlo era la tarea que encomendarían a balas perdidas en el silencio nocturno del campo. Las noticias de su pronta desaparición también llegaron al periódico, que se encargó de circular una nota editorial, titulada “Gracias, Caja de Empleados”, firmada por nadie, de la que solo quedó una pobre transcripción oral.




Pero todo lo que quedaba del diario eran pobres transcripciones; sin embargo, como la vergüenza, algo sobrevivió, martirizando, dignificando al pasquín. En algunos rincones, borrachos como los que asesinaron a Santillán repetían las noticias y comentarios, como saliendo del umbral de una pesadilla. Los que podían oír, oían.










Siempre solos, es la verdad. La decadencia del abrazo, se lee en los diarios. Ya casi nunca salimos, casi nunca atisbamos otro ser: los compañeros de vigilia están, tal vez, tan ciegos como nosotros, pero les funciona el olfato y se dibujan los problemas de una forma divertida que es como sonreír con la lengua afuera, o con la boca inmóvil, o sonreír sin boca, si acaso se pudiere, en una música trémula, silenciosa.

Siempre solos, en la decadencia del abrazo, en estos tiempos violentos en que deambulamos como zombis, recorriendo calles post-apocalípticas, rodeados de pestilencia y desidia de los restos de mundo que se olvidaron de llevar, en el saqueo, los Conquistadores de la Materia.

Deambulamos como zombis en la soledad existencial de corazones ausentes sin aviso, con las suficientes millas acumuladas, en interminables viajes narcóticos, como para no volver más del sueño de una utopía posible —sueño que soñamos para no dar lugar a esta distopía radical que es ya un delirio colectivo: la humanidad con las riendas del mundo, a cargo su narrativa, repartiendo y circulando miseria.




(As above as below, they say, and it’s a rotten alchemy taking place, to make poverty from working class heros).




Civilización, ¿por qué nos inunda la tristeza?

La lúcida ironía alienta el deseo de que algún fuego barra con todo esto, con este barro mal cocinado, la descendencia del primer mono sobre la Tierra, que en un explosivo cóctel de amnesia y megalomanía se denominó rey de la creación, desatando este perverso dominó megalítico, del que ahora, ahorita no más, quiere desprenderse, antes de que le caiga la penúltima ficha en la cabeza.

¿Por qué nos agarra la garrotera cósmica al pensar en la maqueta de la materia, en la verborragia de calles vacías, de dedos ávidos de tacto, de ojos rojos, bocas vacías, huyendo de la hegemonía conservadora que ensalza el pan, y lo entroniza, y lo pone sobre el altar, sobre la vidriera, lejos del hambre del hombre?




Guau, cómo ladran los perros.

Los convidados de piedra de la historia, quedándose a contar lo que puedan (deducir) de los escombros del mundano y vacío mundo corporativo, lleno de grietas, de plásticos rotos, de latas oxidadas, de papeles sucios. Pieles raídas por la intemperie y la indiferencia, satenes fluorescentes, llenos de nada; condimentos insulsos, derramados en las veredas.

Es difícil caminar sin pisar un entierro. La vida, como un sendero de cadáveres sin nombre, el abono del futuro ofrece la suela a las voces del pasado.

Al final, había que beberse todos los venenos del mismo supermercado; eso era el arte, un sendero despintado, cubierto de malezas, antiguo, cansado, vencido, lleno de huellas extrañas, difícil de caminar, pero vos, imaginario lector, que ves en el cielo una armonía fantasmática que cae para recircular el juego que anda dando vueltas, vas a volver a vibrar. Hay ejercicios espectrales que obligan a susurrar, a pasar sin dejar huella, a desatar la enredadera entre los cables. Trabajar de jardinero, poniendo a punto el jardincito por el cual pasean los caminantes, como para que puedan figurarse un destino o su comedia, maravillándose del círculo o encaramándose a caparazones de terror.




Cerramos por obligación (que esto se diga).

¿Quién se acordará, si aquí hubo algo más que un paréntesis?

En eso, el muchacho que monta el viento se propuso llenar de rayas algo que sería como tachar, como el desmoronamiento anual del Perito Moreno o del Día de la Marmota. Todo muy seteado, acartonado. Jamás salimos, no hay diferencias entre dentro y fuera. No se ve que hemos pasado infinita cantidad de veces, ofreciendo el hígado al Cajero, águila calvo americano, y sólo compramos la ilusión del fuego — compramos la ilusión del fuego, en una relectura inagotable del Cantar de los Cantares, un pasar la lengua pérfida por el anillo del Sabio— en un eco que rebota en la Nada.








EL INTRANSIGENTE

San Ramón del Talar, XX de XXXX del XXXX

 

Sección: El oído indiscreto escuchó…

 


Delirios del arca, Noé, y lo que no é’, no é’.

Sabiduría popular.

 

Lo imposible no existe, en tanto no tiene posibilidad de ser. La falta de concentración no converge en interés por la dilución del éter mental en sustancias vaporosas, sino que se expande hasta borrar el sentido de límites y hacer de la angustia el campo de juego de la vida, el desierto vacío sobre el que el humano vuelca las representaciones.

