Habitamos un país, una nación, nacida
al fuego de burgueses revolucionarios, criados a la sombra de
Rousseau, descontentos con un sistema colonial al que sin embargo le
reconocían cultura, sin comprender que la colonización no era,
simplemente, un estado de relaciones de las cosas en sí mismas, o de
relaciones políticas, o mercantiles. Por supuesto, hay que tener un poco de perspectiva, entender desde dónde se para uno para ver e interactuar con el mundo.
No se reconocía (aún hoy algunos no lo hacen) la
política también en la cultura, no se percibía la condición del
habitante sudamericano como un colonizado cultural, a pesar de haber
traído la cultura de los amos a cuestas, sobre el lomo de los barcos
españoles, bajo los libros de pensadores europeos, o incluso, en los
viajes iniciáticos que los elegidos de las clases pudientes, los que
se llamaban entonces españoles americanos, realizaban, en busca de
nociones de estructuración de una nación todavía no concebida,
inexistente, y también, en busca de ser legitimados, “vistos”,
“festejados”, “aprobados” por papá y mamá, por esa gran
cultura europea que dominó el mundo durante tantos lustros.
Tal vez, porque no
existían todavía las herramientas para hacerlo, o porque las
urgencias coyunturales de siempre apretaban el cinturón. Había una
coyuntura —siempre la hay, siempre hay un contexto, un borde de
cuadro—, y en esa coyuntura fueron a buscar las bases para
construir con velocidad algo que creían y sentían nuevo, un
pastiche de estructuras estatales tomadas de aquí y de allá.
Los antiguos
criollos de lo que iba a ser esta pequeña nación, ubicada bajo la
cintura cósmica del sur, fueron mutando su carácter durante el
“aprender a ser”, como un caminar entre casilleros. Así, fueron
sucediéndose transformaciones. De súbditos pidiendo permiso, a
colonos traficando información para sus señores (que seguían
existiendo, pero ahora, de este lado del charco). De colonos a
pequeños dioses glotones, engolosinados con un movimiento, el
romántico, que en ese entonces embebía a esa vecchia signora
que secaba sus ropas al sol. De pequeños dioses glotones a
militantes estéticos que recibían la unción en aceite. De
militantes estéticos a consumidores culturales. De consumidores
culturales a pequeñas islas de estetas, alrededor de los cuales el
oceáno era un incendio provocado por lo que se llamaría barbarie.
La Argentina era una niña hermosa y estrábica, con un ojo en el progreso de las naciones y el otro en
las entrañas de la sociedad, una sociedad todavía pequeña,
minúscula, que (si somos buenos) no tenía la vista entrenada para
ver a los desposeídos de siempre. Así fue gestándose la oligarquía
del Río de la Plata.
Pero, ¿qué es, la
oligarquía? Según la mente colectiva de estos tiempos, es una forma
de gobierno en la cual el poder es ejercido de forma tirana por un
grupo reducido de seres. Según Rousseau, un tirano se arroga la
autoridad real sin tener derecho a ella. Rousseau además agrega a la
definición el término déspota, que sería el usurpador del poder
soberano. Un tirano puede ser o no déspota, pero un déspota siempre
es un tirano.
La oligarquía
argentina fue construyéndose por oleadas. La primera, formada por
los primeros “vecinos” fundadores de las ciudades
hispanoamericanas, como Buenos Aires, Santiago del Estero o
Corrientes, por ejemplo, a los que en nombre del reino de Castilla se
les hizo entrega y se les dio potestad sobre tierras, estancias y
chacras. Según el reino de Castilla, les pertenecían al rey, pero
esa es otra historia. Estamos con el tema de los famosos oligarcas.
Los primeros
pobladores que bajaron de los barcos constituyeron la clase alta del
periodo virreinal en Abya Yala, siendo los únicos que podían optar
por cargos en ese rudimentario gobierno. El dominio sobre tierras más
extensas se estableció, en aquel entonces, en el noroeste de lo que
hoy es Argentina, por la participación en el circuito de extracción
y traslado de plata en lo que en ese entonces era conocido por los
usurpadores como Alto Perú. Para el año 1774, sobre 6.083 habitantes censados durante las campañas, sólo 186 eran propietarios de tierras. En Buenos Aires, con una población de 10.000 habitantes, había 141 propietarios.
Luego de los
procesos revolucionarios, caía el negocio extraccionario y era desplazado por la producción ganadera en las tierras pampeanas. La
vieja nobleza fue perdiendo privilegios y crecieron, entonces, los terratenientes
ganaderos —la mayoría de este selecto grupo de pocos ubicándose
en los alrededores del territorio de Buenos Aires—, que se integraron
a un circuito de comercio, el de los piratas de siempre, los padres de
Jimmy... ¿Para qué nombrarlos?
Argentina era un país en pañales. Gobernar es poblar,
habría dicho alguien, en aquel entonces. (Casi) todos estaban de acuerdo en que el “desierto”,
la pampa argentina, debía ser poblada. Pero los que nombraban desierto a la pampa omitían un pequeño, un minúsculo detalle, el desierto no era tal cosa, existían seres con alma desde antes de la colonia, habitantes originarios, que las clases oligárquicas, con toda su ideología liberal y sus actitudes ambiguas, definieron que había que exterminar. Primero liquidar la plaga, para luego poblar la tierra de humanos decentes. Los colonizados culturales seguían la vieja tradición del reino español, el genocidio de pueblos enteros en nombre de la "civilización". Instrumentaron el genocidio con la fuerza de las armas, bajo el mando del billete de cien pesos, y la llamaron "Campaña del Desierto".
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