por
Nayla Zárate
I.
Te siento,
y aún sin verte, veo
tus ojos, tras esta pared,
ahí, a mi alcance
y sé que estás,
mirando otra pared,
otros ojos quizás,
viéndome, presintiéndome,
con seguridad, garabateando
la espera
te siento,
en el desorden de algún cuarto
poniendo letra al desconcierto
de ropas
y demás cachivaches
y te busco, sin buscarte,
y sé
que estás ahí,
esperando sin esperarme,
haciendo lo que sea que hacen
los que esperan
en ese limbo sin tierra,
torciendo y zurciendo,
papeles y palabras.
II.
Caminando, ¿cómo más?, por calles pedregosas
y anticuadas. ¿Cuántos años tendrá, la calle, la ciudad? Y para mí, para un Yo,
todo tan nuevo, tan recién bajada del avión, tan fresca, como el fresco aroma a
lluvia, que es igual en todas partes. El viejo continente, ¿cómo habremos
llegado hasta acá? Digo habremos, porque a pesar de físicamente estar tan sola,
traigo a cuestas el recuerdo vívido tan vivido, tan… pesado, que puedo reemplazar
todo lo que me rodea. Estos edificios viejos, por otros edificios viejos. Gente
que no conozco que cruzo por las calles, por gente que no conozco que crucé por
las calles. El café hacia el que voy por otro café. Casi, casi hasta puedo
reemplazar la silla vacía que seguramente esperará frente a mí, por una
imagen conocida, fraternal, casi. Casi puedo perpetrar una mágica ilusión que
tiña una fresca saudade, que devuelva una vieja sonrisa plateada. Mientras
caminamos, las similitudes. Las calles son frías en todos lados, y la garúa,
tan fina que da gusto, también está acá y del otro lado del charco.
Caminando, con paso lento calles
nuevas, verde grisáceas, agolpadas de suizos o vaya a saber qué nacionalidad
tengan los fulanos, me siento cómoda. El espacio entre las nubes grises y el
suelo está cubierto de agua y de íntimos acordes de guitarra, Joni Mitchell
suena en todas partes, entre los espacios vacíos. Bah, no vacíos, todo el mundo
sabe de las propiedades del sonido. Bla,bla. Qué hermosa imagen, rebosando
vida. La música, las calles, la gente, el Yo, todo se conjuga en este
desconocido lugar, haciendo los primeros pasos en el nuevo mundo, nuevo para
mí, este viejo continente. Qué hago acá. No sé.
Del otro lado del charco quedaron muchas
cosas. Recuerdos, más que nada. Otro terroncito de afecto en el café, yes,
thanks. Así las cosas, mejor que queden atrás los recuerdos. Otro tanto, de
todas formas, vino conmigo, subió las escalinatas del avión conmigo, impregnado
en la ropa, en el cabello, en los ojos. Va a ser difícil borrar todo, dejarlo
todo. Se impone intentar. Supongo que también algo te dejé, un par de libros,
la puerta abierta hacia nosédónde. Hoy sos un borrón, una sonrisa flotando en
la oscuridad, un potencial, gatito de Chesire. Te perdiste, o nos perdimos.
Andá a saber cómo fue. Me tengo que ir, las últimas palabras que escuché salir
de tus labios. Por supuesto, no fueron las últimas, porque nos vimos después un
par de veces más. Pero fueron las últimas palabras en mi corazón, luego ya
estabas ido. Me tengo que ir todavía sigue rebotando en las paredes vacías en
las que solía estar un recuerdo completo. Ahí nomás, dejé mi manifiesto, casi
como testamento, regalé un recuerdo, un hasta siempre, un “esto es lo que
quería para nosotros”, y eso fue todo. Se terminó. Seguimos en contacto, por
supuesto, porque éramos más que lo que éramos, aunque no lo supiésemos, aunque
nunca lo valorásemos. No lo valoro en su totalidad ni aún ahora, imagínate.
