miércoles, 9 de mayo de 2018

Instantáneas de feria

Fotografía: Ana Lu


Hace unos días, he soñado con Gastón. Voy yendo tantas veces a lo de la bruja, que ya me echo las cartas solo. Las barajo, las suelto, sobre el paño del mantel, bajo su mirada sonriente y curiosa, me voy. Nadie interpreta nada, todo transcurre sobre una red de sobreentendidos, las cartas hacen su laburo silencioso, poniendo secretos mecanismos en acción.

No sé por qué el ambiente de feria hace un trazado de aguja en la memoria, zurciendo, perforando instantes para unirlos en un hilado discontinuo. Tantas ferias, ¡tantas como tantos feriantes haya! Conocí un hacedor de máscaras y amuletos de barro, un maquinista de pequeños mundos hechos de palitos de fósforos, con la cabeza roja o ya quemada, un vendedor de catalejos caleidoscópicos, un viejo sin mar en la adoquinada eternidad de las postales de San Telmo, que vendía su artilugio entre morenos que ofrecían billeteras estampadas y parejas de milongueros arropadas por su correspondiente bandoneón, uniformes militares de un amor que es una vieja medalla, la primavera con una esquina rota, el mago colocando los artilugios sobre el escenario, plantando la semilla del árbol.

Una de las primeras ferias de las que tengo recuerdo, o eso creo, es una feria de ciencias de escuela primaria. De esas ferias escolares donde participa toda la institución, desde los muchachos del preescolar hasta los prepúberes que ya están presintiendo el fin del verano y pabellón séptimo grado, donde cada año tiene una temática y cada curso la interpreta a su manera, a la manera de la maestra de esa división, desde el Cosmos a la Feria, esa sería la temática de las ferias de ciencias, que se celebraban en los pasillos, en los patios, ¡hasta en las aulas!, recuerdo haber recibido una de las primeras lecciones de magia y alquimia, engañando a los sentidos con elementos simples, como su oclusión o su enfrentamiento, por ejemplo, tomar un adulto cualquiera, vendarle los ojos, ofrecerle el sonido desviado de una cebolla, cortándose en sus oídos la cebolla, acercársela a la nariz, darle de comer una manzana.

El Mago como prestidigitador, como mecánico demiurgo ordena las distintas capas de realidad, para que por algún costado se desate el Asombro, no por el Mago, si no a pesar de él, como si la magia fuera inevitable, como si el universo hablara en todas las cosas, brillara en todas las cosas, se ocultara, en todas las cosas. Recuerdo a feriantes ambulantes como el profesor Marechal, con su aire a Buenosayres, que siempre que aparecía atraía las sonrisas con la jovialidad del mago peregrino, con sus microscópicas máquinas de vapor y sus pistolas de papel de diario, con las que se podían asaltar dos bancos, diez quioscos y una estación escolar de radio, recuerdo a los vendedores de melodías de mandolina, con la púa y lo más importante, el Método para serenatear como Chespirito, recuerdo una feria de Lengua y Literatura, donde lo mejor era la escenografía, la magia de la vecindad, el barril, ingresar tratando de embocar el balero, eso, eso, eso, recuerdo ferias en la casa de la abuela, vendiendo o intentando vender por la ventana dibujos, revistas viejas y recortadas, aviones y barcos de papel, que nadie compraba, nunca, recuerdo las kermesses, tiro al blanco, derribar la torre, tres tiros por un peso, las manzanas acarameladas, dónde está la bola y demás estratagemas para crear la atmósfera donde se desarrolla el truco, vos no jugás, nene, me dijo un tahúr una vez, cuando le cagué el truco diciéndole a un señor curioso con cara de oveja donde escondía la pelotita de goma roja, que tan bien escamoteaba a la vista el feriante. Me corrió con una mirada de desprecio, o de lobo con las encías llenas de saliva y sangre, había un aleph,

