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La Máscara de la Muerte Roja, 1964; basada en cuento homónimo de Edgar Allan Poe. |
¿Cuántos años han pasado desde aquella charla? No, esa no había sido una charla, más bien fue un pedido de mamá, una desesperada demanda de caridad futura. Creo, no recuerdo bien, que visitábamos a una de mis abuelas, la madre de un padre al que nunca conocí. Lo que sí recuerdo muy bien son aquellas doce palabras de mamá. Silvia, si algún día quedo así, había dicho, te pido que me dejes ir. La cara de mamá, hermosa como siempre, vista desde abajo, parecía cubierta de lágrimas silenciosas, pero había en su voz –en lo que yo recuerdo fue su voz- un intento de conservar la dignidad de la humanidad toda. No entendí, en aquel entonces, lo que significaba la súplica que se le escapó de entre los dientes apretados. Creo que tardé muchísimo tiempo en entenderlo.
Muchas veces he intentado reconstruir aquel recuerdo de forma fehaciente. Algunas cosas las recuerdo bien, como la frase alrededor de la cual se ordenó todo el sintagma mnemónico; otras son un poco más borrosas. La que supuestamente era mi abuela yacía en el rincón de un cuarto del primer piso de un hospital de fachada vieja, semiderruida, ubicado en lo que parecía el centro de un parque lleno de lapachos, el hospital, rodeada de máquinas, llena de tubos, la anciana. Según mamá estaba así desde hacía más de seis años, que ella me había conocido de bebé, un poco antes que le pase lo que le pasó. Por más que intento, no tengo recuerdo de haberla visto nunca. Creo que tampoco la vi después.
Yo tendría unos… seis, siete… pongamos ocho, ocho años. La escena del cuarto me parecía sacada de una película de sci-fi, de las que solían pasar durante los veranos a la siesta en ATC. Eran como las seis de la tarde, creo, y hacía un poco de frío, no sé si estábamos en el final del invierno. Todavía entraba un poco de luz por algo que hoy quiero nombrar como una claraboya, ubicada frente a la puerta, casi tapada por la maquinaria en cuyo centro estaba la abuela, o lo que habría sido una abuela, y más bien era un saco de huesos cubierto por una fina y delgada capa, de una fluorescencia como verdosa que se veía desde la puerta, de lo que antes había sido, según mamá, una piel muy bonita.
Antes de entrar, por la misma ventanita de la puerta, vimos una persona disfrazada, que nos señaló, con gestos ampulosos, un pequeño gabinete, ubicado junto a la puerta. Ahí dentro encontramos batas descartables, gorritos, guantes de látex, botas de papel y barbijos para las dos. Mamá me vistió primero y después se disfrazó ella también. Ahora estábamos igual que la persona que nos hacía morisquetas desde adentro.
Al entrar había un olor muy particular, le pregunté a mamá y me dijo que los hospitales olían así, que eso era olor a limpio. Olor a limpio, entonces, sí, mamá, pero era una limpieza extrema donde al parecer crecían o podían crecer otro tipo de bichos, multirresistentes, terriblemente tétricos, o eso decía la señora disfrazada, que se presentó como Norma, la enfermera a cargo de la habitación.
A mí todo me parecía extraordinariamente loco, la verdad, como de esas películas, seguro alguno debe acordarse de lo que hablo, aunque no sepa bien para quién estoy hablando ahora. El ser que se encontraba en el medio de la pieza, lleno de tubos, no se parecía a nadie, a nada que hubiera conocido antes. Parecía estar en el borde mismo de algo. Entre la vida y la muerte, podrían decir, tal vez tendrían razón. Pero era algo más, ese limbo en el que se encontraba.
La enfermera iba mostrándole a mamá para qué servía cada cosa que la abuela tenía enchufada en el cuerpo. Yo intentaba escuchar, y algunas cosas hasta las entendía, este tubo lleva aire directamente a los pulmones, eso entendí, por ejemplo, este aparato hace de pulmones artificiales, respira por ella, pero afuera de ella, esto ya lo entendí un poco menos, y así, habían cables dirigidos a máquinas que ¿monitoreaban? el corazón, habían tubos enchufados al cuello que pasaban un líquido negro, ¿para qué?, había un tubo que salía de entre las sábanas que llevaba un líquido entre anaranjado y rojo a una bolsa en el costado, ¿eso qué era? También habían sonidos: pitidos, chillidos, algo como un gemido, y también había algo que aglutinaba todo ese andamiaje en una especie de circuito. Ese algo era un cuerpo, el cuerpo de mi abuela.
