domingo, 3 de mayo de 2020

Cosas de chicas

por Nayla Zárate










— Profe, ¿puedo ir al baño? —dijo. —Cosas de chicas. 

— Dale, andá nomás, Maná. Tomemos una pausa, chicos. Vení, Fede…vos también, Roby. Vamos a ensayar la escena del dormitorio de nuevo mientras esperamos. Tengo un par de sugerencias para ustedes… 



Maná fue a buscar el neceser en la mochila, a un costado de la “sala de ensayo”, que no era más que una construcción en el último piso del colegio. Cynthia se acercó, le preguntó si estaba bien y si no necesitaba compañía; la notó algo triste, un poco cansada, tenía una especie de mueca en el rostro que le hacía pensar en una máscara. 

Bajó despacio las escaleras del segundo piso, mirando las ventanas de las aulas. Los chicos de la tarde, los “grandes”, parecían ensimismados en lo que aparentaba ser la clase de Historia o la de Ética Ciudadana. Reconoció a la profesora aunque no había tenido clases con ella; tenía fama de vieja turra. 

Se apoyó en la baranda que daba al patio central, donde cantaban Aurora y recitaban el Evangelio de cada mañana, observándolo todo con un dejo de nostalgia. Miraba el patio vacío, pensando en su hermana, la monjita, como le decían en el barrio. ¿Dónde estaría? Su viejo no respondía cuando preguntaba, sus tías decían, escuetamente, que estaba lejos. Y nada más. Hace rato que se había ido. 

Dice la historia que ella había sido quien la bautizó Maná. Tres años mayor, no podía pronunciar el nombre que, según su viejo, había escogido su madre en lo que fue su lecho de muerte. Todos la llamaban así, pensando que el apodo venía de la melosa banda mejicana que ella despreciaba en secreto, pero no: ella era Maná desde siempre. 



— ¿Qué hacés acá, Maná? —oyó la voz de Adela, viniendo del otro lado del pasillo. Era una de las preceptoras, la más joven, la más amable. 

— Estamos arriba, en el taller de Teatro —respondió. —Voy al baño. 

— ¿Te sentís bien? Te ves un poco muy pálida para mi gusto. 

— Ando un poco descompuesta —dijo—, hace varios días… 

— Bueno, hagamos esto: si te seguís sintiendo mal te acercás a la sala, llamamos a la enfermera o te doy algo —dijo Adela, y siguió caminando. 



Bajó las escaleras del primer piso hurgándose la nariz. Ya no le importaba que la viera nadie. Sacó un moco verdoso y lo observó a trasluz de la siesta, antes de llevárselo a la boca. Comenzó a llorar y se sentó en los últimos peldaños. ¿Cuánto hacía que no se comía los mocos?, se preguntó, acordándose del cinto de su viejo. Mocosa de mierda, te voy a enseñar a ser señorita a vos, cosas por el estilo. Traicionamos lo que más amamos, cantaba una de las bandas que más le gustaban, en noches de insomnio y radio. 

Vivía con su viejo en uno de los departamentos de las Mil, como llamaban los de afuera al barrio de viviendas subvencionadas por el Estado. Ellos, los de ahí, tenían otros nombres para el barrio, dependiendo del edificio que habitaran. Ciudad Gótica, Barrio Chino, el Pabellón y otros tantos. Pasaban tantas cosas ahí, bandeando un orden que iba desde la mística a la miseria, que bien podría disimularse la historia de una nena saliendo con un señor mayor, más si la nena —no una nena, una señorita de trece, casi catorce— atravesaba de madrugada pasillos y escaleras llenas de pibes falopeados y chorritos de baja monta bebiéndose el olvido en cajitas de Toro Viejo mezcladas con Pen 10 de naranja, para golpear un departamento ajeno y saludar a don Zamudio con un minúsculo, casi imperceptible gesto, mientras entraba en la pieza grande de la casa. 

Levantó el neceser y atravesó el patio, evitando el saludo de Pato, que acomodaba los sánguches y el chipá para la hora del recreo. Un par de chicos conversaban saliendo del baño de varones. 

Entró en una de las cabinas del baño de mujeres, la que ella siempre usaba, la última. Dejó el neceser a un costado del inodoro y salió al lavamanos para mojarse la cara. La mueca se acentuaba en el espejo, resaltando una cara fantasmal, ojerosa, demacrada. 

Regresó a la cabina sin secarse, cerrando la puerta sin poder poner la traba, falseada desde siempre. No la necesitaba. Se sentó sobre la tapa del inodoro y buscó su nombre, siguiendo el ritual de siempre, en la pared. Tocó las letras escritas con corrector, casi borrosas. Lo había escrito hacía casi dos años y cada tanto lo volvía a remarcar. 

Yo estuve aquí, se dijo. Una lágrima nueva volvió a empañarle los ojos. Yo estoy aquí, se corrigió, sintiéndose más sola que nunca. Abrió el bolsito que con humildad llamaba neceser, esquivando el metal frío con el dorso de la mano derecha, mientras se limpiaba los mocos con el antebrazo izquierdo. La nariz le goteaba como una canilla a la que le haría falta un cambio de gomita. 

Zamudio era plomero y amigo de su viejo, su esposa era enfermera y una de las tantas tías que pasaban las noches en la cama que había sido de su mamá y que el borracho de su padre profanaba. Con Gasparcito, el hijo de Zamudio, eran compañeros desde tercer grado. 

Volvió a remarcar un nombre, su nombre completo, el verdadero. Después, escribió —no en su pared, sino en la puerta, entre diversos nombres de mujeres, teléfonos e insultos con diversos grados de misoginia— el fragmento de un poema que le había gustado. Guardó prolijamente el corrector junto al test huérfano y positivo y sacó la pipa que había robado de la mesa de luz en la pieza de su viejo. La sintió más pesada que nunca. 

Rajá de acá, turrita. ¿Me querés hacer creer que es mío? No te quiero ver más por acá, puta de mierda, ¿me escuchaste? Yo no existo. 

Una sola era lo que necesitaba y todo lo que había llevado. La sostuvo entre los dedos mocosos, pensando, con cierto cinismo, que sería el último moco que comería. Cargó el caño y se lo llevó a la boca, entre sollozos silenciosos. 




Adela escuchó el ruido y pensó en Ramírez y sus petardos. Estos chicos, se dijo, ni veinticuatro amonestaciones son suficientes. 

Se acercó al baño de mujeres, un líquido oscuro salía del último cubículo. Lanzó un grito sordo, un nombre, una especie de plegaria: ¡Mi Dios, Mariana! Alguien, ¡ayúdeme!





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