digo…

había una vez, viaje al centro de las ferias, feria del libro, por unos días pústula visible del hormiguero civilización, donde afluye el millar de ríos de las convenciones de palabras y agujeros negros por los cuales penetrar el universo, relatos en todas sus formas envueltos por un relato que llamaría social, que los junta, el aburrimiento y la siesta indecente en las butacas del teatro donde vampiros que laburan de actores se disfrazan de vampiros, el informe a desgano, la desidia, las pocas ganas de recitar una poesía muerta, la invisibilidad total, el viejo truco de dejar flotando una sonrisa triste, las artesanías, los machetes robando mesas de las tacuaras, los dulces, los amargos mates de los días de viento, las mesas de saldo del verano frío, el brazo apresado, por cuyos huecos y resquicios penetra la arena de playa, la sal del mar, el silencio estrellado de la noche, conocer al perro más vago del mundo, arrojarse al mar desde el filo más alto del castillo de If, como si el homenaje fuera de Dantés al contador de cuentos del libro de la selva y no fuera un túnel que puede atravesarse, el aleph es la letra que le cabe a la carta del Mago, la primera del viaje, que sigue enhebrando su truco con lentos movimientos, casi imperceptibles, ahora vamos armando el escenario, se va tejiendo el mundo con infinidad de sutilezas, preciosas perlas, solitarias como estrellas donde nadie nada nunca, ir colocando las luces, los focos entre los árboles del patio de la biblioteca popular, ¿para qué perderse en el Colón?, si es simplemente para cumplir la circularidad de la metáfora no da, entonces colocamos los focos, los alargues y prendemos las luces, colgamos banderines, movemos tablas, invitamos a la suerte de artesanos que abren sus ventanas al mundo, colocamos música, sacamos fotos, perpetramos el intercambio energético, compartimos mates y yerbas, bailamos la danza hipnotizados por juegos de manos, bebemos el jugo destilado del manzano, ponemos la Chispa para el pequeño fuego del cortocircuito.

Tantas cosas para mirar en una feria, para hacer, para ser. Las batallas vecinales por el territorio, no es lo que acordamos en la reunión, hace siete años que vengo y siete años igual, la vieja del frente me saca el lugar, las luces, el decó, las comidas, pre-preparadas las rápidas, sus aromas, sus gustos, las bienvenidas, las charlas entre feriantes, las visitas de amigos, los mates sonrientes de los curiosos, la esperanza en el aire hasta en la noche boca arriba, yendo de vuelta a la casa en un final de juego. Una niña anciana que vende plantas, envuelta en un vaho verdoso, nos regala un retoño.

No recuerdo el sueño que he tenido, pero el intento de recuerdo de un sueño hace que pase al frente el espíritu del ser soñado, ¿habrán coincidido nuestros ojos en una mirada? Hace ya mucho tiempo, en las voces de la calle preguntan si suena el nombre de Santiago, no es ése el hermano con el que he soñado, aunque la pregunta de los ojos titila en las gargantas de los otros, es otro el hermano con el que he soñado, con el hermano, mi hermano, con su sonrisa abierta, su desplazarse inocente por el mundo, generoso y serio como un mago que además es un bufón.

Estamos vagando en una feria a la salida de otra feria, en busca de pan, una feria de una colectividad religiosa amante de textos escritos con alfabetos esótericos y tablas de la ley, un pueblo elegido para conservar, no la esperanza, sino la espera, que se reúne sobre letra muerta para soplarle vida, cuando nos aborda un muchacho calvo, de moño rojo, camisa a cuadros, un extranjero volcado sobre la frontera de la lengua y del espacio, que nos regala una sonrisa, pueden ustedes llamarme Ismael, dijo, vengo de Israel, vivo hace cinco años aquí, ¿puedo mostrarles algo?

Habla con Anita, le enseña una moneda, recuerdos de provincia, la desaparece en su mano sin dejar de hablar, aparece sobre la mano de Anita sin dejar de hablar, vuelve a tomar la moneda distraída, sigue hablando, la esconde de nuevo en la mano, se escapa al hombro de Anita. El Asombro comienza a florecer, toma un caracol marino, su único recuerdo portátil de casa, el mar en el oído, se lo da a Anita, me habla, dice que tiene el poder de traer a la memoria un ser querido, que piense en alguien, me da un papel, hay público dicen cuando hay más de tres personas, escribo el nombre de mi hermano, dice que puede adivinarlo, se rompe el papel que todos, menos él, han visto, y me dice, en un español trabado, la persona en la que estás pensando es hombre, es. Más joven, tiene más cabello que yo, se ríe, nos reímos, esta persona es familia, es cercano, diría que es tu hermano, si no me equivoco, me sonrío, buena deducción, pienso, mientras le pide a Anita que sacuda el caracol, dentro hay un papel, sacude el caracol pero no sale nada, el mago lo toma entre las manos, sacúdelo así, lo devuelve, Anita lo sacude, sale el papel, que dice, ¿te suena el nombre Gastón? Es mi hermano, lo he soñado, le dije. Nos saludamos, dijimos gracias y se fue.