miércoles, 16 de junio de 2021

16 de Junio


 

 

(extraído de El Paraíso de las Delicias. Suiciudades, Moglia Ediciones, 2020)

 

Alpargatas y machetes, cantó. Avioncitos, pequeños planeadores de papel, sociales, horrorizaban a pobres paladines de la verdad, la justicia y la fuerza monopólica. Adiestraban al perro en el uso monofónico de la fuerza, picándoles el disfraz de hombres el odio, mientras observaban el vuelo de planeadores metálicos desde los que dejaban caer las bombas (no eran metáforas) las concentraciones corpusculares, grasa, sobre las calles.
 
Los fusilamientos ocurrían (y ocurren), primero, fuera de los libros de historia, se recordó, como retándose. La resistencia ancestral quemaba llantas en medio de la calle; bigotes aparecían en todas partes, donde la lluvia cayera --rincones de suelo fértil para estimular el crecimiento de especialistas en el uso del As de Bastos (jugadores profesionales de truco vegetando en diversos think tanks, cuarteles, batallones, casinos de oficiales).
 
Cosas que en manuales de cuarto grado entran en un párrafo ocurrían en las calles. En las radios vibraba, como una fina cacofonía, lo que ahora  --ahorita no más--, no debe ser nombrado:
está prohibido, como la pronunciación de las haches, o el uso de los distintos husos en las comunicaciones, hachas activas en la tala indiscriminada de árboles en bosques de artificio que se construirían en homenajes a la espontaneidad de la naturaleza liberal de la naturaleza y que llevarían nombres como Reserva Nacional de Pymes; cuidan a los arbolitos casi extintos, pensó, y por cada botellita de Coca Cola que compres, plantan una pequeña pyme, con un par de coadyuvantes y conservantes en la tierra.
 
Estamos más allá del borde, se dijo, a punto de cruzar la calle, por saltar al río de asfalto donde zumban artilugios de metal y ruedas, energía por la cual se ha dejado, o se ha escondido, la tracción a sangre. Escondido, retrocedido en el tiempo.
 
Ya no son visibles, ni los caballos, ni las manos de los obreros. La tristeza es sepultada y regada, como una semilla es enterrada en la tierra. Una tierra que vendría a ser, según nos venden, la de la sonrisa: la revolución de la alegría.
 
La canción se escapó a través de una ventana, sigilosa, vibrando un acorde de 7 y 6 de copas, envido, envido, ¡falta envido!
 
Los muchachos seguirán rezando un breve nombre, recogiendo girones de una vida anónima que será todas las vidas, un granito de arena en el decurso arenoso del Tiempo. El borde del manto del mito duele; está hecho con la piel de los días, el paso de años a los que fuimos regando con nuestra propia sal.
 
La historia de un país resumida en la mítica imagen de la fe en las banderas, ondeándose, ondulándose en los cielos: los días más felices. Un movimiento popular, el parpadeo. Pensó que parpadear era algo que ocurría, casi siempre, de forma inconsciente, mecánica. La eficiencia del perfil maquinoide del cuerpo, reflexionó.
 
En la vereda, se repartían revistas...
 
¡Mundo Pangeísta!, gritaban los canillitas. ¡Mataron a Duarte! ¡Bombardearon la plaza, trescientos hermanos muertos!
 
Como aquella vez, una fisura (prefabricada, artificial, siempre del lado del odio), nos divide y nos somete, pensó. Nos atomiza.
 
A usted, a mí, a cualquiera, a todos, mansos transeúntes del amor, pequeñas orgullosas hormigas vibrando la piel del bondi, un colectivo cué llamado pueblo --el cartel en el vidrio reza un tímido y valiente número 2--; traza un recorrido circular, el circuito deja su marca-tatuaje en el curso y formación de ciudades, y hurgando la arteria caliente de la civilización hace aparecer, como en un acto de magia, un sendero sencillo: la barbarie, enterrada, hasta el fondo. Algo del orden filogenético.
 
Hay una imagen que recorre los cielos, se dijo. Por los días más felices, el parpadear se dejaba degustar dulce, tranquilo, salvaje. Eso era poética peronista, el rimbaudiano concepto de la patria en el Otro, la magia macumbera del humo de los choripanes, un calor salado... de cuerpos, lijando las calles, fluyendo las calles, lubricando las calles por las que pasaba el colectivito.
  
La cultura es una rueda con la goma pinchada, dijo el canillita. La historia es trasmitida por cajas de empatía (Wilbur Mercer, SRL), esquizoides domesticadores de la humanidad nos envuelven, nos rodean el camino, nos acechan, nos someten y nos azotan, ¡cuidado!
 
Entre los dos pares de párpados había una línea. Lo que llamamos horizonte, para ponernos de acuerdo, para establecer la convención de que nos entendemos, que conversamos. Pero el horizonte no era el mismo para NosOtros, digo... para Unos y Otros.
 
Hay un masoquismo extraño en el hecho de respirar, pensó, acomodándose el cabello. Cada inspiración trae su espiración cafiola, acercando el barco de la muerte.
 
La limosna es el placer de los ricos, gritaba el canilla, para nadie. Es simple ostentación de su riqueza. 
 
La barbarie molesta, pincha, lastima códigos de ética y estética escritos en piedra.
 
¡Diario! ¡Diario!
 
(2017)
 

 

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