miércoles, 19 de agosto de 2020

Dimitri y el fin del mundo (II)

 En otra épica absurda de la derrota, tres cartas le indicaban un mapa fugaz, que siguió con languidez, casi con desgano. Desintegrarse primero, para ser, después. Tras un velo, un veloz traspié. La carta número uno, tan triste como ella. La vio y se sumergió en un viaje.

Atravesó una iglesia, todavía con algunas llamas. Detrás del altar, unas escaleras llevaban a las catacumbas. Descendió con cuidado, con el rostro borracho y surcado de lágrimas. En aquel entonces, todavía negaba lo que había pasado. Aún creía en la tela que había hecho crecer con tanto orgullo la firma de su raza. Se acostó entre cráneos y fémures a escuchar la música del caos, hasta quedarse dormido.

Lo siguiente que recuerda es que apareció en un claro que se abría en el bosque, entre las ruinas de un templo erguido al fuego. La vio seleccionando y recolectando hojas de hierba, con extremo cuidado. Como pidiendo permiso en un lenguaje noble y arcano, al bosque, a las plantas, a los hongos, a la secreta ley de la tierra. En un viejo cuaderno, cotejaba sus deducciones, sus húmedas interacciones con la sustancia llamada dios. Tenía los cabellos cubiertos bajo la capucha de su manto, la cara salpicada por el barro y por los años, la sabiduría destilada del pliegue de una sonrisa bondadosa.

Busco algo que no sé qué es, dijo Dimitri, en un saludo torpe, tímido.

Estás perdido, entonces, respondió la sacerdotisa, mientras cargaba sus instrumentos –el cuaderno, la cuchilla, las plantas- dentro de un morral.

Lo admito, dijo él, no tengo idea dónde estoy.

Has seguido un portal.

Mi nombre es Tri, dijo Dimitri, vengo del planeta tierra, vivo en el año 2111 del calendario gregoriano; esas son mis coordenadas.

Calma, mi amigo, dijo la sacerdotisa, nunca había tenido un viaje, ¿es eso? Aunque nunca he visto viajero alguno, la sabiduría de las hermanas que me han precedido, continuó, tocando el morral donde sentía brillar el orgullo de un miserable cuaderno, hace que pueda estar segura de estar ante la presencia de uno. No se preocupe, Tri, algo me dice que sabemos qué hacer. Acompáñeme.

Una fina neblina lo cubría todo, conforme subían la montaña. Hay que ir despacio, con cuidado, dijo la sacerdotisa. Más de una vez se detuvieron para que el saco de ego que era Dimitri intentase tomar un poco de aire, así, con las dos manos, tratando de beber la molécula más ínfima de oxígeno que pudiere.

Un ejército compuesto por violinistas venía descendiendo a contramano. Centenares de mantis, grillos y chicharras trajinaban una elegante caída en el arranque infame de la noche. Tri supo entonces que nada era casualidad y que algo sagrado estaba sucediendo o acaso por suceder. Percibió la expectativa, la ebullición de un mundo nuevo, el instante previo al acto de nacer.

Finalmente hallaron santuario. Escondido, disimulado en la roca, uno de los muchos templos que tiene la voluptuosa diosa de los sueños los aguardaba. Tri encendió su pipa, junto al fuego, alejado de la incognoscible entrada.

Te estábamos esperando, viajero, dijo una voz cansada, arrugada por el apilamiento de los días, tan apurados como siempre.

Estaciones enteras, inmutables lluvias y arco iris hemos esperado para recibirte, dijo otra voz.

Yo soy la Justicia, dijo la Justicia.

Y yo el Amor, dijo el Amor.

Tenemos una tarea que encomendarte, dijeron los tres espíritus a coro.

Las escucho, dijo Tri, secamente.

 

La que habló entonces fue la sacerdotisa. Cuando el fuego se extinguió, las tres ánimas guiaron a Dimitri. Todavía más arriba, cerca del pico de la montaña, le aguardaba otro destino.  



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