 

Algunos seres no pueden manejar la desnudez del mundo, el acompasado acordeonaje de las olas de la historia, contándose siempre igual, porque la rueda nunca se movió y seguimos en la misma hoguera, contemplando la primitiva noche de los tiempos.

 

Algunos seres no pueden soportar el horror vacui de lo real, por lo que sobre ello arrojan, echan a batallar en un duelo mortal, dos bichos, dos plásticos alfiles —blanco y negro, lo simbólico y lo imaginario (nombrados, petulantemente bautizados durante la exploración abisal que un piojoso francés, con pasaporte y todo, hacía de su propio miembro laberíntico, no pueden soportar lo real y le arrojan al vacío hasta la explicación que un francés hace de su pija, jatefi vos; qué vamos a saber nosotros de superestructuras imaginarias, acá el sol sale por allá, se pone por allí, aquélla es la estrella del alba, eso de ahí abajo es un sauce, ése otro, un caballo bayo, eso un río, esto una mano, y eso que sentís dentro tuyo es dios, y está dentro tuyo, en el río, en el caballo, en la estrella, en el transcurrir del tiempo).

 

Largos caminos de tierra nos separan… o tal vez, como acordes armónicos discurrimos por el mismo camino, por veredas diferentes. En la vereda del sol ocurren cosas, porque no puede no ocurrir nada, entonces una voz, como arrugada, nos comenta cómo van cayendo las gotas de luz al baile y es el sol y es la pintura representada por el charco soleado de la estrella —el foco del artista estaba en alguna parte para poder mirar y entonces fue el sol; así se hizo la luz, y el cliché del aplauso.

 

Lujuria por la vida. Como cortar una flor invisible (que sin embargo puede verse) es esta charla, este parloteo solitario, este ninguneo de uno mismo en un intenso bullying mental; se van peleando los pensamientos, de una forma tremenda, salvaje, darwiniana. Tan salvaje que conceptos humanos como los del Mono Carlos quedan infinitamente chicos, y el sentido de la gramática no tiene ningún sentido, más que para nombrar como desorden a las actividades extracurriculares del tercer ojo, o cosas por el estilo, y algo como un torrente de baba cae sobre la nada, sobre el piso polvoriento de calles que nadie barre, a las que no llega el personal de alumbrado, barrido y limpieza del universo, y sobre las que las fieras y las plantas más hermosas encuentran su libertad terrible. Cae la baba de placer, más allá de su principio, de su porosa frontera, cae y se divierte, en el encuentro con la poesía; se deleita, presurosa para terminar, volcánica, derramándose en otra boca, sonriente, que, sin sospecharlo, sin recordarlo, se había dado cita con un chamanauta en las profundidades del desierto.

 

La idea sería instalar la tropofilia.


Trópicalia.

 

Cuántas veces lo dijo, sólo para poder pensarlo después, trayendo la imagen, montada en una rueda cósmica, el deseo siempre prefigurando al placer —siempre: aún esos placeres repentinos, sorprendentes, son precedidos por un largo deseo, una especie de predisposición para la magia, para el ofrecimiento de una vida que se come como viene, bien cruda, sabrosa.

 

Trópico de cáncer.

 

Con lo que le gusta que le laman la punta de la pija, al gatito. Lo dijo, lo prefiguró, y el salto...

 

Se detiene ahora en tímidas alegorías, para decir que no dijo, que no pensó en el acto, que no precedió al salto, el lujurioso cuadro de la diosa, paseándose, deteniéndose curiosa por su falo, mojándolo a lo largo y a lo ancho de su frenético latir; casi imposible detener la imagen que estalla en un soporoso vaivén.

 

Pero no lo dijo, no lo pensó, es algo que viene por añadidura al acto de dibujar una imagen, se dijo, la freudiana imagen del principio del placer. Un ejemplo paroxístico, para entrarle por algún lado al ladrillo, las obras completas de aquel chinchudo pelado cocainómano.

 

Prólogo a la edición del año 302 después del Cisma; hubo obras que se han perdido para siempre, y, más importante, el hombre entró en el tramo final de su masivo plan para cagarse en el mundo y destruirlo, matando árboles a granel, fumigando especies, desmalezando al planeta de su barbarie dejando, eso sí, al mono más cruel de todos a cargo del asunto.


En un principio los árboles miraban con cierta ternura cómo los hombres renegaban de su naturaleza terrenal —de su ser hermanos con todo lo que los rodeaba—, y no se preocupaban en demasía, por verlos enfrascados en el acto de esconderse en cuevas, o de fabricar hogares, o también en cierto momento, luego haber visto cómo un rayo partía a uno de los suyos, comenzar sus intervenciones para manipular y creer domesticar al Fuego —aquella divina entidad habitante de otra dimensión que en ésta tiene la función de activar el Movimiento y también la Purga—. Entendían que se encontraban con un ser todavía en la cachorrez del sentirse Vida. Pero en algún momento, sin que ellos dieran cuenta del asunto, empezó la Caída.


