Siguiendo los largos senderos de la ribera, la música del río es un chamamé, pensó, respirando, fluyendo, trayendo en su trayecto la cosmogonía del Taragüí, la sapiencia de la poesía, el alma en la lluvia, la palabra que no se ata, que se pasa en corrientes, mecida, entre movimientos del agua.
La música del río es un chamamé, repitió, como un mantra; el agua se besa con el aire, la respiración de la acordeona verdulera, el hombre que tiene todos los cantos y silbidos de los pájaros en su pecho y la solemnidad de juglar del universo; pícaro guardián de pampas, esteros y humedales, el río suena como festejando su encuentro con la Tierra, y en su unión adivinaba un enamorado trajinar que zurcía paisaje y corazones. La música del río es..., pensó, y se interrumpió, casi sin darse cuenta.
El chamamé, la sangre, un rito místico, la cadencia de aquel sentimiento que se volvió fuego y transmutó en canción en un instante de íntima comunión; frutos frescos del amor que se degustan para que aparezca la semilla, la pagana herencia guaraní sacudiendo el árbol.
Hay que hacerse cargo, dijo el río, y sacar la basura.
Dejar que el río limpie y la sangre fluya, que el movimiento del termo sobre el mate aclare la espera: al alba viene la luz. Supo ser poeta y recordó que la voz estaba prendida del agua del Paraná. Todo lo que imaginé, ayer lo soñé, cantó, ahogando un sapukay. En su alma se mecían guitarras fantasmales, como las paredes de una casa, la tierra vibrante recibiendo la alegría de la vida, el misterio de la vida.
Le gustaba volver al río, a Ramón. Amaba pescar. Agarraba a las gurisas y a la patrona, por las noches, después de trabajar (cuando había trabajo, Ramón corrige el recuerdo), para correr al encuentro de aquel magnífico ser que zurcía la vida. Para rezarle. Y obtener respuesta. Él sabía escuchar.
Llevaban algo de comida para las nenas que se quedaban jugando en algún recodo. Rosita se quedaba tejiendo, con la pava al fuego y Ramón se alejaba un poco, entraba en los barcos viejos, abandonados, recordatorios de un astillero que tuvo tiempos mejores, elegía un casco oxidado que le gustaba particularmente, por estar cubierto en parte por los sauzales, y tendía su silleta y tiraba las líneas y así comenzaba la larga charla, que a veces duraba toda la noche y cuando terminaba había que levantar a las nenas (¡y a veces a Rosita!) para volver a la tapera que pasaban por casa.
Otras veces, detrás de Ramón venían murmullos de juegos, directo al rincón donde se desplegaba su rito personal, murmullos que acababan desatando el misterio, con una risa aún más misteriosa que el silencio. Ramón sacaba la caña y las gurisas se turnaban para arrojar el anzuelo, hasta que el sueño las vencía, implacable. Entonces la fórmula para volver a casa era la misma.
Pero las nenas ya no venían, estaban grandes, y además, esta vez Ramón prefería la soledad. Venía a preguntarle, al río. Tenía que escuchar su opinión. Lo que habían propuesto le dejó interrogantes que necesitaba aclarar.
Desde ya, comentaba al agua, que era algo muy enmarañado, la idea que anduvo sobrevolando el asado, el motivo de la unión de nueve personas en un parche seco al costado de la ruta, a unos kilómetros de San Ramón del Talar. Algo bastante delicado, añadió, además de enmarañado, algo que podría significar un golpe a la moral de los que tenían todo. O al menos, concluyó antes de caer en el silencio, puede llegar a ser una forma de sacudir a sus hermanos puebleros, una forma más de intentar despertarles del largo sueño de bosques de tilo en que habían caído. Paró la oreja para escuchar la música del ancho y profundo espejo y se puso a esperar.
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