En otra épica absurda de la derrota, tres cartas le indicaban un mapa fugaz, que siguió con languidez, casi con desgano. Desintegrarse primero, para ser, después. Tras un velo, un veloz traspié. La carta número uno, tan triste como ella. La vio y se sumergió en un viaje.
Atravesó una iglesia, todavía con
algunas llamas. Detrás del altar, unas escaleras llevaban a las catacumbas.
Descendió con cuidado, con el rostro borracho y surcado de lágrimas. En aquel
entonces, todavía negaba lo que había pasado. Aún creía en la tela que había
hecho crecer con tanto orgullo la firma de su raza. Se acostó entre cráneos y
fémures a escuchar la música del caos, hasta quedarse dormido.
Lo siguiente que recuerda es que
apareció en un claro que se abría en el bosque, entre las ruinas de un templo
erguido al fuego. La vio seleccionando y recolectando hojas de hierba, con
extremo cuidado. Como pidiendo permiso en un lenguaje noble y arcano, al
bosque, a las plantas, a los hongos, a la secreta ley de la tierra. En un viejo
cuaderno, cotejaba sus deducciones, sus húmedas interacciones con la sustancia
llamada dios. Tenía los cabellos cubiertos bajo la capucha de su manto, la cara
salpicada por el barro y por los años, la sabiduría destilada del pliegue de una
sonrisa bondadosa.
Busco algo que no sé qué es, dijo
Dimitri, en un saludo torpe, tímido.
Estás perdido, entonces, respondió la
sacerdotisa, mientras cargaba sus instrumentos –el cuaderno, la cuchilla, las
plantas- dentro de un morral.
Lo admito, dijo él, no tengo idea dónde
estoy.
Has seguido un portal.
Mi nombre es Tri, dijo Dimitri, vengo
del planeta tierra, vivo en el año 2111 del calendario gregoriano; esas son mis
coordenadas.
Calma, mi amigo, dijo la sacerdotisa,
nunca había tenido un viaje, ¿es eso? Aunque nunca he visto viajero alguno, la
sabiduría de las hermanas que me han precedido, continuó, tocando el morral
donde sentía brillar el orgullo de un miserable cuaderno, hace que pueda estar
segura de estar ante la presencia de uno. No se preocupe, Tri, algo me dice que
sabemos qué hacer. Acompáñeme.
Una fina neblina lo cubría todo,
conforme subían la montaña. Hay que ir despacio, con cuidado, dijo la
sacerdotisa. Más de una vez se detuvieron para que el saco de ego que era
Dimitri intentase tomar un poco de aire, así, con las dos manos, tratando de
beber la molécula más ínfima de oxígeno que pudiere.
Un ejército compuesto por violinistas
venía descendiendo a contramano. Centenares de mantis, grillos y chicharras
trajinaban una elegante caída en el arranque infame de la noche. Tri supo entonces
que nada era casualidad y que algo sagrado estaba sucediendo o acaso por
suceder. Percibió la expectativa, la ebullición de un mundo nuevo, el instante
previo al acto de nacer.
Finalmente hallaron santuario.
Escondido, disimulado en la roca, uno de los muchos templos que tiene la
voluptuosa diosa de los sueños los aguardaba. Tri encendió su pipa, junto al
fuego, alejado de la incognoscible entrada.
Te estábamos esperando, viajero, dijo
una voz cansada, arrugada por el apilamiento de los días, tan apurados como
siempre.
Estaciones enteras, inmutables lluvias y
arco iris hemos esperado para recibirte, dijo otra voz.
Yo soy la Justicia, dijo la Justicia.
Y yo el Amor, dijo el Amor.
Tenemos una tarea que encomendarte,
dijeron los tres espíritus a coro.
Las escucho, dijo Tri, secamente.
La que habló entonces fue la
sacerdotisa. Cuando el fuego se extinguió, las tres ánimas guiaron a Dimitri.
Todavía más arriba, cerca del pico de la montaña, le aguardaba otro destino.
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