Creo que éramos más que lo que éramos porque habíamos sido antes, porque ya nos
pensaron antes, porque somos desde siempre y tal vez seremos hasta el infinito. En ese potencial nos quedamos, en ese pudo ser, porque fuimos cortando de
raíz lo que sabíamos que no tenía ni pies ni cabeza, lo dejamos ahí porque yo
ya lo había visto, porque vos lo habías intuido, pero siempre quedó el fuego,
incluso hoy, que ya casi ni nombre tenés, sólo la sonrisa. Y algún que otro
recuerdo, un dibujo. Todavía sigue el fuego, porque ese fuego estaba antes que
yo, antes que vos. Quizás todavía lo sientas por ahí, cuando me ves entre tus
cosas, en un par de palabras, en esa boina, en la loca música, un vicio más. Influencias,
lo que sea. Sobre todo, me ves en la calle, quiero pensar, entre los chicos que
juegan a las escondidas, al ladrón y al policía, a la rayuela. Y vos queriendo meterte a jugar, sin
poder, porque nunca supiste ni vas a aprender nada, por más esmero que pongas. Nunca aprendiste a desprenderte, de los velos, de prejuicios que prometimos no tener entre dos pares de pupilas,
y que. Sin embargo. No pudiste aprender. Ninguno de los dos en realidad. No sé
por qué asalta el recuerdo del no recuerdo, del vacío, justo acá. Un hueco de
dos palabras que dice lo que quieras, justo acá. Quizás por eso viene una al
presente, para acrecentar la memoria, para pintar ese plateado y darle un poco
más. De presente. Tiempo, regalo, lembrança, imagen. Quizás, fingir venir a
olvidar lo que resta olvidar para venir. A recordar lo poco que se puede
recordar. E inventar lo demás, llenando el espacio entre islas, un poco de
arena, un par de acordes, una palabra. Hay que pagar este café. Todo está tan
caro.
III.
Después de siglos de rigor,
por calles duras, de piedra,
de frías
ciudades,
con la nariz enterrada
en la
bufanda azul,
bajo luces naranjas,
la oscuridad en
ciernes, yace
sobre escaleras solemnes
esperando, la llegada del Sol.
Entre tanta ausencia,
tanto rostro sin color,
tanto corazón sin calor,
perdiendo el instinto,
vacilando en sinsentidos,
algunos buscan
otra vereda,
otro atajo para salir,
pernoctando junto al estuario,
soportando entre frágiles dedos
los cabellos de una viuda negra.
IV.
Bajo la negra oscuridad de un plato de
café servido para un perro, en eterna espera de una flor, de un corazón, no
vale la pena, una revolución sin bailes. Es un escozor que llega desde dentro
del cerebro, que no permite perdón. Viviendo en Ginebra en ginebra, la locura
es portátil, un rico caldo. Aunque genere odio las verduras de goma que tiene. Vegetales
deshidratados, dice la etiqueta. Entonces devoramos musicales rojos y negros,
banderas de un octubre en naftalina, agotado ya, prostituido tantas veces. Una
pobre princesa de arrabal casada de palabra –de palabrita nomás- con el amable
lumpen de la otra cuadra, ese que ahora andará muerto de frío bajo sus decenas
de grasientos abrigos. En estos turísticos días por la turbulenta reciprocidad
de las tocayas, leo tanto, y tan rápido, que parece que tropiezan las letras de
una palabra con el final de otra, esas perlas negras entre blancas finas telas
de marfil, tan suaves, tan maleables a las manos, es como palpar el agujero del
fondo de la bolsa del gato, mirá lo que te digo. Del fondo del agujero,
hermano. Palpar. Absolutamente estúpido. Y voy metamorfoseándome en personajes
de libro. Parece que estoy mirándome desde arriba, viendo como caen las gotas
de vida sobre el pálido papel formándome, miles de puntos uno sobre otro, uno
al lado de otro formando una línea, cada línea formando una letra, cada letra
una palabra, tan rápido, tan intenso, que entonces una. Un Yo, en este
caso, comprende de repente que tiene que existir un destino. ¿Será
posible, será real, la presencia de esta sensación?, el puente formado entre una
realidad y su paralelo, el pasado y el presente, se hace casi perceptible, y
este aire de epifanía, de intento de debate mental aparenta tener sentido. Y
así soy, pertenezco y vivo, observo y soy observada, estudio y soy estudiada,
en caóticas páginas. Entre las hojas vírgenes de mi historia, hay otras que
tienen unas pocas letras, algunas casi hasta forman palabras. Todavía la
relación, el balance de lo escrito/por escribir está desarrollándose, y todo
está tan retoño, que da gusto la disociación, el mirar, el auténtico backstage
del universo .Siendo precisos de un universo. Siempre quise un árbol. Hoy por
fin tengo un árbol, pero lo voy a esconder durante un tiempo para que no
sospechen. Los censores del tiempo, que no sospechen. Hay días como hoy en que
simplemente la tarea más correcta quizás sea atornillar una canilla al cerebro
aunque más no sea para cerrarla. Está perdiendo, che.
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