miércoles, 29 de mayo de 2019

Apuntes sobre el Estado




En estos días se habla poco de lo que es el deber de un Estado, incluso de lo que un Estado es, lo cual, a mi criterio personal, es un error que nos hace caer en comentarios y confusiones casi terraplanistas. 

Vivimos en un Estado del yo, la dictadura del ego. El yo es el estado "natural". El Otro siempre se encuentra, en el reparto de fuerzas, en minusvalía. La elección entre la piedad y la violencia es una simple variación de grado, de forma y de disfraz. Restituir la equidad, la mirada inocente, enjuagar las palabras de la tribu (y con ello la percepción de realidad) es la tarea del chamán.

Lo del Estado es algo, un conocimiento, que hay que reforzar de vez en cuando, como tantas otras cosas. La instrucción cívica queda recluida en las escuelas, cuando debería ser algo permanente. Los pueblos nunca se equivocan, pero a veces, tienen la memoria de un pez. 

La disputa por la realidad es la definición de la política. Al menos, una de sus aristas. En esa disputa también entran la definición de Estado y sus obligaciones.


Un Estado es una superestructura social que, según Weber, como administración, sostiene el uso monopólico de la fuerza. Es decir, el monopolio de la violencia. Según el marciano Marx, el Estado no es el reino de la razón, sino de la fuerza; no es el reino del bien común, sino del interés parcial; no tiene como fin el bienestar de todos, sino de los que detentan el poder; no es la salida del estado de naturaleza, sino su continuación bajo otra forma. Idea a la que sin duda suscribiría Hobbes. Otros, como Hegel, sostienen que el Estado es la conciencia de los pueblos, la realidad de una idea ética, el espíritu ético en cuanto voluntad patente, clara por sí misma, sustancial, que se piensa y se conoce, y que se cumple lo que sabe. 


Por supuesto, alrededor de todo ello revolotea la disputa por la realidad. Conceptos de Estado que rondan sobre el orden como principio organizador de la vida en comunidad. Un orden que, como reflexiona Marx, es la continuación de la naturaleza. Darwinismo social: todavía sobrevive el más apto. El orden, regulado por la violencia como herramienta última. 

Hoy en día, esto no es tan así. Al menos, no es tan claro quien detenta el poder de ejercer violencia, de forma real o simbólica. Pero no nos adelantemos.


El humano, como animal, es un depredador omnívoro. Un conquistador que ha “civilizado” su sed de dominación, disfrazándola de autoridad. El Estado surge inmediatamente de ello, en una población determinada, con un territorio definido. Sobre la palabra Estado generalmente confluyen estas otras tres: autoridad, población, territorio. Más adelante, se le incorpora el concepto de soberanía.


La autoridad depende de la legitimidad. Antiguamente, la autoridad bajaba del cielo: existían los emisarios de dios en la tierra, los sabios, los santos, los elegidos, los dueños de la palabra -de su producción y distribución-, los reyes, los príncipes. Hoy se recibe legitimación de otras formas, un poco más transparentes que aquellas provenientes de linajes “puros”, “de sangre azul” o de mensajes esotéricos interpretados por unos pocos.  O eso parece, al menos.


La soberanía es el carácter supremo del que aplica la ley, del que tiene la capacidad para hacerlo. Así como antes soberanos eran los reyes, ahora es la colectividad o pueblo, y ésta da origen al poder enajenando sus derechos a favor de la autoridad, dijo un autor, justificando el contrato social. Cuántos pueblos se han refundado en base a esa idea, a esa “democratización” de la soberanía. 


Democratización en papeles, podría decir alguien (el enano pelado y liberal que todos llevamos dentro), puesto que se “delega” el poder del pueblo a un cuerpo de “gobernantes”. Los gobernantes adoptan una máscara y desempeñan (representan) un papel en el tablado, "un cargo". Es un teatro un poco más grande, nada más. Pero siguen actuando, como todos. Todos hablan de pueblo. No todos dimensionan de la misma forma el tamaño de la palabra. 


