San
Ramón del Talar, XX de XXXX del XXXX
Sección:
El oído indiscreto escuchó…
Delirios
del arca, Noé, y lo que no é’, no é’.
Sabiduría
popular.
Lo imposible
no existe, en tanto no tiene posibilidad de ser. La falta de concentración no converge
en interés por la dilución del éter mental en sustancias vaporosas, sino que se
expande hasta borrar el sentido de límites y hacer de la angustia el campo de juego
de la vida, el desierto vacío sobre el que el humano vuelca las representaciones.
Algunos
seres no pueden manejar la desnudez del mundo, el acompasado acordeonaje de las
olas de la historia, contándose siempre igual, porque la rueda nunca se movió y
seguimos en la misma hoguera, contemplando la primitiva noche de los tiempos.
Algunos
seres no pueden soportar el horror vacui de lo real, por lo que sobre ello
arrojan, echan a batallar en un duelo mortal, dos bichos, dos plásticos alfiles
—blanco y negro, lo simbólico y lo imaginario (nombrados, petulantemente bautizados
durante la exploración abisal que un piojoso francés, con pasaporte y todo,
hacía de su propio miembro laberíntico, no pueden soportar lo real y le arrojan
al vacío hasta la explicación que un francés hace de su pija, jatefi vos; qué vamos
a saber nosotros de superestructuras imaginarias, acá el sol sale por allá, se
pone por allí, aquélla es la estrella del alba, eso de ahí abajo es un sauce,
ése otro, un caballo bayo, eso un río, esto una mano, y eso que sentís dentro
tuyo es dios, y está dentro tuyo, en el río, en el caballo, en la estrella, en
el transcurrir del tiempo).
Largos
caminos de tierra nos separan… o tal vez, como acordes armónicos discurrimos
por el mismo camino, por veredas diferentes. En la vereda del sol ocurren cosas,
porque no puede no ocurrir nada, entonces una voz, como arrugada, nos comenta
cómo van cayendo las gotas de luz al baile y es el sol y es la pintura
representada por el charco soleado de la estrella —el foco del artista estaba
en alguna parte para poder mirar y entonces fue el sol; así se hizo la luz, y
el cliché del aplauso.
Lujuria
por la vida. Como cortar una flor invisible (que sin embargo puede verse) es
esta charla, este parloteo solitario, este ninguneo de uno mismo en un intenso bullying mental; se van peleando los pensamientos,
de una forma tremenda, salvaje, darwiniana. Tan salvaje que conceptos humanos
como los del Mono Carlos quedan infinitamente chicos, y el sentido de la
gramática no tiene ningún sentido, más que para nombrar como desorden a las
actividades extracurriculares del tercer ojo, o cosas por el estilo, y algo
como un torrente de baba cae sobre la nada, sobre el piso polvoriento de calles
que nadie barre, a las que no llega el personal de alumbrado, barrido y
limpieza del universo, y sobre las que las fieras y las plantas más hermosas
encuentran su libertad terrible. Cae la baba de placer, más allá de su
principio, de su porosa frontera, cae y se divierte, en el encuentro con la poesía;
se deleita, presurosa para terminar, volcánica, derramándose en otra boca,
sonriente, que, sin sospecharlo, sin recordarlo, se había dado cita con un
chamanauta en las profundidades del desierto.
La
idea sería instalar la tropofilia.
Trópicalia.
Cuántas
veces lo dijo, sólo para poder pensarlo después, trayendo la imagen, montada en
una rueda cósmica, el deseo siempre
prefigurando al placer —siempre: aún esos placeres repentinos, sorprendentes,
son precedidos por un largo deseo, una especie de predisposición para la magia,
para el ofrecimiento de una vida que se come como viene, bien cruda, sabrosa.
Trópico
de cáncer.
Con lo
que le gusta que le laman la punta de la pija, al gatito. Lo dijo, lo
prefiguró, y el salto...
Se
detiene ahora en tímidas alegorías, para
decir que no dijo, que no pensó en el acto, que no precedió al salto, el
lujurioso cuadro de la diosa, paseándose, deteniéndose curiosa por su falo, mojándolo
a lo largo y a lo ancho de su frenético latir; casi imposible detener la imagen
que estalla en un soporoso vaivén.
Pero
no lo dijo, no lo pensó, es algo que viene por añadidura al acto de dibujar una
imagen, se dijo, la freudiana imagen del principio del placer. Un ejemplo
paroxístico, para entrarle por algún lado al ladrillo, las obras completas de aquel
chinchudo pelado cocainómano.
Prólogo
a la edición del año 302 después del Cisma; hubo obras que se han perdido para
siempre, y, más importante, el hombre entró en el tramo final de su masivo plan
para cagarse en el mundo y destruirlo, matando árboles a granel, fumigando
especies, desmalezando al planeta de su barbarie dejando, eso sí, al mono más
cruel de todos a cargo del asunto.
En un
principio los árboles miraban con cierta ternura cómo los hombres renegaban de
su naturaleza terrenal —de su ser hermanos con todo lo que los rodeaba—, y no
se preocupaban en demasía, por verlos enfrascados en el acto de esconderse en
cuevas, o de fabricar hogares, o también en cierto momento, luego haber
visto cómo un rayo partía a uno de los suyos, comenzar sus intervenciones para
manipular y creer domesticar al Fuego —aquella divina entidad habitante de otra dimensión que en ésta tiene la función de activar el
Movimiento y también la Purga—. Entendían que se encontraban con un ser todavía
en la cachorrez del sentirse Vida. Pero en algún momento, sin que ellos dieran
cuenta del asunto, empezó la Caída.