Todavía no sabían cuál había sido el movimiento que la aceleró, pero desde entonces, todo lo que el hombre tocaba se diluía en la podredumbre, en un charco de mierda. Hasta sus esfuerzos por evitar que se cayera la estantería aceleraba el proceso —aunque aparentando jamás llegar a terminar el castillo, una kafkiana pesadela tropofílica de Aquiles y la Tortuga, nene, el deseo prefigurando el placer, el hombre rondaba la vida (que prefiguraba la muerte, que prefigura a la vida; la rueda que empujaba Sísifo, bailando desnudo, atrás de las colinas).

 

Cosas así, una comedia siestera de enredos labiales, un relinchar contento luego de haber posado los cascos en el fondo de los charcos de la Garganta del diablo, un… ¿cómo llamarán los caballos a su deambular? ¿Cabalgar? ¿Caminar?, bueno… un eso, erguidos, con el cogote estirado, con las orejas en constante movimiento, la risa, todavía no saber si lo dijo o no lo dijo, todavía no entender que el olfato era otra forma de comunicarse y que incluso los fluidos corporales podían utilizarse para enviar mensajes, para decir un nombre, una ubicación, enviar y recibir datos sobre diversas actividades y roles en el mantenimiento de los grupos; los vínculos filiares.

 

Chamigo, qué delirante el aire que se respira en estos comicios. Cosas de tener al viento de amigo. Amantes de los cambios, del ingreso a chapotear en los lagos subterráneos del desierto para salir más frescos a agitar palmeras dormidas, proféticamente nos desplazamos de acá para allá, intentando estirar al máximo un hilo muy delgado, que encontramos deshilachándose del tatuaje de las cosas, para desnudarlo a sus ojos, señor, señora, para ofrecerle una mano servicial, una sonrisa inocente, unos ojos cansados pero alegres, que le dicen bienvenido, bienvenida, al desierto de lo real.

 

Existen entre los mundos seres a los que llaman traficantes de palmeras. Hay algunas que dan noticia de fenómenos climáticos; son el tesoro más íntimo de los traficantes.

 

Por la corriente fatídica de lo cotidiano hay un surco, un pequeño sentir, una fluente subterránea, profunda, que discurre dando forma o sosteniendo el correr —el sentir— del agua en movimiento. Hacerse el muerto para ver quién llora, en otras palabras.

 

Afuera vinieron a buscarme, dicen que son de Transportes Ambientales; no sé qué pude haber hecho. El teléfono suena. El timbre suena. También golpean la puerta, que suena. Violentamente. Un gato me muerde los pies; todavía no conoce su verdadero nombre. Tal vez nunca llegue a ofrecerle la posibilidad de la muestra, ahora que vinieron por mí. Quién sabe si no volverán por él también.

 

Me había hecho el boludo, como pez fuera del mar. Todo el mundo quiere olvidar, decían en la calle, y la calle se sumía en un olvido silencioso. Todavía recuerdo el zumbido del viento, acercándose clandestino, por la espalda, hombre solo y loco hacia el sur en la continuidad de los por qués. Cómo mata el viento Norte, psycho killer taladrando las baldosas de las plazas, levantando las barreras pérfidas.

 

Me patean la puerta y ya empiezo a sentirme perseguido. Afuera suenan bombas de estruendo, bocinas y sirenas. El ordenado caos del hombre cocinándose, todavía cocinándose, pobre hombre, desconociendo la verdadera naturaleza del caos, dejándolo a un lado, haciendo el sonso porque el gato, el gato está mordiéndonos los pies.

 

Los de Transporte están pasando a la segunda fase de su molesta invasión: ahora golpean las ventanas, molestan a los vecinos, juntan firmas, arman focus groups, para preguntar si revientan la tapuer a patadas o simplemente se hacen pasar por algún familiar preocupado y llaman a mi psiquiatra de confianza, al que le tengo tanta confianza que le dejo manejar el cloruro de potasio con el que me hago las correcciones endovenosas de mi hipokalemia severa periódica (hipokalemia que, por otra parte, el mismo doctor me diagnosticó de forma absolutamente abnegada).

 

Bueno, ya es demasiado, voy a abrirme. El golpeteo se traslada a la cabeza de una forma sensual pero casi masoquista, y empieza un dolor delicioso, una cósmica saudade por un árbol que agitaba en una caricia muda y necesitada, en busca de bajar hasta la última fruta para compartir entre los hermanos.

 

Me pasan una mano por el cuello, áspera. Otra mano se desliza a mi muñeca, me toma el pulso, me coloca una esposa, me aprieta suavemente la mano en un saludo final. Saludan primero, disparan después… la mayoría de las veces.

 

 

Transportes Ambientales, mucho gusto, me dice, mi nombre es P.B., soy RR.PP. de la empresa, éstos dos hombrecitos tan jóvenes y fuertes y guapos son mis acompañantes terapéuticos y asesores en la dura realidad de la calle. Recibimos una llamada anónima que nos dice que usted tiene uno en su domicilio.