La democracia podrá ser un sistema pútrido, decadente, burgués, pero es lo mejor que tenemos, podría replicar otro. Hemos vivido todos los totalitarismos. El último está en la casa, según el capitalismo y el psicoanálisis. La pequeña novela familiar. Porque hay novela, hay Estado.

Vivimos en un Estado del yo, la dictadura del ego. El yo es el estado "natural". El Otro siempre se encuentra, en el reparto de fuerzas, en minusvalía. La elección entre la piedad y la violencia es una simple variación de grado, de forma y de disfraz.

Hasta ahora. Toda disputa por la realidad es política. La realidad se construye con imágenes perceptibles, penetrantes -y penetrables-. El día que el animal humano salga del estado de naturaleza coincidirá con el fin del Estado, profetizaba el fantasma de nuestro padre. Restituir la equidad, la mirada inocente, enjuagar las palabras de la tribu (y con ello la percepción de realidad) es la tarea del chamán. 






La construcción de realidad es un consenso, una relación de fuerzas entre quien sostiene la soberanía y la legitimidad -de lo que se puede percibir, lo que se puede mostrar, lo que se puede decir- y los que se someten a la misma, voluntaria o involuntariamente (el último paso es la violencia). En ponernos de acuerdo en que esto es rojo, aquello un caballo, esto otro una calesita, aquello el amor, esto otro la pobreza y allá lejos, la libertad. Con reglas definidas puestas por un “árbitro, un código, un elemento superador”. En cierta forma, todo formato impuesto de orden puede ser considerado como una dictadura. Habría que calificar como relevante sólo el problema de quién gobierna (quién nombra) y no solo el cómo. Falta algo, un salto, que nos haga morder nuevamente la manzana. 


"La comunicación es la transmisión y propagación de información, nunca una idea nueva". Estoy citando a Deleuze. "Una información es un conjunto de palabras de orden", dice el jovie. "Cuando se informa, se dice aquello que se debe creer: Informar es hacer circular una orden. Las declaraciones de la policía, continúa Deleuze, son dichas muy exactamente, son comunicadas; se nos comunica la información, quiero decir, se nos dice aquello que es conveniente que creamos. O si no, que no creamos, pero que hagamos que lo creemos, no se nos pide que creamos, se nos pide que nos comportemos como si creyéramos. Esto es la información, la comunicación, e independientemente de estas palabras de orden y de la transmisión de las palabras de orden no hay comunicación, no hay información. Lo que no lleva a decir que la información es exactamente el sistema de control". 


El uso monopólico de la fuerza ya no lo detenta el Estado, porque el Estado es otra ficción, una construcción. La violencia se escurre por los poros de lo social, el poder está en otro lugar. La fuerza física, puede ser, si me apurás, que siga en manos de lo que comúnmente llamamos Estado. La policía, los ejércitos, las cárceles. Pero la fuerza simbólica es de otros. 

Los mercados, los medios de comunicación. Pueden señalar, empujar, influenciar, abiertamente o bajo la mesa, hacia una dirección. Siguiendo un tipo, un protocolo. Pueden manosear y manipular al Estado –y al pueblo- sin que siquiera se perciba el acto. Son actores invisibles, sin máscara, que disfrazan su discurso de "natural", de "fatalidad inevitable". Esto, sumado a la decadencia de un sistema de representación que tiene su par de siglos plantea nuevos lugares de disputa, nuevos problemas, nuevos espacios donde se juega su carta el balance de poder entre dos o más fuerzas.

¿A dónde quiero llegar con esto, mis amigos?, me interpela un Salmón. Su voz se hace mía. Demasiada pelusa para muy pocos ombligos. No hablemos del arte, dice Deleuze, hablemos de contra-información. Una contra-información que no se vuelve efectiva sino solamente cuando es un acto de resistencia. 

La disputa por la realidad es la definición de la política. Al menos, una de sus aristas. Disputa que se da cita en el ámbito del estado de barbarie, de los nombres sin dueño, de la magia, de la poesía, del amor, de la empatía. Y de la libertad.

 




Digamos que una posible pregunta para arrancar a pensar sería, ¿cuál es el deber (la tarea) de un Estado, en este contexto?

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