por Juan Milton
I.
Es absurdamente triste
vivir en esta época, donde nada queda ya por inventar y los silencios tienen
más valor que las palabras, que parecen zurcidas a la lengua, en un burdo
intento de no estropear momentos coreografiados para la maqueta en la cual
vivimos.
Hace bien tanto como
hace mal.
Entonces descubrís dos
lados de la palabra: tan chata, tan plana, bidimensional, para contar algo que
abarca todo un cosmos, y a la vez, tan necesaria para hacerlo, para pensar el
mundo, para relacionarnos con él y en él.
Surgirá la pregunta en
los labios —más bien ya lo hizo y estos labios y estos dedos y esta tinta
intentan recrearla, reflotarla porque vale la pena plantearse una vez más y anotarse
en la lista de espera para golpearse la cabeza ininterrumpidamente contra una
invisible pared, a ver si en algún momento de la historia logramos terminar con
ella, con la pared (y con la historia también, ya que estamos), reducirla a
polvo, molerla hasta que el viento o como se llame (touché) sin palabras, la sople sobre una tierra virgen de
significado—. Mejor dicho, surgirá la arcaica pregunta en algunos labios
sensibles: ¿Qué hacer, cómo tomar contacto con la verdadera realidad, a la que
no llegan las palabras, si no es por la palabra misma? ¿Qué caminos hay por
andar?
Antoja pensar en el
viaje, irremediablemente solitario (y sin retorno), y en la condena a la
soledad, a la incomprensión. Es imposible volver tras los pasos como un moderno
Prometeo y regalar el fuego a los hermanos. Es imposible volver curado de
pasado, de presente y de futuro desde ese otro lado. Imposible, im-po-si-ble.
En todo caso, si no fuese
imposible, se vuelve todavía imposible la transmisión: modular, en forma de
palabras, gestos, o cualquier herramienta de comunicación, aquella vieja visión
de paraíso.
Es por este pensamiento
articulado por el que sé que es un viaje de ida del que estoy muy lejos.
Es por este pensamiento
articulado por el que sé que me encuentro en franca anhedonia, por que los
verdaderos sentimientos, lo que es real, está allá, del otro lado, tapado por
la pared, y esto que está acá, este corazón, es sólo ilusión, un pequeño esbozo
de lo que espera.
Sé que estoy acá porque
no he llegado, porque no he partido o quizás he partido pero estoy ahí nomás de
la salida, porque no sé buscar. Quizás no hay que buscar, porque no es un viaje
y es algo que se encuentra solo, un interruptor que hace clic en algún momento
del camino, de la vida, de los pensamientos. La mente quedará en blanco, el sol
dejará de llamarse sol y el cielo, cielo. Pero el sol será infinitamente más
Sol que antes, y el cielo, infinitamente más Cielo que antes.
Surge el impulso de
buscar indicios, pistas, trazos de esa otra realidad. Movido por el fuego — ¿heredado
de Prometeo? —, tan propio de mi raza, de mi humanidad, voy caminando sin
rumbo, trazando la misma hipérbole por la que han caminado ya otros fulanos, dibujando
sobre el aire un garabato que siento original, pero que está tan gastado, tan
remendado en su intangibilidad (y a la vez es tan mío que lo hice con pedazos
de mi alma, que duele la tinta mientras se forma en el aire).
Este garabato es
camino, es viaje, es indicio y pista, pero nunca llegada, nunca solución de La pena existencial. Pienso en la locura,
en la incapacidad de comunicar, en esa libertad tan dolorosa. Surge el miedo
del error de cálculo, y qué tal si…
Pero no, mejor no
pensar consecuencias funestas e imaginarnos regresando con toda pompa como
profetas en propia tierra.
II.
Entre cuatro paredes
blancas estoy, pensando, vestido todo de blanco, pensando. Con dos manos (parecen las mías…) tan limpias y
blancas, pensando. No sé por qué estoy descalzo, pero adoro la arena húmeda
entre los dedos, el sonido a mar detrás de los granitos mojados de arena
salada, el sol tan cerca de los ojos (parecen
los míos…), el cielo tan cerca del suelo. Todo parece una tela, un pañuelo que puedo
quitar de un manotazo y lo que está detrás está tan al alcance de la mano, pero…
después de un parpadeo, ya no hay arena: estoy preso tras los ojos (¿éstos son mis ojos?), entre cuatro paredes blancas mi yo pensando, todo
blanco, tan blanco.
Trato de gritar: no
sale la voz; parece amputada, cortada de raíz. No sé dónde estoy, cómo llegué
aquí. Entonces sonrío de miedo, horrorizado viendo a la gente pasar a mi lado,
tan blanca. Me muevo, o me mueven.
El enfermero (porque sé que es un enfermero), devuelve
condescendiente la sonrisa que le arrojo, mientras balbucea noséquérreferenciaaunprocedimiento y me
lleva, porque ahora estoy seguro que me lleva, a una habitación ya no tan
blanca, ya no apacible. Definitivamente sin mar, sin arena, sin cielo. Sin sol.
Me mueven otra vez, me
recuestan; parece una cama, pero es tan
incómoda… No sé por qué me atan, no sé por qué los cables en mi cabeza. No sé
por qué.
III.
Los relojes de Dalí:
fiel representación del tiempo,
la eternidad circular de Nietzche
en el minutero
de relojes de bolsillo
vuela un pato
escapando
de tu pulóver
¿Cómo despegarse,
cómo salir del circuito?
¿Cómo detener
algo que no existe
pero corre en la muñeca?
Novela interminable,
la vida.
Y un pato
volando
escapando
de tu pulóver.
1 comentario:
Parece que le encontré el agujero al mate y ahora me avisarán cuando publicas algo nuevo. ¡Espectacula! jajajajajaja. Un abrazo gurí.
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