Todavía
no sabían cuál había sido el movimiento que la aceleró, pero desde entonces,
todo lo que el hombre tocaba se diluía en la podredumbre, en un charco de
mierda. Hasta sus esfuerzos por evitar que se cayera la estantería aceleraba el
proceso —aunque aparentando jamás
llegar a terminar el castillo, una kafkiana pesadela tropofílica de Aquiles y
la Tortuga, nene, el deseo prefigurando el placer, el hombre rondaba la vida (que
prefiguraba la muerte, que prefigura a la vida; la rueda que empujaba Sísifo,
bailando desnudo, atrás de las colinas).
Cosas
así, una comedia siestera de enredos labiales, un relinchar contento luego de
haber posado los cascos en el fondo de los charcos de la Garganta del diablo, un…
¿cómo llamarán los caballos a su deambular? ¿Cabalgar? ¿Caminar?, bueno… un
eso, erguidos, con el cogote estirado, con las orejas en constante movimiento,
la risa, todavía no saber si lo dijo o no lo dijo, todavía no entender que el
olfato era otra forma de comunicarse y que incluso los fluidos corporales
podían utilizarse para enviar mensajes, para decir un nombre, una ubicación,
enviar y recibir datos sobre diversas actividades y roles en el mantenimiento
de los grupos; los vínculos filiares.
Chamigo,
qué delirante el aire que se respira en estos comicios. Cosas de tener al
viento de amigo. Amantes de los cambios, del ingreso a chapotear en los lagos
subterráneos del desierto para salir más frescos a agitar palmeras dormidas,
proféticamente nos desplazamos de acá para allá, intentando estirar al máximo un
hilo muy delgado, que encontramos deshilachándose del tatuaje de las cosas,
para desnudarlo a sus ojos, señor, señora, para ofrecerle una mano servicial,
una sonrisa inocente, unos ojos cansados pero alegres, que le dicen bienvenido,
bienvenida, al desierto de lo real.
Existen
entre los mundos seres a los que llaman traficantes de palmeras. Hay algunas
que dan noticia de fenómenos climáticos; son el tesoro más íntimo de los traficantes.
Por la
corriente fatídica de lo cotidiano hay un surco, un pequeño sentir, una fluente
subterránea, profunda, que discurre dando forma o sosteniendo el correr —el
sentir— del agua en movimiento. Hacerse el muerto para ver quién llora, en
otras palabras.
Afuera
vinieron a buscarme, dicen que son de Transportes Ambientales; no sé qué pude
haber hecho. El teléfono suena. El timbre suena. También golpean la puerta, que
suena. Violentamente. Un gato me muerde los pies; todavía no conoce su
verdadero nombre. Tal vez nunca llegue a ofrecerle la posibilidad de la
muestra, ahora que vinieron por mí. Quién sabe si no volverán por él también.
Me
había hecho el boludo, como pez fuera del mar. Todo el mundo quiere olvidar,
decían en la calle, y la calle se sumía en un olvido silencioso. Todavía recuerdo
el zumbido del viento, acercándose clandestino, por la espalda, hombre solo y
loco hacia el sur en la continuidad de los por qués. Cómo mata el viento Norte,
psycho killer taladrando las baldosas
de las plazas, levantando las barreras pérfidas.
Me
patean la puerta y ya empiezo a sentirme perseguido. Afuera suenan bombas de
estruendo, bocinas y sirenas. El ordenado caos del hombre cocinándose, todavía cocinándose, pobre hombre,
desconociendo la verdadera naturaleza del caos, dejándolo a un lado, haciendo
el sonso porque el gato, el gato está mordiéndonos los pies.
Los de
Transporte están pasando a la segunda fase de su molesta invasión: ahora golpean
las ventanas, molestan a los vecinos, juntan firmas, arman focus groups, para preguntar si revientan la tapuer a patadas o simplemente
se hacen pasar por algún familiar preocupado y llaman a mi psiquiatra de
confianza, al que le tengo tanta confianza que le dejo manejar el cloruro de
potasio con el que me hago las correcciones endovenosas de mi hipokalemia
severa periódica (hipokalemia que, por otra parte, el mismo doctor me
diagnosticó de forma absolutamente abnegada).
Bueno,
ya es demasiado, voy a abrirme. El golpeteo se traslada a la cabeza de una
forma sensual pero casi masoquista, y empieza un dolor delicioso, una cósmica saudade por un árbol que agitaba en una
caricia muda y necesitada, en busca de bajar hasta la última fruta para
compartir entre los hermanos.
Me
pasan una mano por el cuello, áspera. Otra mano se desliza a mi muñeca, me toma
el pulso, me coloca una esposa, me aprieta suavemente la mano en un saludo
final. Saludan primero, disparan después… la mayoría de las veces.
Transportes
Ambientales, mucho gusto, me dice, mi nombre es P.B., soy RR.PP. de la empresa,
éstos dos hombrecitos tan jóvenes y fuertes y guapos son mis acompañantes terapéuticos
y asesores en la dura realidad de la calle. Recibimos una llamada anónima que
nos dice que usted tiene uno en su domicilio.