¿Podía acaso yo llamar abuela al ser que se encontraba en medio de todo aquel escenario?, una abuela que nunca había conocido, de la que nunca había oído antes. Ciertamente, me resultaba extraño, casi chocante, pero bueno, lo tragué como pude. Papá no existía y nos dejó esto, este cuadrito que enmarcaré siempre en la memoria. Lo hice como pude, sé que mamá también. Debajo de ese rostro amable y lleno de amor algo también le hizo ruido a ella, estar ahí, llevarme con ella, a pagar un respeto hacia… ¿hacia qué, hacia ese ser que se debatía entre la luz y la oscuridad?, ¿hacia papá?
Mamá me decía que no podía odiar a papá, siempre lo repetía, a lo largo de mi vida, cuando me encontraba hirviendo de odio, ofuscada, o sin entender las decisiones de vida de un ser que a duras penas podía ser considerado humano. Cuando fui un poco más grande, y pude comprender lo que mi padre hizo, con mi madre, con su madre, con extraños, me resultó un poco más difícil todavía, pero siempre estaba mamá repitiendo su cantinela, “si tu padre fuera sólo un monstruo no hubiera salido un ser tan luminoso como vos”.
¿Mamá, vos me hubieras tenido, si no te hubieran obligado?, retrucaba algunas veces. Ella se quedaba callada, masticando pensamientos, mientras chupaba el mate que siempre la acompañaba, y recién entonces me contestaba. Eso cuando fui más grande, antes no tenía respuestas para darme, quizás porque primero fui una niña y después una adolescente, belicosa y rebelde, contra todo lo establecido, incluso contra ella, que fue madre y padre a la vez. Cuando pude sacarme un par de nubes de encima, pude escuchar, y sobre todo entender, lo que mamá tenía para decir, que ciertamente era mucho. Siempre fue sabia, la vieja, sabia y hecha a los golpes.
Pero me estoy yendo por las ramas, y lo importante era la pieza, la escena sci-fi. Sepan disculpar, inexistentes seres que perciben este relato, hay cosas que evidentemente todavía no termino de sanar. Quizás por eso todavía sigo aquí. El mundo es un lugar complejo, mucho más complejo del que una niña de seis, siete… pongamos ocho, ocho años, podría llegar a comprender. Y ahora todavía más, y eso que tengo, creo, unos… ¿treinta, treinta y dos? Se hace difícil calcular, supongo que podrán perdonar las inexactitudes de mi relato, dadas las circunstancias.
Norma contaba, a través del barbijo, que la señora Stiss se encontraba en un estado crítico, que su vida en este plano colgaba de un hilo, que su estado se venía deteriorando desde hacía tiempo, mucho más tiempo del que ella venía trabajando en la institución, prácticamente desde que empezó el brote en la región. Las dos adultas hablaron del brote, de lo raro que era todo, incluso para los más avezados profesionales, de los esfuerzos fútiles de parte de los dirigentes mundiales para intentar frenar algo que parecía imparable.
Los años han pasado y todavía se sabe muy poco. Nosotros, y discúlpenme la arrogancia del colectivo, la población de los sectores más postergados del mundo, seguimos siendo los únicos diezmados, y no se alcanza, siquiera a dimensionar, los límites de un problema que ya lleva poco más de cuarenta años dando vueltas alrededor del mundo entero. Venimos cayendo como moscas, poniendo el cuerpo. Se barajan centenares, ¡miles! de hipótesis, pero lo cierto es que todo sigue bajo el mismo manto de niebla que cuando el brote empezó. Podría decirse, a la luz de los hechos, que esta mierda, hoy, ahora, más que un brote es una epidemia, y tal vez, más que una epidemia, una pandemia.
Ay, viejita, ¡tus palabras!… ¿por qué no las dije yo también? Ahora soy yo la que está en la habitación, aislada de todo. No en el medio, sino más bien al costado; no sola, la pieza está llena de compañeros y compañeras. No hay una enfermera, no hay nadie, solo familiares al pie de la cama, entre tubos, cables y máquinas. Y vos acá, tomándome la mano, sin recordar, todavía con un dejo de esperanza tal vez, cuando lo que tendrías que hacer lo sabés muy bien, viejita querida. Quiero llorar y ni siquiera puedo invocar lágrimas. Ma, mamá, por favor, mami…
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